Aún sin publicarse, los cambios realizados por López a la fórmula que establece límites de precios para las tarifas aeroportuarias ya causaron pérdidas por más de 66 mil 320 millones de pesos a los tres grupos empresariales que cotizan en la Bolsa Mexicana de Valores.
Las empresas en cuestión operan los aeropuertos mediante concesiones otorgadas por el gobierno federal mexicano, ya que, en este país, el Estado tiene amplias facultades para determinar qué actividades son de carácter estatal y, por tanto, prohibidas en principio para los particulares: en esos casos, el gobierno puede conceder a un particular que realice actividades exclusivas del Estado en nombre del gobierno. Explicado en términos más simples, la concesión hace entrar un derecho en el patrimonio del concesionario, algo muy diferente a un permiso, en el que el particular ya tiene un derecho y solo se le libera su ejercicio, que está restringido por razones de orden público.
Dado que la Constitución establece que el Estado puede definir por ley qué actividades son exclusivas de este y puede “imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público” (interés público que él mismo define), el poder ejecutivo suele creer que puede hacer lo que quiera con las concesiones y los concesionarios. Esto es falso por cinco razones: a) el único habilitado para limitar derechos en lo general es el legislador; b) la Administración solo puede concretar esas limitaciones fijadas en ley en cada caso concreto; c) las limitaciones realizadas por el ejecutivo son controlables por los tribunales, que pueden anularlas si son contra la ley; d) el interés del gobierno no equivale al interés público;
{{ Como señala puntualmente el jurista Agustín Gordillo en su Tratado de derecho administrativo y obras selectas, Tomo 2, página 283. }}
y e) los concesionarios tienen derecho al mantenimiento del equilibrio económico de la concesión, lo que implica que cualquier alteración unilateral dañina es materia de juicio.
En suma, el presidente no tiene atribución alguna para arruinar a los concesionarios con sus ocurrencias. Cualquier acto de ese tipo es ilegal y debe ser materia de corrección y reparación. Sin embargo, la tradición del nacionalismo revolucionario, esencialmente autoritaria, nunca ha entendido los límites de la Administración y, por ello, el presidente actual, como heredero de ese modelo y adalid de una supuesta Cuarta Transformación, actúa como un rey sexenal que se asume soberano, Estado y nación a la vez, no como el mero titular de la rama ejecutiva de un gobierno y, por tanto, sujeto a la Constitución, a las leyes y a los tribunales.
El poder es muy difícil de conceptualizar, las definiciones suelen describirlo por sus efectos: es cuando un sujeto hace que un tercero haga algo que voluntariamente no haría. Lo que hace el constitucionalismo democrático es ponerle controles y límites a los detentadores del poder. En México, las constituciones de los últimos 160 años han definido al ejercicio del poder público como el acto de molestar y lo que hace la ley fundamental es prohibir que se moleste, salvo cuando lo hace una autoridad facultada por la ley para ello, justificando su acto de molestia en una norma legal, que debe citar y explicar el porqué es aplicable al caso concreto. A pesar de que parezca una mera fórmula de estilo, la mayoría de los actos de la Administración que son anulados por los tribunales tienen su causa de cancelación en que el ejecutivo actuó arbitrariamente, es decir, al margen del derecho.
Y el derecho mexicano no autoriza que el presidente otorgue concesiones bajo determinados términos y luego los cambie para arruinar a los concesionarios.
Un principio que los gobiernos de corte estatista no suelen entender es que cada intervención del Estado en el mercado tiene efectos más allá de la acción concreta realizada, lo que en economía se denominan externalidades: las hay positivas y negativas. López Obrador modificó la fórmula que establece límites de precios para las tarifas aeroportuarias con la supuesta intención de beneficiar a los pasajeros, pero lo único que ha causado son daños por miles de millones de pesos y que, seguramente, estas medidas impacten en el alza de los costos de los viajes. La lección de que el gobierno no puede establecer precios por decreto parecía aprendida después de los desastres causados por Echeverría y López Portillo, pero el presidente no entiende que cada toque de su dedo causa un efecto indeseado en la economía, porque, no debe dejarse de señalar, sus decisiones suelen ser ocurrencias, sin el más mínimo criterio de diseño factible de políticas públicas.
El caso de las tarifas aeroportuarias solo confirma la necesidad de una reforma constitucional del ejecutivo que le impida dictar ocurrencias. México no se beneficia en mayor grado del nearshoring por falta de infraestructura y de certeza en los derechos: la primera requiere mayor inversión pública, la segunda solo necesita que el presidente y su gobierno dejen de meter la pata, y la mejor manera de hacerlo es no estorbando. Las ocurrencias presidenciales cuestan más que lo que intentan remediar. ~