Peña Nieto, a la calle

En un candidato, la apertura al diálogo es señal de confianza y fortaleza. En un político en funciones, a eso hay que sumarle la necesidad. La naturaleza misma del ejercicio de poder tiende a alejar al político de la ciudadanía.
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En 1997, la sociedad de alumnos de comunicación del Tec de Monterrey —que tuve el gusto de dirigir— convocó a los candidatos a la jefatura de Gobierno del Distrito Federal a un diálogo con los estudiantes. Recuerdo que no fue fácil. Por neutralidad, pero también por precaución, el Tec no veía con buenos ojos ser escenario de debates políticos. Eran otros tiempos: faltaban aún tres años para la alternancia. En cualquier caso, la escuela finalmente cedió y los candidatos aceptaron la invitación. Fue una experiencia memorable para todos. Todavía recuerdo a los compañeros amontonándose en los balcones; aplaudiendo o abucheando, con sabrosa libertad, a los políticos que nos visitaban. En el auditorio, aquello fue una fiesta cívica (de verdad que no exagero). Por momentos, el diálogo se volvió ríspido. Carlos Castillo Peraza tuvo una mañana particularmente espinosa. Combativo como era, Castillo respondió con firmeza todos los cuestionamientos y se enganchó gustoso con las provocaciones. Al final, salió con el rostro enrojecido y el ánimo reforzado por la dificultad. Después de la elección, recibí una nota que todavía conservo. En ella, Castillo agradecía lo vivido aquella mañana, empezando por la cercanía con los jóvenes, muchos de ellos votantes primerizos. Tras su muerte (tan prematura), algunas personas en común me confirmaron que siempre tuvo presente aquel inédito debate con los estudiantes al sur de la ciudad.

De aquello han pasado 20 años, pero las lecciones permanecen. En un candidato, la apertura al diálogo es señal de confianza y fortaleza. En un político en funciones, a eso hay que sumarle la necesidad. La naturaleza misma del ejercicio de poder tiende a alejar al político de la ciudadanía. Resulta paradójico, pero es cierto: una vez electos, los “mandatarios” rara vez voltean a escuchar a quien los manda. Los peligros de esta indiferencia son evidentes. Cuando quien gobierna se resiste al diálogo franco, corre el riesgo de perder el pulso de la sociedad y, quizá peor, de proyectar debilidad y, en un escenario de pesadilla, hasta temor. En política, como en tantas otras cosas, el que nada debe, nada teme.

Por desgracia, todo esto se le ha escapado al presidente Peña Nieto. A falta de tres años en el poder, parece empecinado en aislarse, resguardado tras las rejas de Los Pinos como un paria. La dinámica es de todos conocida. Ante las dificultades públicas, el equipo que rodea a Peña Nieto opta por cancelar la disponibilidad presidencial. Tras las pifias de la FIL, Peña Nieto rara vez volvió a exponerse a una sesión de preguntas y respuestas en las que la cultura jugara un papel. Después de la complicada visita a la Universidad Iberoamericana durante la campaña, Peña Nieto prácticamente sacó de su agenda cualquier oportunidad de diálogo con los jóvenes. Lo mismo ocurrió con las entrevistas. Difícil pensar en un político mexicano más reacio a hablar con la prensa de su país (aclaro que he entrevistado a Peña Nieto en dos ocasiones, la primera para Univision y la segunda como parte del grupo de periodistas invitados por el Fondo de Cultura Económica en agosto pasado).

¿Qué ha ocurrido? Hasta antes de la aprobación de las reformas, los asesores del presidente explicaban la ausencia de Peña Nieto en términos de cautela elemental: ¿Para qué ensuciar el proceso de negociación legislativa con un presidente protagónico? Dado el resultado de la negociación, la estrategia de comunicación parece justificada. Pero ya no más. La debilidad del gobierno mexicano y los alarmantes índices de popularidad del presidente deberían servir como aliciente para sacar a Peña Nieto del capullo y exponerlo (sí: ese es el verbo correcto) al diálogo frecuente. El presidente debe retomar el lugar que le corresponde. No es necesario ni aconsejable que se convierta en narrador en jefe de la realidad mexicana. Nadie le pide que tome el micrófono para explicar cada paso, cada acontecimiento de la vida nacional. Pero tampoco puede continuar siendo un fantasma, aterrado de lo que podría ocurrir si un día decide asomarse a la calle. Enrique Peña Nieto debería mirar más allá de los pasillos de la residencia presidencial: organizarse foros con jóvenes, dejarse entrevistar en radio y televisión, abrirse al escrutinio periodístico, abandonar el teleprompter y el protocolo (¡ay, tan priísta!), soltar por un momento la disciplina de mensaje. Aunque le vaya mal, saldrá fortalecido. En el poder, lo que cuenta es la presencia. Bien lo decía Louis Brandeis, el célebre jurista estadounidense: “La luz solar es el mejor desinfectante”.

(El Universal, 20 de abril, 2015)

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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