El presidente López Obrador ha emitido juicios de valor sobre las elecciones en Colombia, las sanciones a la vicepresidenta de Argentina y, en las últimas semanas, sobre la situación política y jurídica del expresidente peruano Pedro Castillo, quien, tras un fallido autogolpe de Estado y subsecuente destitución, trató de llegar a la embajada mexicana para asilarse, antes de ser detenido.
El gobierno de Dina Boluarte ha reclamado la injerencia del gobierno mexicano en los asuntos domésticos del Perú, y López Obrador se limitó a buscar una salida fácil: calificar el reclamo de exageración, pues “si hay una injusticia en cualquier lugar del mundo, ni modo que no pueda uno opinar”.
Ayer, el embajador de México en Perú, Pablo Monroy, fue declarado persona non grata por el gobierno de ese país, luego de que México diera asilo a la familia de Pedro Castillo. López Obrador dijo que el gobierno peruano “está muy cuestionado por su proceder, sobre todo por optar por la represión” aunque, insistió en que él “solo ha dado a conocer su postura”.
Pero la política oficial de México, al menos en los últimos 90 años, ha sido precisamente la de no opinar de asuntos en que el país no ha sido consultado.
Las bases de la política exterior mexicana están fijadas en la Constitución. Al presidente le corresponde dirigirla, observando siete principios normativos, entre los que destacan dos: la no intervención y la autodeterminación de los pueblos. Se suele identificar a estos con la Doctrina Estrada, formulada en 1930 por Genaro Estrada Félix, canciller entre 1927 y 1932.
Los orígenes de esta posición se pueden rastrear, por lo menos, a la época de Benito Juárez, que sostuvo al respeto al derecho ajeno como condición para la paz entre las naciones. No obstante, la formulación de Estrada es mucho más modesta y se reduce a que el gobierno mexicano no reconoce (o no desconoce) a otros gobiernos, ya que la validez de un régimen es asunto interno de cada nación. Mal mirado, el planteamiento puede parecer hasta cínico: yo no juzgo para que no me juzguen. La versión internacional del none of your business.
Si bien la Doctrina Estrada se aplicó desde 1930, fue hasta 1988 que se incorporaron a la Constitución los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos, por lo que era común que los presidentes del priismo recurrieran a ellos cuando les resultaba incómodo tomar alguna posición en asuntos exteriores.
No obstante, la Doctrina Estrada no evitó que México declarara la guerra al Eje o que Luis Echeverría creara un conflicto innecesario con la comunidad judía por su condena al sionismo, para después, cobardemente, hacer que Emilio O. Rabasa, su secretario de Relaciones Exteriores, cargara con toda la culpa, aun cuando le había recomendado al presidente que no atacara al Estado de Israel.
La llegada de la alternancia democrática marcó su impronta en la política exterior. La Doctrina Estrada era cómoda para un régimen emanado de una revolución y con un partido dominante que manipulaba las elecciones. Las presidencias electas democráticamente no tenían esos problemas de origen, por lo que la no intervención se vio matizada con la defensa de los derechos humanos y la democracia, que también son principios de política exterior establecidos en la Constitución. Las presidencias panistas no vieron con buenos ojos a las dictaduras de izquierda que habían sido amigas del viejo régimen priista, como la cubana.
El talante neopriista del gobierno de López Obrador desempolvó la ideología y lemas del nacionalismo revolucionario, el populismo estatista y, por supuesto, la no intervención. Sin embargo, como Echeverría, el actual presidente tiene un manejo pendular de las relaciones exteriores: reprocha que Estados Unidos prefiera apoyar a Ucrania que a Centroamérica, pero reclama el injerencismo de su socio comercial; opina de lo que sucede en Ucrania, propone planes de paz, pero critica al país invadido; condiciona su participación en la Cumbre de las Américas a que no se excluya a Cuba, Nicaragua y Venezuela. Los últimos dislates de esa cadena fueron el comunicado conjunto de Argentina, Bolivia, Colombia y México en defensa del golpista Pedro Castillo y el trámite de asilo a ese personaje. En ninguno de los dos casos el resultado fue óptimo: el mensaje del gobierno mexicano confundió la bandera guatemalteca con la argentina y López Obrador, en un lamentable ejercicio de posverdad y propaganda, afirmó que Castillo fue víctima de acoso y de un golpe blando, en el que participaron las élites económicas y políticas peruanas, así como los medios de comunicación.
¿La Doctrina Estrada habilita a México para ser un refugio de tiranos? Existe una diferencia sustancial entre dar refugio a personas que huyen de la guerra y desolación, como ha hecho México en distintos momentos de su historia, y corromper la figura del asilo para proteger a autócratas y golpistas.
Es verdad que esta suma de principios no emite juicios de valor sobre la legitimidad de los gobiernos, pero, para su creador, eso no conllevaba que México mantuviera su representación diplomática si, conforme a nuestra idea del mundo, no era conveniente conservar esos lazos. En una frase, la Doctrina Estrada no implica la suspensión del juicio racional, sino la prudencia de no externarlo. Entre eso y el comodín que los gobiernos mexicanos utilizan para eludir temas difíciles a conveniencia, pero sí intervenir cuando resulte políticamente redituable, hay una distancia semejante a la que existe entre Juárez y Echeverría. Y, por sus obras, López Obrador está claramente más cerca del segundo.