No hay que buscar mucho para encontrar el lema de la penosa campaña electoral republicana en los Estados Unidos: unprecedented. Sin precedentes es el calificativo que regresa una y otra vez en los medios estadounidenses para describir las mentiras, las invitaciones a la violencia, y las descabelladas propuestas de Trump.
Sin precedentes, el acecho de los republicanos incrustados en Capitol Hill cuya estrategia frente a Trump es un estira y afloja permanente con el único fin de salvaguardar sus propios intereses políticos.
Sin precedentes también la ominosa agenda que han hecho pública los republicanos si Clinton gana la elección: cimentar la parálisis del gobierno a la que sometieron a Obama, negándose a considerar siquiera el nombramiento de los jueces de la Suprema Corte, y la promesa de buscar su remoción, a través del famoso impeachment, aún antes de que Hillary Clinton ponga un pie en la Casa Blanca.
Muchos le han colocado también esa etiqueta al racismo que levantó la cabeza durante el gobierno de Obama, y a la misoginia de hoy (“el grotesco lenguaje sexista que se ha vuelto un lugar común”
((Anna North, New York Times, noviembre 2, 2016.
))
). Pero se equivocan: en esos temas hay muchos precedentes. No hay en la historia de los Estados Unidos un estado de pureza original libre de racismo
((Sobre esto escribí un largo artículo en Letras Libres de junio: “La democracia disfuncional”.
))
, ni en la de Occidente una página política en blanco que haya juzgado alguna vez, con neutralidad genérica absoluta, a los polític@s.
Minimizar a una mujer que se mueve en los altos círculos del poder a través de calificativos humillantes y despectivos, para los cuales no hay sinónimo en el mundo masculino ( y que, como bitch o cunt, son de difícil traducción), si tiene precedentes. Y los tiene, además, en el mundo anglosajón: en Inglaterra, la cuna de la democracia parlamentaria.
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Los insultos y las descalificaciones que ha recibido Hillary Clinton son apenas un pálido reflejo de los que acompañaron a Margaret Thatcher durante su largo gobierno. Fueron tantos, que el mito de la “malvada” Thatcher aun persiste.
Charles Moore, que acaba de publicar el segundo tomo de su Biografía de Margaret Thatcher –cuando estaba en el clímax de su poder– se vio obligado a dedicarle al tema un capítulo completo.
Si Clinton gana la elección, no tardará en aparecer una poética canción dedicada a ella como esa que escribió en 1985 la banda punk Exploited (que a diferencia de Thatcher se perdió en la basura de la historia), cuyo sofisticado estribillo decía:
“Maggie, Maggie, you cunt, Maggie, Maggie…you fucking cunt”.
Pero no sólo fue vituperada en la cultura popular, en el teatro y en el cine. Thatcher se convirtió en el eje donde convergía toda la (abismal) esnobería de la clase alta británica. Intelectuales y escritores le cobraron su poder político y su persistencia, con una batería de ataques vitriólicos que contenían una mezcla tóxica de clasismo y sexismo.
El ascenso desde las clases medias y baja, virtuoso en un hombre metido en política, se convirtió en una mancha de oprobio en el caso de Thatcher. En un país donde los modos de hablar el inglés son una prueba de identidad social, el acento de Margaret Thatcher se convirtió en el hazmerreír de las clases aristocráticas… y de quienes suspiraban por pertenecer a ellas.
Sin considerar su notable talento político, el establishment la convirtió en el epítome de la incultura. Un encasillamiento falso porque, precisamente la presión por disminuirla, la transformó (como a Clinton) en una política obsesiva que dormía cuatro horas y se preparaba hasta el agotamiento, para estar a la par con cualquiera de sus ministros u oponentes.
Repudiarla se volvió cool. Después de su muerte, Ian McEwan, el gran escritor que fue uno de sus muchos opositores esnob, declaró que odiarla nunca fue suficiente. Había que cultivar el gusto por detestarla.
Y hacerlo sin limitaciones morales. En el extremo de ese afán por demolerla prendió la idea, que se volvió casi un lugar común, de que Thatcher no era “realmente” una mujer. Esta distorsión sin asideros en la realidad, parece gozar, como otros mitos misóginos sobre Margaret Thatcher, de una una vida propia y post mortem.
Hilary Mantel, la extraordinaria novelista inglesa, justificó un cuento corto que escribió recientemente y que modifica la historia, porque narra el asesinato (ficción) de Thatcher a mediados de los ochenta, porque le resultaba intolerable. Era, afirmó Mantel, un male-impersonator. Una impostora de la masculinidad; una mala imitación de un hombre.
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Es una paradoja que el mejor camino para encontrar a la verdadera Margaret Thatcher se encuentre en los artículos y libros que escribieron quienes trabajaron con ella, inmediatamente antes o después de que dejara el poder en 1990.
Thatcher había dividido a sus colegas conservadores –los ministros que formaban parte de su gabinete y los Tories que ocupaban escaños en el Parlamente– en dos categorías. Los “secos” eran los que apoyaban abiertamente su programa de reformas económicas; los wets o “mojados” eran los que querían mantener una política de compromiso con el orden de los años cincuenta y sesenta, y criticaban las iniciativas de Thatcher dentro y fuera del Partido Conservador.
Secos y mojados fueron mucho más generosos con ella en sus memorias que la élite cultural. El mejor ejemplo es, tal vez, el libro de Jim Prior –Balance of Power– que se publicó en 1986, cuando Thatcher ocupaba todavía el 10 de Downing Street. Prior era el más mojado de los wets (resintió siempre el calificativo) y un crítico inclemente de las políticas thatcheristas.
Acompañó a regañadientes a Margaret Thatcher desde la oposición hasta el gabinete, y en unas memorias tal vez prematuras (acaba de morir) relata como veían a Thatcher sus colegas y/o contendientes –porque en un sistema parlamentario como el británico cualquier aliado de un(a) Primer Ministro puede convertirse en su peor enemigo.
A diferencia de sus críticos esnobs que la vituperaban a distancia, Prior reconoce la visión política de Thatcher, su talento, preparación y la legendaria energía y voluntad política que le permitieron ganar tres elecciones al hilo. Describe asimismo, el largo desencuentro con Margaret Thatcher y su oposición a su programa económico, hasta el final.
Hay, sin embargo, un tono de condescendencia que recorre los capítulos dedicados a Thatcher, que está ausente en la descripción de su antecesor y de todos los miembros del gabinete thatcherista. Prior se tomó medio libro antes de abordar lo que él mismo llama el “chauvinismo masculino”que esconde esa condescendencia y que Thatcher –como Hillary Clinton– tuvo que enfrentar durante toda su carrera política.
Su dureza era, en buena parte, un asunto de temperamento. El resto fue producto de la misoginia que la obligó a adoptar un estilo masculino de gobernar para cimentar su poder, y que, a excepción de su círculo más cercano, irritaba por igual a secos y mojados.
Jim Prior lo explicó así. “Una de las grandes cualidades de Margaret era su habilidad para desafiar a la gente. Se preparaba a fondo y luego procedía a demoler completamente los argumentos de sus ministros en las sesiones del gabinete o en los comités… Pocos tienen esta capacidad para desafiar. No sólo se requiere conocimiento, sino borrar la empatía, o la voluntad de entender la posición del otro”. Cuando no estaba de acuerdo, Thatcher empezaba y terminaba la discusión de un tema en una atmósfera de confrontación abierta.
No era un estilo que generara simpatía, admitió Prior, que seguramente había vivido muchas discusiones acaloradas con colegas antipáticos sin que dejaran huella. Lo que le resultaba intolerable en el caso de Margaret Thatcher era que el “que desafiaba fuera una mujer y el desafiado un hombre.” Para mí, concluyó, fue siempre muy difícil digerir esto.
Ese sustrato de prejuicios sexistas explica también por qué la campaña de Hillary Clinton ha estado marcada por el inflado escándalo de los correos que salieron de su servidor privado y no por la preparación y experiencia que tiene para llegar a la Casa Blanca. Está en la base de su inalterable compostura en los debates y de su reticencia para acabar con Trump cuando lo tenía en la lona después de que se dieron a conocer las grabaciones con sus procaces comentarios sobre las mujeres. Y es también la más probable explicación del encono que provoca Clinton entre la base dura de votantes que apoyan a Trump: hombres blancos, ignorantes y mal preparados, que son un surtidor de prejuicios.
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.