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Sobre la madurez política

El dogmatismo político niega los fallos y acepta la mentira. ¿Es la sociedad mexicana capaz de tomar nota de la decepción y actuar frente a ella?
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A la madurez política se le tiende a dar el peso y los favores del aprendizaje, cuando en realidad es resultado de una empresa, normalmente involuntaria, de alcances más ambiciosos. Es una madurez producto de cómo actuamos frente a la decepción. Se reconocen los ímpetus e ingenuidades de una manifestación o constructo de pensamiento mientras se detestan sus peores consecuencias. En ese equilibrio se pueden juzgar las expresiones políticas modernas. Todo lo que quede fuera de ese espacio se acercará fácilmente al dogmatismo: la negación al reconocimiento de los fallos, la aceptación de la mentira en nombre de causas; el rechazo a la compresión de los humores sociales; la transgresión de parámetros hasta la pérdida de su significado común para explicar la realidad, como el que los militares ahora son civiles, una concepción de democracia que vela por la exclusión o que los homicidios según el presidente no son violencia.

Si se rompen esos parámetros del entendimiento compartido el problema no es la creencia de que la tierra es plana, sino la urgencia política de encontrar las formas de zanjar el convencimiento de lo falso para aceptar su redondez.

Por su énfasis en el componente electoral –el más simple, a expensas de todos los que la complejizan: rendición de cuentas, costo político, noción de consecuencia y jerarquización entre el bien mayor y el mal menor, atención simultánea a lo mayúsculo y a lo mediano, etcétera–, la democracia mexicana se quedó en la adolescencia, y en ella nos equivocaremos peligrosamente si subestimamos el poder corrosivo de unas elecciones como las nuestras.

He intentado explicarme, desde su propio pasado, la mala relación de algunas izquierdas latinoamericanas y en especial la nacional con los derechos humanos. En su historia y a través de sus luchas, la legitimidad en espacios de participación se encontraba entre sus más altos reclamos; a la reclusión y a una infinidad de distintas violaciones, buena parte de la izquierda mexicana los vio como un ataque a los derechos políticos. No a otros. Una vez conquistados esos derechos políticos decidió no comprender la profundidad de los derechos humanos y simplemente usó sus consignas. Esa misma ecuación tiene en su espejo a la República, el Estado y la política, en general.

Con su llegada democrática a los espacios de poder, nuestra izquierda se ocupó de la competencia y le importó poco la demostración de postulados. Ocurrió en el viejo deefe, cuando las maquinaciones de Samuel del Villar se tradujeron en nuevos magistrados para contar con mayoría de simpatías y también en la Suprema Corte actual. Resulta ocioso, salvo para quien quiera negarla, la miopía democrática de los últimos seis años bajo la cual, tanto una mayoría está convencida del derecho de aplastar minorías en lugar de entenderse con ellas –eso se llama hacer política y democracia–, como la conversión de las Fuerzas Armadas en un actor industrial, gerencial y administrativo de infraestructura civil es para nuestra izquierda un baluarte republicano.

Dentro de esa misma condición optó por replicar exponencialmente la estrategia de seguridad militarizada iniciada dos administraciones atrás, adoptar una visión moralista hacia las drogas y hacer una campaña para la presidencia negando los efectos de sus actos y sus mismos discursos.

El periodo electoral ha servido de colofón a un sexenio en lucha constante contra un pasado inexistente que se ha ido construyendo en forma presente a partir de su rescate. De manera muy eficaz, se edificó en un mito de rompimiento que solo necesita menospreciar sus derredores.

En su discurso de aceptación al Nobel, en 1957, Camus dijo: “Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizá sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Frase ejemplo de esa madurez proveniente de la decepción y la templanza de la realidad que olvida la arrogancia del imberbe.

Tres grupos de estructuras pueden considerarse fundamentales para el desarrollo político de una sociedad. Las estructuras duras: instituciones del Estado (los diferentes poderes, las cortes, el ejército), los partidos. Las estructuras intermedias, con sus órganos autónomos y demás intermediarios entre los aparatos duros y las estructuras blandas. La sociedad civil organizada, la dispersa, la opinión publicada y los medios de comunicación. Especialmente estos. De seguirnos conduciendo bajo códigos democráticos, el riesgo para el equilibrio adulto entre ellos se encontraría en los primeros a partir de tradicionales abusos de poder, manipulación, populismo, exacerbación identitaria o cualquier enfermedad a la que es propensa toda autoridad. La falta de madurez política abre la puerta a otra preocupación.

Sobre todo, quienes hemos sido críticos de los gobiernos mexicanos y en particular del corriente, enfocamos la atención en sus acciones al contar este con la mayor y última responsabilidad en el país. Es una administración que usufructuó las peores cualidades de un pueblo que cuenta con una inmensa y peligrosa autoestima, somos capaces de prescindir de todo proyecto común de nación y justificarlo en nombre de pertenencias y frivolidades. Somos la mejor patria por la cocina y eso se impone sobre nuestras fosas. Cuando los sectores intermedios y blandos se comportan como las estructuras duras al enfermar, se perpetúa la promesa de utopías que, por definición, jamás llegan.

Un elemento adicional se incorpora a una reflexión con miras de responsabilidad frente a las elecciones y el futuro del país. De las estructuras anteriores, ¿a cuál pertenece el crimen organizado? ¿Cuántos aspirantes a un puesto de elección más serán asesinados antes del 2 de junio? ¿En qué momento asumiremos, con decepción, que es imposible hablar de códigos democráticos con nuestro saldo de funerales preelectorales?

Ignoro por cuánto tiempo podemos seguir siendo una sociedad adolescente y convencida de pertenencias insostenibles que ignoran su entorno político, qué tanto más es posible eludir la caja de Pandora abierta –que, por cierto, nunca fue una caja sino una jarra– con un proceso en el que nadie ha planteado la necesidad posterior a las elecciones de un concordato, ese periodo en que se calman los ánimos y se trata de imaginar los espacios comunes ante el embiste de la violencia. Cuánto más apostaremos por la exaltación de ideologías exiguas como proyectos políticos de un momento, en búsqueda de una perpetuidad, antípoda de todo pensamiento democrático. ~

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es novelista y ensayista.


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