Un jueves gris de mediados de marzo el gobierno polaco derruyó un monumento de piedra en un pequeño pueblo llamado Jedwabne. Recordaba el martirio de los 1,600 judíos que lo habitaban en 1941, asesinados decía la inscripción del monumento "por la Gestapo de Hitler y la gendarmería" alemana. Bajo su sombra habían vivido en Jedwabne tres generaciones de polacos afectados, como muchos otros de sus conciudadanos, de una conveniente amnesia. Nadie había vuelto a hablar de la masacre, ni en ese pequeño pueblo, ni en ninguna otra parte, hasta que Jan T. Gross, un profesor norteamericano, publicó en mayo del año pasado, en polaco, un libro que apareció en inglés en abril de 2001. Se llama Vecinos: la destrucción de la comunidad judía en Jedwabne. El libro debió haber sido un recuento más de los horrores nazis; contiene, por el contrario, el relato pormenorizado de la matanza de casi dos mil judíos el 10 de julio de 1941, a manos de sus vecinos polacos.
Polonia no es el único país que ha vivido desde el fin de la Segunda Guerra como una nación victimada. Austria y Japón han asumido, con mucha menos justificación, una mentalidad similar que ha encarnado en una cultura colectiva del engaño. En Austria la mentira empezó a resquebrajarse con el triunfo del partido racista de Haider; en Japón lo que se ha fortalecido es un revisionismo de derecha que afirma, entre otras cosas, que la matanza de Nanjing es un invento del gobierno chino. El caso polaco es diferente. En primer término, porque Polonia fue, a diferencia de Austria y Japón, un país victimado por los nazis, primero, y por los soviéticos, después de 1945. Y en segundo lugar porque, en contraste con la cooperación austriaca con Hitler y las atrocidades japonesas en China, la conducta de los polacos con los judíos fue ambigua y paradójica. El antisemitismo polaco empujó a muchos a perseguir a los judíos o a guardar silencio frente al Holocausto. A la vez, una tradición heroica y humanitaria llevó a otros, los menos, a proteger a los perseguidos poniendo en riesgo su propia vida. El problema, eje del libro de Gross, es que Polonia se ha refugiado en la conducta de los segundos olvidando el silencio y la complicidad de los primeros.
No sorprende, en consecuencia, que el…
No sorprende, en consecuencia, que el libro haya desatado una verdadera tormenta que culminó en la destrucción del monumento de Jedwabne. Lo que el debate no logrará es destruir también el muro de silencio y mentira que ha ocultado al racismo polaco. Un largo artículo de Adam Michnik aparecido en The New York Times (marzo 17, 2001) es una prueba inmejorable. Michnik tiene credenciales óptimas para escribir sobre el tema: es polaco y es de ascendencia judía, y tiene una larga historia de disidencia que culminó en su participación en Solidaridad y en la fundación del diario Gazeta Wyborcza, la conciencia de la nueva Polonia. Es significativo que el periódico haya guardado absoluto silencio frente al libro de Gross por largos meses. Y más elocuente aún la argumentación de Michnik. Abre su artículo recordando la destrucción física y humana provocada por los nazis; arguye que "el terror estalinista apagó cualquier posibilidad de discutir públicamente lo que había sucedido en la guerra, el Holocausto y el antisemitismo"; subraya el heroísmo de aquellos que ayudaron a los judíos, y concluye asumiendo una responsabilidad sin culpa. Responsabilidad porque se ocultó la verdad de un crimen odioso y porque la mentira se repitió hasta el cansancio. Y responsabilidad porque "por miedo a descubrir la terrible verdad sobre el destino de los judíos", aun él, un desenmascarador profesional de asesinos y dictadores, jamás se preguntó por el papel de los polacos en el Holocausto.
Lo que Adam Michnik no puede encarar es que en su defensa repite los argumentos que han sustentado la mentira y condena involuntariamente a los polacos. Si Michnik, a cuya trayectoria intachable habría que sumar que perdió a gran parte de su familia en los campos nazis, no quiso ver nunca lo que habían hecho los polacos frente a los judíos durante la Segunda Guerra, la gran mayoría de los polacos no judíos difícilmente podrán enfrentar la verdad que develó Gross. Además, quien echa tierra de silencio sobre la conducta de los polacos que asesinaron a sus vecinos judíos se convierte automáticamente en su cómplice. Por último, hay una omisión terrible y elocuente en el largo artículo de Michnik que fortalece la mentira y deja al descubierto la cara oscura de la cultura política polaca: no hay una sola mención al antisemitismo polaco de hoy. Un racismo que pinta esvásticas y lemas nazis en la puerta de la casa de Marek Edelman, el único sobreviviente del gueto de Varsovia, que afirmó alguna vez que el racismo polaco es una variante especialmente patológica: "un antisemitismo sin judíos".
La distorsión de la verdad obstaculiza aún hoy una cooperación cercana entre Japón y China; el ascenso político de Haider estuvo a punto de costarle a Austria su pertenencia a la Unión Europea. Polonia no ha enfrentado la cara oscura de su historia. No se ha vacunado en contra de la aparición de un Haider nativo que use la reserva de xenofobia que persiste en el país, y hay que recordar que en un país sin memoria, quien la llena gana el futuro. –
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.