El libro más reciente de Gabriel Zaid se titula El poder corrompe. En la portada, sobre una superficie blanca, cuelga una manzana mexicana: la hoja verde, el cuerpo rojo y la entraña blanca, revelada por la mordida. La mordida alude al sinónimo nacional de la corrupción, pero la manzana y el título sugieren algo distinto. Algo que se corrompe en el mundo natural. Y algo que se corrompe, naturalmente, en el mundo del poder.
La corrupción es lo que los mexicanos entendemos por mordida: la disposición privada del dinero público por parte de los servidores del Estado. Pero la corrupción es mucho más que eso. Para darle transparencia a esa palabra, Zaid recurre a una de sus muchas especialidades, la arqueología lingüística:
El uso de la palabra corrupción está documentado desde 1438. Viene del latín corruptio, cuya raíz indoeuropea (reup) comparte con romper, interrumpir, derrotarse (salirse de la ruta) y usurpar. Corromperse es desviarse, echarse a perder, dejar de ser lo que se es. Se dice de las cosas, de las personas y de la sociedad, del ambiente físico y el ambiente moral.
No todas las corrupciones son malas, explica: “Si los frutos no se pudren, las semillas no germinan. Si los niños no dejan de ser niños, no crecen. El español es un latín corrupto, pero no es deseable que vuelva a ser latín. La Revolución mexicana consolidó la corrupción como sistema político, pero acabó con la matazón”.
Cuando acabó la matazón, la corrupción se volvió endémica. No formaba parte del sistema -escribió Zaid en los años ochenta- era el sistema. ¿Cómo combatirla? Hasta entonces no había encontrado más límite que la discrecionalidad presidencial. En su discurso de toma de posesión, Adolfo Ruiz Cortines regañó a Miguel Alemán por los excesos de su sexenio y eligió, hasta donde se sabe, un camino de rectitud, pero nada lo obligaba a hacerlo. Por supuesto, no fue la solución.
Miguel de la Madrid proclamó como uno de sus propósitos “La renovación moral de la sociedad” y estableció un ministerio para vigilar que ocurriera. Fue otro fracaso, no porque la corrupción en México fuese cultural o invencible, sino porque la estrategia partía de una premisa equivocada: que la corrupción del poder se combate desde el poder.
La premisa correcta es otra. Zaid la desarrolla en varias partes del libro, pero cabe en una frase:
El verdadero problema de la corrupción en el poder radica en la doble personalidad de todo apoderado. Su investidura representa algo distinto de su propio ser. Así como el actor que representa a Hamlet es y no es Hamlet, todo apoderado representa intereses que son y no son los suyos. Que pueden incluso ser contrarios a los suyos.
En una democracia moderna, la representación es imprescindible. El problema comienza con “esperar que los representantes no tengan intereses o tengan los mismos intereses que sus representados”. Se trata -dice Zaid- de “un deseo piadoso, no una solución”.
En el teatro, el público agradece que el actor de Hamlet se sienta Hamlet. Pero en el teatro de la política, las consecuencias de que el actor crea que su papel de apoderado es idéntico al de su persona -y que un sector del público lo crea también- pueden ser terribles. El actor puede creerse salvador o hasta dios. Esa impostura puede romper, interrumpir, sacar de ruta, usurpar, desviar, echar a perder la vida pública. Puede permitir que deje de ser lo que es. Puede corromperla.
“El poder -dice Zaid- tiende a corromper el sentido de la realidad, por eso atrofia la razón”. Ése es, justamente, el sentido de la famosa frase de Lord Acton que inspira al libro: “el poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente”.
¿Cuál es la solución? Zaid cree que la Secretaría de la Función Pública debería suprimirse. No menciona siquiera los libros o mensajes de adoctrinamiento moral, tan inocuos como la campaña “Di no a la corrupción”. Estoy seguro que aprecia la honestidad personal del presidente, pero ese rasgo no lo exime de ser mandatario, representante. Ese otro yo, no es su yo.
Ningún poder, así parezca puro ante sí mismo y ante un sector del público, está libre de esa condición que degrada y destruye a la sociedad. La solución a la corrupción en el poder está afuera del poder:
La única solución encontrada hasta hoy es que la doble personalidad y los dobles intereses sean públicos, y que la actuación del representante esté sujeta a sus representados: a su vigilancia, aplausos y castigos.
Desvirtuar la vigilancia, alentar los aplausos, inhibir los castigos, es corromper la democracia.
Publicado en Reforma el 12/I/2020.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.