El jueves de la semana pasada publiqué en este espacio la historia de Mayra Rodríguez, una madre mexicana originaria de Guerrero que fue deportada hace un par de años, dejando a sus dos hijas en el estado de Utah. Desorientada y harta del proceso burocrático para recuperar a las niñas, Mayra intentó volver a Estados Unidos un par de veces. Fue detenida. La desesperación de Mayra tiene razón de ser. Los servicios de protección a la niñez y la corte en Utah no ven con buenos ojos que las niñas viajen a México si Mayra no puede demostrar que tiene un empleo estable y lo suficientemente sólido como para que su hija más pequeña no corra riesgos innecesarios (sufre de un problema renal). Mayra ha intentado buscar empleo en el área de Tijuana. No ha tenido éxito. Algunos le han dicho que sería mejor que volviera a Guerrero, pero ella responde que le angustia la idea de alejarse de la frontera. ¿Y quién podría culparla?
En los últimos días, trabajando un reportaje sobre el caso de Mayra y la trágica dinámica de las madres deportadas, he descubierto la complejidad del fenómeno. Entrevisté, por ejemplo, a Cecilia Saco, una trabajadora social del condado de Los Ángeles. La señora Saco reconoció que, en sitios más conservadores que California (como Utah), los padres deportados enfrentan una batalla dificilísima para recuperar a sus hijos. El asunto se complica mucho más si, como Mayra, los padres no pueden demostrar que cuentan con un empleo formal y estable. Es una exigencia que rebasa a muchos de los padres deportados. “¿Se imagina lo difícil que es para una persona recién deportada encontrar empleo?”, me preguntó Mary Galván, una de las nobles mujeres que trabajan apoyando a las madres desterradas en el Instituto Madre Assunta de Tijuana. Lo cierto es que una joven mujer deportada no tiene ni la presencia de ánimo, ni los recursos ni la guía para hacerse rápidamente de un empleo en una zona de México que le es completamente ajena. Nada de esto le importa al gobierno de EU, que alarga durante meses y a veces años el proceso de repatriación de los hijos. En algunos casos particularmente dramáticos, a los padres mexicanos se les acaba el tiempo y sus hijos resultan adoptados. Así, sin más, el sistema estadunidense les quita el solemne derecho a ejercer la paternidad.
El gobierno mexicano hace lo que puede. El DIF y la Secretaría de Relaciones Exteriores tratan de ayudar de la mejor manera a las madres que llegan todos los días, hechas un mar de lágrimas, hasta sus delegaciones en la frontera. “Lo primero que hacemos es decirles que van a recuperar a sus hijos”, comparte María del Carmen Sánchez, subprocuradora del DIF en Tijuana. Le creí, pero los detalles del proceso burocrático que enfrenta la licenciada Sánchez revela un destino mucho más complicado para los padres deportados. Para empezar, los propios migrantes indocumentados mexicanos no hacen todo lo que deberían para enfrentar con mejores argumentos una posible deportación. David Figueroa, cónsul de México en Los Ángeles, me explicó que la primera recomendación que se le hace a los jóvenes padres indocumentados es tramitar la doble nacionalidad. Sin ella, la labor del gobierno mexicano se enreda: legalmente, no es lo mismo pelear por los derechos de un mexicano que hacerlo por un ciudadano estadunidense. Parece lógico, pero pocos migrantes lo entienden. Y también es comprensible: se han acostumbrado a vivir en las sombras; la visibilidad que implican los trámites burocráticos les asusta como pocas cosas.
Al debate le sobran aristas, pero ni los padres deportados ni sus hijos merecen aguantar años para encontrar una solución al desastre de las familias rotas entre México y EU. Termino de escribir esto cuando falta una hora para el tercer debate presidencial entre Barack Obama y Mitt Romney. Sería fantástico escuchar a ambos hombres discutir las posibles soluciones al tristísimo destino de los miles de inmigrantes deportados en los últimos años. Pero me sorprendería mucho que así sucediera. Lo cierto es que, por razones que comienzan en el cinismo y terminan en la irresponsabilidad histórica, la clase política estadunidense ha decidido no hablar de estos asuntos tan incómodos. El siguiente gobierno de México debe tomar nota: el atropello a los derechos humanos de los padres deportados y sus hijos huérfanos es uno de los grandes dramas de nuestro tiempo. México les debe una solidaridad mucho más firme y productiva a mujeres como Mayra Gutiérrez.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.