Todas las teorías conspiratorias son falsas. Por eso es difícil creer la tesis central de Pity the Billionaire, el libro que acaba de publicar Thomas Frank sobre la política estadounidense. Frank pretende demostrar que el renacimiento de la derecha de las cenizas que dejó el gobierno de George W. Bush, fue producto de una astuta y visionaria conjura republicana para desvanecer el legado de Bush de la memoria colectiva y pasar la cuenta de los males que aquejan a Estados Unidos al presidente Obama.
Probablemente, los dueños de algunos medios como Fox News que le dieron tiempo aire a merolicos como Glenn Beck, capaces de decir cualquier cosa, acertaron al pensar que la retórica catastrofista de Beck y compañía –que abrigaba siempre un grano de verdad (el anzuelo perfecto para atrapar a los ignorantes)– sumada a los efectos de la crisis económica, contribuiría a transformar la atmósfera política. No se equivocaron. Pero de ahí a creer en una estrategia republicana perfectamente planeada con una visión de largo plazo, hay un abismo. Lo que sí es indiscutible es el inesperado fortalecimiento de la derecha republicana, que sucedió tal y como lo describe Frank.
El renovado conservadurismo estadounidense de hoy le debe mucho a la naturaleza de la crisis del 2008. Los manejos de los altos financieros de Wall Street que la provocaron, aprovechando la ausencia de regulaciones sobre sus actividades, son de una complejidad tal que sobrepasa la capacidad de comprensión del promedio de los votantes. Entender los mecanismos del otorgamiento de hipotecas, su conversión en bonos y otros instrumentos financieros, requiere conocimientos que pocos tienen. El gobierno de Obama no tuvo la paciencia y la visión para explicar al electorado norteamericano lo que había sucedido y la opinión pública compró la explicación más fácil. La que repetían continuamente Beck y compañía: la culpa era del “socialista” Obama. Lo que Estados Unidos necesitaba era más de lo mismo –“volver a sus valores tradicionales”.
Como ha sido evidente entre Iowa y Florida, los conservadores y el tristemente célebre Tea Party –el 40% de los miembros del partido republicano– y los precandidatos que los representan, quieren un libre mercado utópico, sin límites y regulaciones. Proponen abatir el gasto público, sobre todo el dedicado a la educación y las redes que protegen a los más pobres y desvalidos, y reducir los impuestos, especialmente los que pagan los más ricos. Y aplauden las leyes contra los inmigrantes ilegales de origen mexicano que privan en Alabama y Arizona. Mitt Romney, que después de su triunfo en las primarias de Florida, tiene altas probabilidades de ganar la nominación republicana, propone nada menos que hacerles vida imposible a 11 millones de inmigrantes para que se “auto-deporten”. En el mundo moderno eso se llama limpieza étnica.
A esas políticas utópicas e irracionales, hay que agregar el sustrato racista de las demandas de la derecha cristiana y el afán conservador de vulnerar el muro que los arquitectos de la Constitución construyeron entre la iglesia y el Estado. No se necesita ser Freud para descubrir que bajo la superficie de los rumores de que Barack Obama no nació en los Estados Unidos y es musulmán,se esconde un rechazo racial.Tampoco ser un liberal de cepa para prever los riesgos de convertir en leyes las creencias religiosas de la ultraderecha, evangélica o católica, lo mismo da.
Mitt Romney proseguirá su campaña con el lastre de esas insostenibles propuestas y prejuicios y en una atmósfera política degradada. En el sótano de la política.
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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.