Ilustración: Letras Libres

La Corte bajo amenaza

Vulnerando el orden constitucional, el presidente pretende someter a la Suprema Corte de Justicia. Defenderla requiere la energía ciudadana.
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La reforma judicial emprendida por Benjamin Netanyahu, los conflictos de Cristina Fernández con la Corte Suprema argentina cuando era presidenta del país y la agresión constante del gobierno de López Obrador a la Suprema Corte de Justicia de la Nación son tres estampas de un mismo problema: el de los titulares del poder ejecutivo de gobiernos democráticos que intentan gobernar como si fueran monarcas electos. Del tema ya hemos escrito aquí, recordando que Carl Schmitt construyó la teoría del principio de liderazgo para justificar el comportamiento del Führer.

Ni siquiera Estados Unidos se libra de ese cosquilleo autoritario. Roosevelt también amagó con una reforma a la Corte Suprema, por invalidar las reformas sociales que emprendió. Nixon intentó evadir la orden de entregar las cintas de la Oficina oval con base en la idea de que el privilegio ejecutivo hacía sus actos legales por el mero hecho de haberlos efectuado él y, por ende, incuestionables por medios ordinarios. En tiempos más cercanos, Samuel Alito convenció a Dick Cheney de que el presidente del país tenía una versión del privilegio ejecutivo que lo equiparaba con los reyes.

Algunas voces oficialistas han empezado a barajar la idea de que López Obrador debe imitar a Ernesto Zedillo y retirar del cargo a los once ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, bajo los peregrinos argumentos de que son conservadores, no ven por el pueblo y son enemigos de la llamada cuarta transformación.

Esta ocurrencia parte de una premisa falsa: Zedillo no retiró a los ministros por insumisos –de hecho, eran obsequiosamente abyectos al Ejecutivo–, sino que propuso la reestructuración del Poder Judicial de la Federación porque no aportaba seguridad jurídica a los mercados, inversionistas y sociedad civil. Al compactar la Corte y darle facultades más cercanas a las de un tribunal constitucional, hubo alguna luz en la judicatura y, a 28 años de esa reforma, ha habido mejoras positivas, aunque el Poder Judicial de la Federación sigue teniendo varios de sus vicios de siempre: formalismo, autoritarismo, desprecio a la teoría jurídica, misoginia y endogamia jurisdiccional.

Por su parte, López Obrador pretende reformar a la Corte porque no se le somete, cuando lo normal en un estado constitucional es que tribunales y legislatura sean independientes del Ejecutivo y no sus subordinados. Zedillo intentó mejorar la imagen de la Suprema Corte, López pretende convertirla en una oficialía de partes de su gobierno. Uno buscaba la confianza en el Estado del Derecho y el otro intenta vulnerar, una vez más, el orden constitucional.

La reacción del presidente a la decisión de la Corte que invalidó la primera parte del Plan B fue proponer que los jueces fueran electos: “que el pueblo elija a los ministros como lo establecía la constitución liberal de 1857, la época del presidente Juárez” y subrayó “la importancia de que los ministros de la Corte, los magistrados, los jueces, sean electos, los elija el pueblo, con voto universal, directo, secreto”. Incluso formuló una pregunta para una consulta popular: “¿Quieres que se elijan a los jueces, a los magistrados, a los ministros de la Corte que forman parte del Poder Judicial, sí o no?”.

López Obrador miente. En la Constitución de 1857, la elección de ministros era “indirecta en primer grado, en los términos que disponga la ley electoral”. Es decir, no eran electos mediante el voto universal y directo. Eran los legisladores quienes elegían a los ministros, en una legitimación democrática muy parecida a la del mecanismo vigente, donde los senadores, que son electos por el pueblo, eligen a los ministros a propuesta del Ejecutivo, también electo por los ciudadanos. Ese sistema también se usaba para elegir al presidente de la República y ha sido superado en nuestro país. La norma de 1857 no elegía ministros mediante voto universal y directo.

Este 18 de mayo de 2023, la Suprema Corte de Justicia de la Nación invalidó el acuerdo del 22 de noviembre de 2021, por el que el Ejecutivo declaró de interés público y seguridad nacional obras de su gobierno. La respuesta de López Obrador fue emitir esta misma tarde un nuevo decreto que estableció como obras de seguridad nacional la construcción, funcionamiento, mantenimiento, operación, infraestructura, los espacios, bienes de interés público, ejecución y administración de la infraestructura de transportes, de servicios y polos de desarrollo para el bienestar y equipo tanto del Tren Maya como del Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec. Esa es la actitud del Ejecutivo frente a las sentencias del Máximo Tribunal del país, una que raya en la repetición del acto anulado, de franca falta de respeto a la Constitución y a la División de Poderes.

Desde 1931 no teníamos a una presidencia de la República que atacara abiertamente a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Para López Obrador, que anhela gobernar como los presidentes de la época predemocrática, no imponerse a los otros poderes de la Unión es una suerte de fracaso. A los autócratas mexicanos del siglo XX les bastaba el PRI como mecanismo transversal para que el presidente mandara sobre toda autoridad de los tres niveles de gobierno. Hoy, a pesar de contar con un partido mayoritario, la aplanadora política enfrenta decididos contrapesos y oposiciones, tanto institucionales como de la sociedad civil. De nada le sirve al partido oficialista emitir comunicados a nombre de gobernadores o legisladores, atacando a la Corte: a ellos no les corresponde la interpretación de la Constitución y sus aseveraciones, además de desafortunadamente ignorantes, resultan irrelevantes para la determinación de esos asuntos.

Jorge Carpizo explicaba que el presidente de México tenía facultades metaconstitucionales, eufemismo para señalar que detentaba poderes ilegales. Esas facultades, fuera de la norma, son de ejecución inviable en un país donde la gente votó en contra de la clase política tradicional. El presidente no solo enfrenta a sus opositores políticos, sino a la sociedad que estaba harta de sultanes sexenales, burocracias abusivas y del capitalismo de cuates. En este ambiente, una Corte Suprema independiente es el mejor remedio para esa circulación de grupos dominantes a los que aludía Gaetano Mosca: el grupo que derroca a la clase política termina sustituyéndola y siendo como ella. Eso pretende el obradorismo y la Corte le ha puesto un freno a sus intenciones.

La amenaza contra la Corte requiere la misma energía ciudadana mostrada en la defensa del INE: la Corte no se toca. ~

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