Foto: Grigorii Shcheglov en Unsplash

Sobre medios y democracias

La autocontención en la crítica al poder, la aversión al debate y el desdén a las responsabilidades que conlleva el ejercicio periodístico priman hoy en los medios mexicanos.
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Cuando iniciaron las Primaveras árabes, no recuerdo haber enfrentado mayor rechazo en los medios de comunicación mexicanos al llamarle dictaduras a los regímenes de Mubarak, Assad o Gadafi. Hubo ocasiones, fueron pocas. La resistencia para nombrar como lo que son a las propias en Venezuela, Nicaragua y Cuba son vergonzosas y puede ser justificada de diversas maneras. La más natural, que una distancia geográfica lleva menores riesgos y complicaciones. Las relaciones e intereses entre dichos países con México y sus sociedades no cargan arraigos relevantes. Entre ellos, para los casos latinoamericanos, el ambiente ideológico y la adecuación de sus correspondencias entregó fueros para la represión de Ortega contra las protestas desde 2018, la imposible situación de los cubanos en la isla y el reciente fraude electoral de Nicolás Maduro.

De las primeras semanas de la invasión rusa a Ucrania, ya con el espíritu nacional embriagado en el discurso oficial, tengo en la memoria a un participante, entonces cercano al partido en el poder, que no guardó pudor al afirmar en una mesa de debate televisado su preferencia hacia Gadafi sobre Zelensky. Las sorpresas fueron tenues. Síntoma de un ambiente en el que varios medios mexicanos han decidido actuar de cierta forma.

El catálogo de ejemplos abarca toda proporción de significancias y consecuencias. La difusión recurrente y positiva de actividades del ejército mexicano, incluyendo actividades recreativas –supongo importantísimas– como desfiles y ferias en medio de la militarización de actividades civiles. La escasa contraposición a las declaraciones de un atleta, integrante del ejército, que aplaude el apoyo institucional hacia el deporte olímpico mientras el grueso de los participantes dio fe de lo opuesto. Los lavados de cara funcionan igual en todos lados. El sportswashing es un ejercicio conocido en las épocas más normales de los países árabes. Por conocimiento de primera mano mi desagrado. Un cuidado similar se da en la presentación de las consecuencias de la reforma judicial promovida por Palacio Nacional. La consigna de dichos oficiales por encima de hechos es el eje del retrato nacional.

El conformismo con la ilusión democrática se ha impuesto en diferentes vías. Arrastramos con excesiva tranquilidad muchos de nuestros vicios políticos. Pocos tan persistentes como la mala relación mexicana con la verdad y la información; con sus instrumentos.

La capacidad para hablar sobre el deterioro de la democracia o asumirse en su cumbre tiende a dedicarle poca honestidad intelectual al estado de la prensa masiva. De las excepciones no me ocupo por su condición.

La sobresimplificación, el enaltecimiento de la demagogia como gran forma de discurso político, los identitarismos y la banalización de la exposición son fenómenos donde se entrecruzan medios de comunicación y crisis de los entornos políticos. México recorre un camino paralelo al de otros países, pero con elementos tan propios como deplorables.

¿Qué hemos entendido a lo largo de las últimas tres décadas acerca de la función, límites y responsabilidades de los medios?

La mera duda sobre cómo será la relación del gobierno entrante con la prensa indica la descomposición de nuestras relaciones políticas y los códigos democráticos.

Habituados a su propio esquema, los medios de comunicación dan avisos de no entender qué hacer en el escenario actual. Si bien es cierto que han perdido su posición de autoridad tradicional, en alguna medida gracias a los avances tecnológicos y la horizontalidad de las redes sociales y plataformas digitales, el problema puede ser más grave.

Hace tiempo que la información y el periodismo, para buena parte de los grandes grupos de medios, dejó de ser central en un modelo de negocio que depende de aristas variadas: bienes raíces, instrumentos financieros, construcción, etcétera. La influencia y cercanía política es la utilidad en lo mediático, solo que la información es más que un producto de consumo. Periodismo y medios viven en la paradoja constante de situarse tanto en las reglas del mercado, en la subsistencia dentro del esquema económico, como en la ética y la pedagogía pública. Su producto tiene la facultad de formar y construir espíritus, inquietudes, modelar aspiraciones y cegueras. El equilibrio entre todo ello es la esencia de la operación de un medio, y en muchos casos, la del oficio periodístico que ahí se encuentra.

Tuvimos un sistema donde el poder político llegó a controlar casi la totalidad de los medios, jugando con una escenificación que permitía dar la apariencia de crítica suficiente. Luego, en respuesta, vivimos otra apariencia para la cual la ausencia de contenedores y un precario ejercicio de autogobierno transitó por la apertura y el juicio desmedido que fue capaz de anular reputaciones y condenar situaciones sin tapujos. Ahora, los medios parecen autocontenerse con la intención de evitar el control directo del poder, disociando su existencia del insulto rutinario, la intromisión y el desplante.

Funcionarios de todas alturas cuentan con una columna de opinión. ¿Escriben en qué carácter? ¿No tienen canales oficiales para alcanzar el objetivo de sus textos? ¿Cuál es ese objetivo? ¿Cuál el del medio al publicarlos? La excepcionalidad que debería guardar el editorial oficial se consumió en la necesidad de presencia. Somos una sociedad que la prefiere por encima de la representación y la labor pública. Si el mejor político no es el que ejerce, sino quien se ve, se banaliza el trabajo público cuando importa salir en pantalla o planas todo el tiempo, y no cuando es necesario hacerlo.

Los espacios de debate se han reducido en los últimos años. Sus composiciones no fomentan el argumento y se suscriben a la muy nuestra aversión al conflicto. La crítica es tan imprescindible como la aceptación de la imposible infalibilidad en cualquier cargo de gobierno.

Quienes colaboramos en medios masivos, ¿qué tanto estamos dispuestos a agitar el edificio de lo descompuesto del que formamos parte?

Una normalización ajena a toda intención de civilidad pasa por alto la violencia contra periodistas; sus asesinatos, si acaso, son un ingrediente del entorno donde el ataque desde los poderes es habitual y regla de convivencia. Es la absoluta displicencia de los dos gobiernos anteriores, el todavía en funciones y, de sostener su discurso, también el que viene. ¿Cuánto nos detenemos a reclamar la nula capacidad del Estado para proteger a periodistas?

La ética, el reconocimiento en el otro, implica la responsabilidad hacia él como si fuéramos nosotros. Medios y periodismo son intermediarios de las sociedades. Valdría bien recordarlo. ~

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es novelista y ensayista.


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