Un aspecto llamativo de los primeros días de la presidencia de Donald Trump ha sido ver cómo han surgido defensores.
En muchos casos se trata de gente que se define como crítica. Según sus propias descripciones, saben ver más allá del velo de la corrección política y del consenso “buenista”. Les preocupa la libertad. Muestran una gran perspicacia para detectar los instintos totalitarios de la izquierda. Algunos consideraban que la prohibición de fumar en bares era una invasión intolerable del Estado en la autonomía de los ciudadanos.
Explican que la victoria de Trump es el legado de Obama. Según su análisis, que a menudo no se detiene en detalles como la fidelidad del voto republicano o el estrecho margen de diferencia en estados cruciales que decantó el resultado de las elecciones, las políticas identitarias de Obama habrían sido divisivas. La principal política identitaria de Obama, sin embargo, no tiene que ver con su gestión. Tiene que ver con ser negro. Es posible que un presidente como Léon Blum “galvanizara”, por usar una palabra que escuché en una conversación sobre Trump, a los antisemitas franceses. Es posible que el hecho de que una mujer esté en un puesto ejecutivo refuerce la misoginia de sus subordinados machistas. Pero no creo que la solución sea contentar a quienes piensan así. La solución es ganarles.
Si una parte de la izquierda hace contorsiones para distinguir las medidas antiglobalizadoras de Trump de las soluciones que propone la izquierda, en una parte de la derecha se deslizan las racionalizaciones y se establecen escalas e intentos de normalización. El veto migratorio, explican, era una continuación de las políticas de Obama y también un rechazo frontal a las políticas de Obama.
Frente a lo que ha dicho la propia administración Trump, sostienen que la orden ejecutiva no pretendía impedir la entrada de musulmanes en Estados Unidos, y que por otra parte no es mala idea hacerlo. Los defensores de Trump señalan que no debemos confiar en los datos ni en lo que cuentan los medios estadounidenses, con sus periodistas enloquecidos y sus expertos partidistas (para no equivocarse es mejor creer lo que dicen ellos). Quizá, admiten algunos, haya algún elemento preocupante en la gestión de Trump. Pero, dicen, ¿no oyes rabiar a los progres? Eso es lo que importa.
Todo se interpreta según el enemigo íntimo favorito. Salvando unas distancias enormes, el mecanismo se parece al de quienes convertían a los terroristas de Al Qaeda en críticos de la globalización y el capitalismo.
Pero los progres, según esa definición, son muchos. Son, por ejemplo, como ha escrito Santiago Gerchunoff, los que han asumido los principios liberales: los valores del liberalismo económico y los valores del liberalismo político.
La política de Trump no se opone solamente a los tics más frívolos de la izquierda: se opone, sobre todo, a lo mejor de la izquierda. Algunos de los valores de quienes protestan están relacionados con la izquierda, pero muchos también tienen que ver con el respeto al Estado de derecho y con el reconocimiento de que el otro es un ser humano: con la plantilla de nuestro acuerdo de convivencia y con una decencia elemental.
Naturalmente, uno siempre puede llamar histeria al consenso de los otros. Puede que todos los demás estén equivocados. Pero también es posible que, simplemente, uno se esté comportando como un imbécil.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).