La pandemia de la covid-19 ha causado la muerte de más de 155 mil personas en Brasil. Esto se debe, en gran parte, a la irresponsabilidad del gobierno, que aboga constantemente por el abierto desprecio de las normas de la OMS, por la vuelta a una “normalidad” imposible y por la defensa de tratamientos como la cloroquina, cuya eficacia no ha sido probada científicamente.
Además, el gobierno de Bolsonaro se ha visto sacudido por casos de corrupción que afectan a su familia (desde sus hijos hasta la primera dama), por denuncias de malversación de fondos públicos para financiar sitios de noticias falsas y con contenidos ilegales (como los juegos de azar), cuya investigación está siendo llevada a cabo por la Oficina del Fiscal Federal (MPF), y por otra investigación, a cargo de la Suprema Corte, de una red de blogueros y simpatizantes que, junto con uno de sus hijos, es responsable de la promoción de noticias falsas a gran escala.
Sin embargo, para sorpresa de muchos, su popularidad sigue creciendo, como muestran recientes encuestas de opinión. ¿Por qué? Entre otras razones, porque Bolsonaro navega sobre la ola de la ayuda de emergencia para los más pobres que fue aprobada por el Congreso (a pesar de su oposición a la medida y de que su ministro de economía advierte constantemente de la imposibilidad de mantenerla por más tiempo) y cuenta con el apoyo de una población conservadora influenciada (o más bien bombardeada) por las noticias falsas en los medios sociales. El conservadurismo de la población brasileña es algo que escapa constantemente a los análisis de los principales intelectuales de izquierda.
Bolsonaro no está solo, forma parte de una alianza (informal) mundial de extrema derecha. No es una sorpresa que a menudo imite las políticas y los discursos de Trump y que sus acciones también resuenen entre otros líderes de extrema derecha.
Desde que asumió el cargo de presidente, Bolsonaro ha llenado su gobierno con representantes del conservadurismo y el fundamentalismo cristiano, así como con ideólogos y conspiradores de extrema derecha. En el ministerio de los derechos humanos y de la mujer nombró a Damares Alves, una importante líder fundamentalista evangélica contraria a los intereses de las mujeres y las minorías. En Relaciones Exteriores, el canciller Ernesto Araújo ya comparó a Bolsonaro con Jesucristo y cree que está en una cruzada cristiana mundial –a pesar de la unión puntual de Brasil con los países islámicos en organizaciones multilaterales con el objetivo de negar los derechos de las minorías. Filipe Martins, asesor especial de la Presidencia de la República para Asuntos Internacionales, es conocido por reproducir eslóganes nazis en las redes sociales. En el ámbito de la salud, sucesivos ministros terminaron abandonando el cargo por negarse a hacer caso omiso de las normas adoptadas internacionalmente para el control de la pandemia. Hoy en día ese puesto lo ocupa un general, como varios otros cargos de confianza que fueron entregados a los militares como una forma de mantener al ejército cerca del presidente, él mismo un excapitán.
Estos ejemplos ilustran el carácter de extrema derecha del gobierno y también explican parte de su éxito. El gobierno se sitúa cerca del público evangélico y religioso fundamentalista, con lo que se garantiza también el apoyo de los líderes de este medio, que tienen mucha fuerza en la periferia y una presencia masiva en la radio y la televisión. Además, saca provecho de las teorías de conspiración sobre la pandemia de covid-19 (todo sería culpa de China, los comunistas, un intento de desestabilizar Brasil, una forma de destruir la economía de los países cristianos, etc.) difundidas a través de una amplia red de noticias falsas con raíces en el propio palacio del presidente.
El gobierno también aprovecha la imagen del ejército (que es bien evaluado por la población y considerado una institución confiable) llenando sus filas con personal militar de alto rango, así como buscando, a través de su política exterior de alineamiento con Estados Unidos, mostrar a los votantes que está cerca de la mayor potencia del mundo y que, con esto, el país se beneficiará, a pesar de las abundantes evidencias de que ocurre exactamente lo contrario, y de que Brasil estaría sufriendo derrotas diplomáticas para beneficiar a Trump, en algo que en cualquier otro país se considerarían actos de traición.
Pero sobre todo, Bolsonaro garantiza el crecimiento de su popularidad con la ayuda de emergencia de 600 reales (unos 100 dólares) al mes, a la que se opuso inicialmente, pero que se convirtió en su mayor arma para permanecer en el poder. Si bien el Congreso aprobó la ayuda pasando por encima del gobierno, Bolsonaro pudo capitalizar la ayuda y hoy se ha convertido en un defensor de la misma, incluso luchando de frente con su ministro de economía, Paulo Guedes, un fundamentalista del mercado, exigiendo la continuidad de la ayuda de todos modos. Guedes se queja de que el país no puede seguir pagando la ayuda indefinidamente, mucho menos en la cantidad actual, pero Bolsonaro entendió que distribuir dinero es la mejor manera de mantenerse en el poder y buscar una reelección tranquila, algo que Lula da Silva entendió hace años al crear y mantener el Bolsa Família, un programa de asistencia consistente en la transferencia de efectivo para familias de bajos ingresos.
Bolsonaro planeó su propio programa social, Renda Brasil, para reemplazar al Bolsa Família y como una forma de hacer de la ayuda de emergencia un programa fijo. Pero frente a la disputa con su ministro de economía –que abogó por el congelamiento de las pensiones, además de impopulares recortes de gastos para garantizar el programa–, Bolsonaro dio marcha atrás, y aparentemente trata de equilibrar sus convicciones con la necesidad política de mantener la ayuda de emergencia. Mientras intenta asegurar su continuidad, siempre advierte que no es posible mantenerla indefinidamente –hasta ahora hay una garantía de pago hasta enero con el valor reducido de 300 reales.
Es a través del estómago que se garantiza el poder en un país donde el hambre es una realidad, y más aún durante una pandemia en la que miles, si no millones, han perdido sus empleos y sus fuentes de ingresos. Sin embargo, los intelectuales de izquierda se muestran incrédulos del hecho de que la popularidad de Bolsonaro está creciendo no solo en general, sino también en la región noreste, el bastión del Partido de los Trabajadores y de Lula. Tratan de encontrar explicaciones, pero no las encuentran.
Para ellos, de un día para otro el noreste pasó de ser el bastión del progresismo al pozo del atraso. Pero sus habitantes no han cambiado en absoluto su forma de pensar, solo encontraron un político capaz de responder inmediatamente a sus deseos y necesidades.
El noreste de Brasil es históricamente una de las regiones más pobres del país, por lo que su población ha sido una de las más beneficiadas por la Bolsa Família. Lula viene de esta región y también sabía cómo conectar y decir exactamente lo que la población local quería escuchar. La región también recibió muchas inversiones de desarrollo durante la administración de Lula y la primera administración de Dilma Rousseff. Pronto se convirtió en un bastión del PT con la elección de gobernadores del partido o de aliados. El problema, como vemos hoy, es que ese apoyo no era ideológico.
Durante muchos años el PT no solo se acercó, sino que también dio más poder y espacio a los líderes evangélicos conservadores, así como defendió sus medidas para aumentar los ingresos, pero sin incluir ni una noción de ciudadanía y participación popular. Pensaban que los votos que recibían, en particular de los más pobres, no reflejarían solo una gratitud momentánea, sino un verdadero reajuste ideológico de la población.
Bolsonaro, en ese sentido, es mucho más pragmático. Su discurso conservador (y, por qué no decirlo, fascista) tiene eco en gran parte del país. Si había tal cinturón rojo en el nordeste era menos por repudio a su discurso y más por el recuerdo persistente de días de abundancia. Al final, el discurso de Bolsonaro tiene mucho más que ver con lo que piensa el grueso de la población que el progresismo suavizado del PT. Como Brian Winter señaló en reciente artículo para la revista Foreign Policy, Brasil es un país conservador –una declaración apoyada– por datos e investigaciones – y hay seguramente una correspondencia de valores entre Bolsonaro y buena parte de la población.
Estos intelectuales de izquierda piensan que la gente del nordeste votó a Lula porque compartía su ideología. Nada más lejos de la realidad. La idea de un nordeste progresista es algo que piensan los que jamás han puesto un pie allí o simplemente decidieron hacerse sordos y locos. Si el lulismo todavía era fuerte en el noreste, era sólo por el recuerdo de los estómagos llenos. Y nada más. El problema para los llamados progresistas que todavía están atascados en el lulismo es que la memoria no llena los estómagos.
Bolsonaro tardó mucho tiempo, pero comprendió cómo se ganan votos, y comenzó a defender e incluso a llamarse a sí mismo el autor de la ayuda de emergencia. Y esa puede ser su carta de triunfo para la reelección, si es capaz de mantener la ayuda a pesar de todas las predicciones catastróficas de su ministro de economía.
Si sabe jugar sus cartas, Bolsonaro tiene la oportunidad de reelegirse en 2022, incluso con los miles de muertes por coronavirus a sus espaldas, con la gigantesca crisis económica y las acusaciones de corrupción que involucran a sus aliados y a su familia. Mientras sea capaz de mantener el estómago de los votantes lleno, su aprobación tenderá a aumentar. El hecho es que Bolsonaro parece jugar al juego del “muerde y sopla”, como decimos en Brasil. En un momento parece defender con fuerza la continuidad de la ayuda de emergencia, como una forma de garantizar el apoyo de la población, y en otro momento parece retroceder y ceder ante el mercado, afirmando que la ayuda no dura. Por el momento es imposible saber qué decisión tomará finalmente.
Al final, en este momento, Bolsonaro es su único enemigo: la izquierda no tiene liderazgo ni proyecto, y la derecha liberal aún no ha sido capaz de entender de qué juego se trata. El futuro no parece brillante para Brasil.
es periodista. Ha publicado en DW, Al Jazeera, Undark, The Washington Post, Business Insider, Remezcla, entre otros medios. Es doctor en derechos humanos por la Universidad de Deusto.