Foto: ProtoplasmaKid, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons

Última llamada antes de la debacle electoral

Sin debate técnico ni consenso político, el llamado plan B de reforma electoral avanza. Este texto reúne ejemplos concretos de los muchos impactos negativos que tendrá en el ejercicio del derecho al voto.
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Mucho se ha dicho sobre las implicaciones que tendría la inminente aprobación del denominado plan B para reformar la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales. Un plan que no es otra cosa que el desmembramiento premeditado, a cargo del  gobierno “más democrático de la historia”, del Instituto Nacional Electoral, una estructura organizacional perfeccionada durante 30 años de experiencia. Todo disfrazado de una falsa austeridad. Sin debate técnico, sin consenso político, sin un diagnóstico operativo y con una buena dosis de populismo justiciero para ajustar cuentas con un árbitro autónomo, la reforma va. O al menos eso parece.

Expongo a continuación cinco ejemplos concretos de los muchos impactos negativos que el plan B tendrá en el ejercicio de nuestro derecho al voto.

Primero, el plan B desaparece de un plumazo 300 juntas ejecutivas distritales integradas por cinco vocales y las reduce a una oficina auxiliar a cargo de una sola persona. Eso significa que una sola persona deberá atender las tareas de organización, capacitación, y registro federal de electores de una población de 374,455 personas que, se estima, habitan en promedio en cada distrito electoral federal. 1,200 personas serían despedidas del INE de un plumazo. ¿En beneficio de qué? ¿Ahorrarles a los contribuyentes el pago de sus salarios? Es casi tan descabellado como despedir al 80% de la plantilla laboral de un hospital argumentando un ahorro sin mirar el consecuente riesgo para la atención a sus pacientes.

Segundo, se imponen plazos más cortos para que, en cada proceso electoral, el INE contacte a más de 12 millones de personas de entre las cuales deben ser elegidos los 1.4 millones de funcionarios requeridos para instalar las casillas el día de la elección. Tan solo a nivel distrital se instalan 550 casillas, para lo que se necesitan 40 mil ciudadanos capacitados por el personal del INE. Si no se alcanzan estas metas de capacitación, se corre el riesgo de que las casillas no sean instaladas por falta de funcionarios.

Tercero, nuevamente bajo el argumento del ahorro, los 853 módulos en donde se tramitan las credenciales para votar dejarían de pagar una renta, para ser alojados en oficinas del gobierno. Eso significa que iremos a tramitar nuestra INE a espacios que habrán perdido su autonomía física frente al gobierno –como la que tienen los módulos al día de hoy– y quedarán supeditados a una estructura presupuestal y cadena de mando ajena a la del Instituto. Peor aún, con ello quedarán comprometidas la seguridad del equipo y las herramientas registrales que hoy hacen de “la INE” una de las credenciales más seguras y confiables expedidas por una institución autónoma del estado mexicano.

Cuarto, la reforma plantea una drástica disminución de 84.6% de las plazas del Servicio Profesional Electoral Nacional (SPEN), dejando en la calle a 1,564 personas que son, en los hechos, quienes saben hacer elecciones en México. Dejarían sus plazas a trabajadores eventuales contratados de emergencia y sin los controles de rigor que hoy hacen de los integrantes del SPEN algunos de los servidores públicos mejor capacitados.

Quinto, la Ley General de Comunicación Social, también aprobada por mayoría y sin consenso, permite ahora a los funcionarios públicos hacer libremente propaganda a favor de su partido o promover sus propias aspiraciones políticas, siempre y cuando no usen recursos públicos etiquetados como comunicación social. Eso no incluye, claro está, todos los demás rubros del presupuesto, que se podrán destinar a estos fines o la utilización “gratuita” de su imagen en entrevistas a modo con influencers en redes sociales o programas de radio y televisión para, so pretexto de una libertad de expresión sin límites, seguir haciendo campaña de manera permanente.

Visto desde la lógica actual del gobierno morenista, estos esfuerzos podrían darles una apetitosa ventaja frente a quienes están en la oposición. Sin embargo, Morena está perdiendo de vista un tema fundamental. El fiel de la balanza que hoy vive en Palacio Nacional comenzará a perder poder a medida que se aproxime su relevo. Quien actualmente arbitra las disputas al interior de Morena será cada vez más incapaz de controlar la voracidad de sus simpatizantes. Sin reglas claras del juego electoral, será muy difícil garantizar la transición pacífica del poder, empezando por el choque de aspiraciones políticas entre morenistas.

Pensemos solamente en las implicaciones políticas de ir al proceso electoral de 2024 –en el que confluyen una elección presidencial, nueve de gobernadores, la renovación de ambas Cámaras del Congreso (ahora con posibilidad de reelección) y de 30 legislaturas locales– con una autoridad electoral disminuida operativamente. En verdad, están apostando por desestabilizar políticamente al país a cambio de “someter” a una autoridad electoral “rebelde” ante los ojos del presidente.

El senado morenista todavía puede hacer algo para salvaguardar la estabilidad política después del 2024. ¿A quién le van a dar las llaves para decidir el futuro de sus propias aspiraciones? ¿A los tribunales, a la violencia en las calles o a los electores en las urnas? Con las reglas planteadas por el plan B no habrá manera de administrar política ni jurídicamente la lucha por el poder político en México. Empezando, desde ahora, por atemperar las ambiciones de quienes ya se consideran propietarios exclusivos del poder. ~

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es investigador del CEIICH-UNAM y especialista en comunicación política.


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