Foto: paz.ca, CC BY 2.0 , via Wikimedia Commons

Berlusconi soy yo

Berlusconi supo traducir en espejismos las aspiraciones de una Italia cansada de las querellas del siglo XX. Ahora el país carga con su legado: una derecha más intolerante y retrógrada.
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Silvio Berlusconi (1937-2023) ha muerto. ¿Será posible? A lo largo de demasiadas décadas los italianos hemos vivido, muy a nuestro pesar, bajo su incómoda, equívoca e impredecible sombra, en contra o a favor de él.

Su herencia será entregada –como es debido– a sus hijos y a sus nietos, me imagino; de su legado político, en cambio, tendremos que hacernos cargo todos nosotros. La suya fue, inevitablemente, una historia de éxito, pero no se trató de una simple comedia “a la italiana”, sino de un experimento global, dotado de un alcance que todavía no hemos sido capaces de medir del todo: Berlusconi fue el primero en llevar a la derecha –a todas las derechas, de la posfascista a la independentista– al gobierno. Su centroderecha con tintes menos liberales que populistas y sus engorrosos aliados marcaron el compás de la historia italiana reciente –la de una república surgida de las cenizas del fascismo y de los ideales del antifascismo, mas dominada durante medio siglo por la democracia cristiana– y abrieron el camino, mucho me temo, a la avalancha que se nos viene encima.

A comienzos de 1994, cuando decidió entrar en política (o, como dijo él, “se echó al ruedo”), ninguno de nosotros, jóvenes, inocentes y altaneros estudiantes de izquierda, hubiera apostado una sola moneda por su victoria. Fuimos desmentidos en marzo del mismo año, ante la clara derrota de la coalición de los apodados “Progresistas” y el regreso de los ya presentables posfascistas y de las derechas en general, quienes habían logrado sacar provecho, a diferencia de nosotros, de la larga travesía en el desierto democristiano y en los veleidosos conatos protestatarios de los años 60 y 70.

Tal cataclismo político –traumático para la minoría y gozoso para la mayoría de los italianos (incluido mi envalentonado abuelo materno, aún fascista)– derivaba, creo, de un malestar antes antropológico que ideológico: la eterna y fluida clase media italiana estaba cansada y, al abrazar los argumentos del antipolítico Silvio Berlusconi, manifestaba su rechazo hacia el siglo XX, hacia sus irresolubles querellas y sus interminables conflictos. El antiguo constructor de los centros residenciales Milano 2 y Milano 3 (dados los intrincados vericuetos judiciales, nadie podría hoy en día establecer el auténtico origen del dudoso capital que financió aquellas primeras aventuras), el flamante editor y dueño de la mayor cadena de televisión privada italiana se había echado al ruedo para reparar la “empresa-Italia”, pues solamente un empresario hubiera podido hacerlo, tomando el relevo de una anacrónica clase política.

No le faltaba razón, naturalmente. Pero no se dio cuenta, en ese momento, del hecho de que estaba encarnando otra máscara de la italianidad, con sus guiños, sus bromas y su irremediable falta de ética civil. Unas semanas antes de las elecciones de 1994 había enviado por correo a todos (¡pero a todos!) los electores italianos su autobiografía, impresa en papel couché y titulada –ça va sans direHistoria de un italiano, si bien recuerdo. El arrojo y el desparpajo, un poco bochornosos, que la contraseñaban, más propios del patrón del AC Milan que de un presidente del gobierno in pectore, revelaban tanto sus virtudes como sus vicios, es decir, la aptitud, en una época postideológica, para hablarle a su público, para traducir sus aspiraciones en espejismos y para convertir la política en un inexhausto ejercicio de escapismo.

Hay que decir que en esto fue el mejor, ninguno de sus discípulos –tanto de derecha como de izquierda, y por allí hay muchos– podría llegar nunca a la altura del maestro. Logró sortear un mayúsculo conflicto de intereses (¡poseía la mayor corporación de medios de comunicación de masas y fue, a la vez, presidente del gobierno, o bien líder del principal partido de oposición!), tuvo un inmejorable equipo de abogados y un sinfín de acompañantes, entre escándalos y cumbres internacionales, entre campechanería, exhibición de lujos churriguerescos y trasplantes de pelo.

Digamos que entendió antes que cualquier otro, al menos en Italia, que el tiempo de las cariátides –honestas o corruptas, democristianas, socialistas o comunistas– se había acabado, que la riqueza advenediza ya no carecía de valor y que, en el fondo, todos deseábamos lo mismo: ser como él. Después de Casanova, Armani y Versace, el mundo descubría a otro italiano, risueño, afable y descarado: ¿no es este, de cierta forma, el paradigma de nuestro carácter nacional (como historia y, sobre todo, como invención, tal como afirmaría Giulio Bollati)?

Al fin y al cabo, Silvio Berlusconi nos enseñó que los jueces son un “cáncer” y que, de todas formas, son todos “comunistas”. Nos enseñó, además, que en una empresa contemporánea los empleados pueden, o deben, transformarse en agitprop de partido; que el populismo es el medio y el capitalismo salvaje es el mensaje, o viceversa; que Benito Mussolini “no era precisamente un dictador”; que él estaba combatiendo “el comunismo, así como Churchill había combatido el nazismo” (como su querido amigo Putin, en realidad); que Obama “estaba bronceado”; que las mujeres, a ciertos niveles, son una especie de bien intercambiable; que los italianos parecemos condenados a un destino hecho de chanzas, marrullerías y estereotipos (¡y de gestos cinematográficos!).

Berlusconi, en fin, nos demostró que el populismo, como cualquier plaga, se difunde por doquier. Nunca quiso limitar su crecimiento, ni siquiera en noviembre de 2011, cuando, en un acto de supuesta responsabilidad, tuvo que dimitir por las presiones internacionales. No puede existir un balance definitivo para personas tan llenas de vida, que hicieron bastante daño y, ojalá, algo de bien. Algún día, si este mundo no se acaba pronto, llegará otro Stendhal dispuesto a contar nuestras miserias y nuestras andanzas, las suyas, ante todo.

Por lo demás, el partido que fundó está a punto de ser engullido por una derecha mucho más intolerante y retrógrada, la de Giorgia Meloni y del pacto infernal entre Vox y los populares europeos. Berlusconi la creó, en cierta forma, aunque no les guste a todos sus secuaces: la normalización de la ultraderecha era, y es, el precio que había que pagar para seguir manteniendo la hegemonía infracultural en el imaginario de los espectadores y en el esparcimiento de los electores. ~

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(Padua, 1974) es ensayista y editor italiano residente en México.


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