El partidismo y los principios

Por primera vez en mi experiencia, nos enfrentamos en casa a los mismos dilemas que los promotores de la democracia han afrontado en el extranjero en sociedades con problemas democráticos. El asunto no es el partidismo, sino la propia democracia.
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Hay muchos ámbitos en los que existe una fuerte norma de no partidismo. El burócrata clásico que describía Max Weber no es partidista, sino un tecnócrata neutral cuyo papel consiste en cumplir con pericia los mandatos que le dan los dirigentes políticos. Aunque la política siempre se inmiscuye en algún nivel, no queremos que la NASA, la NOAA, o la Reserva Federal tomen decisiones basándose principalmente en si va a beneficiar a un partido político u otro, ni queremos que la basura se recoja solo en los barrios demócratas y no en los republicanos (o al revés). Los funcionarios pueden ser elegidos por razones partidistas, pero en su papel de gobernador, administrador municipal o juez, se espera que abandonen sus personalidades partidistas y actúen como servidores públicos.

La propia definición de un Estado moderno gira en torno a su imparcialidad y falta de partidismo. De hecho, la confianza en el gobierno depende en gran medida de la creencia en que la maquinaria del Estado se despliega en el interés público, y no simplemente para beneficiar a un grupo político en particular.

No hace falta decir que la norma de apartidismo se ha visto gravemente erosionada en los últimos años. Las agencias de salud pública estadounidenses, como el CDC o el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, se vieron envueltas en una desagradable lucha política durante la pandemia de covid. Incluso la NOAA (National Oceanic and Atmospheric Administration) estuvo en el punto de mira presidencial por contradecir la afirmación de la Casa Blanca sobre la trayectoria de un huracán.

En prácticamente todas las demás democracias desarrolladas, la administración de las elecciones (desde la redistribución de los distritos uninominales hasta el recuento de los votos) corre a cargo de burócratas apartidistas. Por razones históricas muy arraigadas, esta función en Estados Unidos ha sido realizada por los dos partidos políticos. Muchos europeos que observan esta práctica no pueden creer que seamos tan primitivos, pero en realidad el sistema ha funcionado bastante bien hasta ahora debido a la fuerza de la norma del apartidismo. Hay funcionarios a nivel estatal que son elegidos de forma partidista, pero que cuando llevan a cabo sus funciones administrativas oficiales se comportan como burócratas imparciales. Un ejemplo de un funcionario de este tipo es Brad Raffensperger, de Georgia, que fue elegido como republicano pro-Trump, pero que como secretario de estado de Georgia supervisó unas elecciones limpias e hizo valer su legitimidad frente a las enormes presiones de Trump y sus seguidores para cambiar el recuento a favor del expresidente. Hoy en día, los republicanos desafían la norma del apartidismo en todo el tablero, y en ningún lugar con más fuerza que en el esfuerzo por poner a partidistas declarados en posiciones de poder sobre la administración electoral. Larry Diamond ha escrito en esta revista sobre la campaña sistemática para elegir a personas que niegan la validez de las elecciones de 2020 en Nevada, Pensilvania y otros estados. Eso es parte de una tendencia más amplia en la política conservadora de impugnar la imparcialidad de la burocracia en su conjunto, y de ver a los funcionarios públicos como parte de un “estado profundo” cuya lealtad primaria es partidista en su núcleo.

Al desafiar la legitimidad de las elecciones de 2020, los conservadores favorables a Trump han cruzado una línea roja hacia un territorio que no busca simplemente impugnar una preferencia política dentro de un marco ampliamente democrático, sino que pretende socavar ese marco, y por lo tanto la democracia estadounidense, en su conjunto. Como está quedando muy claro en el Comité del Congreso del 6 de enero, a Donald Trump se le dijo en repetidas ocasiones que no había pruebas serias de fraude en las elecciones y, sin embargo, ha seguido impugnando los resultados y diciendo a sus seguidores que el sistema está “amañado” y profundamente corrupto. Un grupo de conservadores ha presentado una refutación completa de las acusaciones de fraude electoral en su informe lostnotstolen.org. Al seguir impugnando la legitimidad de las elecciones, Trump carcome los propios cimientos del sistema constitucional y se adentra en un territorio abiertamente antidemocrático.

Esta postura necesariamente erosiona la norma del apartidismo en el resto de nosotros, y en cierto sentido nos obliga a volvernos partidistas. Puedo ilustrarlo con una referencia a dos organizaciones de promoción de la democracia a las que he estado afiliado, la National Endowment for Democracy (donde fui miembro de la junta directiva durante 18 años) y Freedom House (de cuya junta directiva formo parte ahora). Ambas organizaciones tratan de promover la democracia en todo el mundo, en parte reforzando la capacidad de los partidos para concurrir a elecciones democráticas. Dos de los institutos que componen la NED, el Instituto Nacional Demócrata (vinculado al Partido Demócrata) y el Instituto Republicano Internacional (vinculado a los republicanos) se crearon explícitamente para trabajar con partidos afines en países de todo el mundo y fortalecerlos.

Sin embargo, ninguna de estas organizaciones apoya a todos los partidos: los partidos que tienen un historial no democrático, o que son sospechosos de ser antidemocráticos, quedan fuera de la lista.  Así, durante la Guerra Fría, no trabajaron con los partidos comunistas francés o italiano, y en los últimos años se han mantenido alejados de grupos como los Hermanos Musulmanes en Egipto o el AKP en Turquía. El apartidismo termina, por así decirlo, en el límite de la democracia.

En los últimos años, Freedom House ha destacado el declive de la práctica democrática en Estados Unidos; su deterioro es uno de los grandes impulsores de sus mediciones globales de la democracia. En cambio, ha guardado silencio sobre cuestiones como la reciente decisión del Tribunal Supremo de anular Roe vs. Wade. Esto último ha provocado una gran y, para mí, justificada indignación, pero la decisión del Tribunal se mantiene dentro del marco del desacuerdo y la deliberación partidista permisibles. Puede no gustarnos que el SCOTUS haya adoptado una posición apoyada por una minoría de estadounidenses, pero la decisión en sí no constituye un ataque a las instituciones democráticas fundamentales. Por lo tanto, la decisión de Freedom House de guardar silencio sobre este neurálgico asunto doméstico estaba justificada, al igual que su decisión de criticar los intentos republicanos de anular las elecciones de 2020.

Mientras el Partido Republicano se mueve para respaldar la visión de Trump de las últimas elecciones y se prepara para poder manipular las próximas, ha dejado la familia de partidos que operan dentro de un marco democrático. Se puede impugnar una amplia variedad de políticas favorecidas por los republicanos y los demócratas, pero no las políticas diseñadas para debilitar deliberadamente la propia democracia.

En consecuencia, creo que es de gran importancia que los demócratas conserven el control del Congreso y de las legislaturas a nivel estatal en 2022, y que un demócrata gane las elecciones presidenciales de 2024. No digo esto por lealtad partidista, o como una cuestión de preferencia política. Los demócratas han estado dominados por el ala progresista activista del partido que sigue haciendo todo lo posible para alejar a los votantes moderados en los estados donde el resultado no está decidido de antemano. Los pésimos resultados del presidente Biden en las encuestas demuestran hasta qué punto ha sido captado por esa ala, así como las legítimas preocupaciones sobre su edad, su juicio y su vigor. El historial de la vicepresidenta Harris no sugiere que su atractivo sea mayor que el del presidente, ni que vaya a hacer un mejor trabajo que él.

La gran mayoría de los estadounidenses cree que hoy nos enfrentamos a una elección partidista normal, en la que la preferencia política y los juicios sobre las cualidades de liderazgo deberían determinar nuestro voto. Ojalá fuera cierto, pero una gran parte del Partido Republicano ha evolucionado en una dirección extremista que la sitúa fuera del ámbito de la elección democrática aceptable. Por primera vez en mi experiencia, nos enfrentamos en casa a los mismos dilemas que los promotores de la democracia han afrontado en el extranjero en sociedades con problemas democráticos.  El asunto no es el partidismo, sino la propia democracia.

Traducción de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en American Purpose.

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