El Plan B de reforma electoral de López Obrador es la autopsia preliminar de un muerto en vida que sigue apestando el desarrollo democrático con el que probablemente habremos de convivir durante muchos años. Radiografía del Plan B. La reforma electoral de 2023 a examen, el estudio técnico coordinado por Javier Martín Reyes y María Marván, confirma los peores augurios de la transición hacia una democracia que quedó inacabada desde los primeros años de la alternancia por un pecado original: el exitoso cambio de régimen electoral y de partidos quedó ayuno de una reforma democrática del Estado.
El estudio examina las consecuencias nodales a las que nos lleva el aprovechamiento faccioso de los defectos de la democracia mexicana para, precisamente, revertir sus instituciones electorales unilateralmente desde el poder y restaurar un Estado autoritario idílico al que dichas instituciones estorban en la misión, puesta en palabras del presidente de la república, de “devolver a nuestra ley máxima toda la grandeza de su humanismo original” (5 de febrero 2023). Un futuro retrospectivo nos espera.
Las posibilidades de avance de las fuerzas autocráticas que nacen desde dentro de democracias jóvenes tienen como rasgo característico el uso de las nuevas reglas de acceso al poder político para desde ellas asegurar la permanencia de nichos o enclaves de ejercicio patrimonial del poder público. En esta fisura supieron acomodarse en una alianza espuria los grupos políticos expulsados del poder por la modernización económica y política del país que ha tenido lugar desde los años 90 y los últimos agrupamientos de una izquierda radical anclada política e ideológicamente en el siglo XIX. Ambos buscan su reivindicación histórica bajo la forma cadavérica de una regresión autoritaria. En ambos late y se manifiesta el mayor error de los totalitarismos del siglo XX.
Guardada toda proporción con lo que ocurre en otras democracias latinoamericanas, se trata de proyectos populistas que se definen en lo esencial por la sustitución de la autonomía individual y colectiva de los ciudadanos libres para actuar dentro de un orden legítimo, por un proyecto que implica la obediencia de todos a un solo propósito, el del líder carismático de una primera minoría que consiguió ser mayoría en la elección presidencial (y genuinamente solo en dicha elección). Lo que presenciamos es la adulteración de los principios democráticos de modo que en nombre de una mayoría (que no existió nunca en los votos para la conformación del Congreso) se quiere imponer un modo de vida que choca de frente con el pluralismo político.
El Plan B no deja ninguna duda: “la mayoría”, aduce, exige una forma política en la que solo hay un proyecto legítimo. Ese proyecto es el de un solo individuo que, a la vez, interpreta y da forma a los deseos del pueblo, y dicta las leyes que emanan de su investidura que, por supuesto, es mucho más que la de un presidente de la República y reclama órdenes de magnitud que sólo proporcionan los mitos.
Sale sobrando lo que se halla dispuesto en la Constitución y que pueda limitar el ejercicio del poder como ellos lo entienden. Los derechos humanos, el equilibrio de poderes, la integridad del voto o los procedimientos legislativos son y serán enfrentados por una voluntad fundada más en la ordenanza militar que en la legitimidad de la ley. La prueba elemental de que se trata del proyecto de un solo hombre y no de un partido político es que Morena carece de voz y personalidad aparte de la del condottiero, que no es otra cosa que un monarca con traje de presidente.
Este camino emprendido por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador tratará de desacreditar e, inclusive, podría atreverse a desacatar la resolución que eventualmente tome la Suprema Corte de Justicia de la Nación en torno al Plan B, si le es adversa. No la aceptarán o solamente lo harán entre dientes, como lo han hecho con todas y cada una de las decisiones de los tribunales a las que están obligados a someterse. Subsistirá entonces el rechazo al principio de legitimidad fundamental de la democracia, que consiste en la convivencia entre decisiones de mayoría y condiciones universales de igualdad a través del derecho.
La operación mental en que fundamentan su proyecto es vieja y conocida: arguyen que la desigualdad social está disfrazada con igualdad jurídica; que este es el mecanismo inefable de una lógica superior a la conciencia humana que la deforma y envilece. Por consiguiente, es preciso eliminar este disfraz y hacer que los desiguales desfavorecidos se impongan a los favorecidos a través de su vanguardia, que es su conciencia verdadera. Empero, no son los desfavorecidos los que pretenden imponerse, sino una vanguardia que habla en su nombre y necesita del recurso a ese pseudoargumento para hacerse del poder estatal. La secuela que prolonga este sofisma convertido en poder político es también muy conocida: se crea una casta gobernante que no estará sujeta a ninguna norma que permita su control o su remoción pacífica cuando la ciudadanía así lo demande.
El Plan B es una rotunda negativa al derecho como forma de construir la comunidad política. A sabiendas o por mimetismo ideológico, el proyecto al que quiere darse naturalidad electoral mediante la destrucción de la autonomía del INE abreva en la fuente del mayor fracaso del siglo XX, que Jürgen Habermas describe como el diseño y aplicación, violenta si es necesario, una forma de vida concreta.
De ahí la patente inconstitucionalidad de la reforma, por donde se la mire. De las innumerables ofensas constitucionales que contiene el Plan B, resalto la que me parece su mayor afrenta: la violación del procedimiento legislativo. Como bien lo señalan los autores del informe, “se violó el proceso legislativo al anular el proceso de deliberación”, pues se impidió que “todas las personas integrantes del poder legislativo y la sociedad misma (tuvieran) la oportunidad de conocer el proyecto, suficiente tiempo para su análisis, recibir retroalimentación del público y de personas interesadas o expertas, participar en las distintas etapas de la discusión y que la voz y el voto de los legisladores sean respetados. Cuando el procedimiento no cumple con estos mínimos estándares el pacto fundamental del modelo de representación política se quiebra” (p. 21). Al conceder a la iniciativa “trámite de urgente resolución”, dispensando su debate en comisiones y llevándola apresuradamente al pleno, se obtuvo una resolución mayoritaria que saltó el debido proceso legislativo.
Este debido proceso legislativo es a la democracia representativa lo que el debido proceso es a la integridad individual: su violación equivale a un linchamiento y, por consiguiente, es nugatorio de justicia. En la Carta Magna de 1215 tenemos uno de los antecedentes del debido proceso contemporáneo: “Ningún hombre libre será apresado o (y) encarcelado o desposeído o exiliado o de cualquier manera destruido […] excepto por el juicio legal de sus pares o (y) por la ley del país”. Lo mismo debe afirmarse hoy respecto del debido proceso en todos los poderes del Estado. Si nos van a decir que esto es asunto de los ingleses, negarán la universalidad de los derechos humanos con el plumazo de una tinterillada aldeana, de las que hoy abundan en la pseudomayoría parlamentaria.
De acuerdo con el informe, existen los antecedentes y la jurisprudencia suficientes para que el tribunal constitucional rechace el decreto obtenido mediante este linchamiento legislativo. También debería reiterar la ya establecida improcedencia de legislar al vapor para desmantelar impúdicamente los derechos políticos tan penosamente conseguidos a lo largo de décadas de lucha por la democracia.
Debe ganarse esta batalla política contra la restauración autoritaria. Es imprescindible mantener la estructura electoral que permite el voto libre, las elecciones competitivas, la formación de partidos políticos, el libre flujo de la opinión política y el derecho a su transformación en actos y políticas de gobierno democráticos. Por lo demás, es necesario aprender la lección de este y otros episodios que nos ha traído un gobierno autoritario que pretende estar más allá de la Constitución. El haber garantizado reglas justas de acceso al poder no es garantía de que todos los jugadores sean demócratas. Lo estamos experimentando en carne propia.
Durante al menos cuarenta años tuvieron lugar cambios periódicos en el sistema electoral. En los tiempos recientes, de la primera alternancia en adelante, estos cambios ya no fueron realizados por el acuerdo entre un partido-gobierno todopoderoso (el PRI) y otros partidos en condiciones de subordinación forzada, sino entre pares del juego. Antes o después de cada campeonato, los partidos reclamaban cambios para hacer más fina y sofisticada la institución electoral, gracias a la profunda desconfianza entre ellos. Siempre había que anticipar (y prevenir) las jugadas ilegales –dadas por seguras– de los demás. Ninguno tenía mayorías estables o apabullantes o bien las podía perder, así que dependían de su fuerza propia y de la voluntad de negociación de los demás en un juego equitativo en el que ellos eran los principales dueños del tablero.
Mientras tanto, los gobiernos gobernaron, sobre todo en el marco del antiguo despotismo, y la sociedad se conformó con este juego. La centralidad que adquirió el reformismo del régimen político generó un solipsismo que impedía que los actores políticos trascendieran hacia la reforma del Estado. Esta reforma era y es indispensable para que este adquiera las características democráticas de las que aún carece y que lo capaciten para dar cabida a la ciudadanía en las decisiones públicas. Este déficit de estatalidad es un mal observable en el surgimiento de las autocracias que han aparecido en las democracias nuevas, y en México se manifiesta con la dificultad de alterar prácticas de las élites gobernantes que vienen de siglos atrás y, sobre todo, del formato del presidencialismo de partido hegemónico.
Para que el juego democrático sea el único que se juega en la política nacional, se requiere de un Estado que garantice que el poder está controlado no únicamente por el voto –control que se quiere eliminar ahora–, sino por las reglas que fiscalizan a quienes lo ejercen a través del gobierno y estipulan la debida relación entre representantes y representados.
Este es el cambio de paradigma político al que ahora, en las peores circunstancias –y precisamente a causa de ellas–, debemos atender con la exigencia al tribunal constitucional de defender la integridad constitucional de la institución electoral y con la movilización de la ciudadanía democrática.
Si la prueba es superada, la lección aprendida es que debemos poner un “nunca más” al poder arbitrario de los gobernantes en turno. ~
Texto leído en la presentación del informe técnico Radiografía del Plan B. La reforma electoral de 2023 a examen, coordinado por Javier Martín Reyes y María Marván, en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM el 2 de marzo de 2023.
es politólogo y académico, dedicado a investigar la democracia, el Estado, los derechos humanos y la teoría de la política