Casa Rorty XXXIV: Prolegómenos para un diagnóstico de nuestra época

El individuo contemporáneo hace un gran esfuerzo por entender su época, pero sus teorías a menudo responden a sus prejuicios ideológicos o sentimentales.
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Últimamente no ganamos para sustos: apenas nos había llegado noticia de cómo los incendios devastaban kilómetros enteros de la carismática costa angelina —entre las Palisades donde vivió Thomas Mann en el exilio y la legendaria playa de Malibú en la que vivió Joan Didion— cuando los analistas decretaban el inicio del “tecnoautoritarismo” a la vista de la influencia que los magnates digitales –de Elon Musk a Mark Zuckerberg– parecen tener sobre el presidente electo de los Estados Unidos, que para colmo es nada menos que Donald Trump. Y si este último tuiteaba que el culpable de los incendios era el gobernador demócrata de California, su new best friend Elon Musk entrevistaba a la lideresa de Alternativa por Alemania y pedía la dimisión del premier Keir Starmer a cuenta del escándalo de las violaciones perpetradas por musulmanes en el Reino Unido durante la pasada década… Entretanto, los españoles permanecíamos atentos a lo que sucedía en Venezuela, donde el dictador Maduro se hizo investir como presidente para desesperación de la impotente oposición democrática. Ni que decir tiene que cada una de estos sucedidos viene acompañado por millones de comentarios en medios tradicionales y redes sociales: mientras una parte del público democrático permanece indiferente, el resto se dedica a dar su opinión. Y, sin embargo, seguimos sin saber a qué atenernos.

Nuestra desorientación, sin embargo, es inevitable. Para explicarlo, suele invocarse el célebre ejemplo de Fabricio del Dongo, protagonista de La Cartuja de Parma. En el tercer capítulo de la novela de Stendhal, publicada en 1839, el joven Fabricio Valserra —marchesino del Dongo y súbdito austríaco— se encuentra en Waterloo el día de la batalla del mismo nombre; aquella en la que el ejército de Napoleón sería derrotado y a consecuencia de la cual su imperio empezaría a desmoronarse. Pero Fabricio no sabe bien dónde está: acaba de huir de una prisión francesa en la que había sido encerrado tras confundírselo con un espía y deambula con unos soldados franceses que lo creen dispuesto a batallar con objeto de impresionar a una dama. Sacudido por la visión de un cadáver e incapaz de dominar el caballo que le prestan, Fabricio recorre el frente sin comprender en ningún momento lo que pasa: “La humareda impedía ver nada en la dirección que llevaban; pero de cuando en cuando se distinguían contra el humo blanco siluetas de jinetes”. Tras sufrir el robo de su caballo, nuestro héroe sube al carro de una cantinera en pleno bosque y se queda profundamente dormido. Cuando despierta, dispuesto a luchar por el Emperador, solo se encuentra con un ejército en desbandada; aunque logra participar en una escaramuza, su aventura militar queda en agua de borrajas.

Habiendo estado en Waterloo, concluimos, Fabricio nunca estuvo en Waterloo: desconoce el significado de la batalla en la que participa y la propia batalla no adquiere su significado pleno hasta más tarde. A diferencia de lo que sucede con la batalla de Borodino en Guerra y paz, donde Tólstoi narra por medio de un punto de vista omnisciente que permite al lector saber en todo momento lo que sucede, Stendhal adopta el punto de vista de Fabricio y cuenta con la colaboración del lector: este sí sabe lo que fue Waterloo y sabrá percatarse de la chocante ignorancia de Fabricio.

Rosencrantz y Guildernsten

Aunque se lo cite mucho menos, el dramaturgo británico Tom Stoppard explota una idea parecida en Rosencrantz y Guildenstern han muerto, obra publicada y escenificada en 1967 y convertida por él mismo en una película –interpretada por unos jóvenes Tim Roth y Gary Oldman– allá por 1990. Ronsencratz y Guildenstern: así se llaman los dos nobles que acuden a la corte del Rey de Dinamarca tal como nos la describe William Shakespeare en Hamlet. Se trata de amigos de infancia del príncipe homónimo, quien sospecha que su tío Claudio ha matado a su padre para hacerse con el trono y desposar a su madre; el usurpador los llama a la corte para que averigüen la causa de la melancolía que parece afligir al príncipe. Pero Hamlet desconfía de ellos desde el principio y, enviado a Inglaterra en su compañía, se las apaña para sustituir la carta que ellos habían de entregar en la corte inglesa ordenando su muerte –la de Hamlet– por otra en la que se ordena que ejecuten a sus viejos amigos. Asaltado el barco por unos piratas, Hamlet regresa a Elsinor para culminar su venganza y los abandona a su suerte. Posteriormente, los embajadores regresados a Dinamarca darán escueta noticia de lo sucedido: “Rosencrantz y Guildernsten han muerto”.

Stoppard tiene la brillante idea de dedicar la obra a estos dos personajes en exclusiva, poniéndolos en contacto con la acción principal de Hamlet solamente cuando Shakespeare mismo los implica en ella; el resto del tiempo viven sus propias aventuras. En ocasiones, el espectador oye –o ve– a los personajes principales cuando se desenvuelven al fondo de este escenario; en el escenario principal de Hamlet, son Rosencrantz y Guildernsten los que no figuran en absoluto o se mantienen en segundo plano. Y es que “cualquier salida es una entrada en otro lugar”, como dice el líder de una compañía teatral con la que se encuentran en el páramo; van camino de Elsinor, donde tienen previsto actuar y donde a petición de Hamlet incluirán en su representación unas líneas en las que el príncipe acusa a su tío del asesinato de su padre. En otras palabras, Rosencrantz y Guildernsten son los protagonistas de sus vidas; lo que hace Stoppard es convertirlos en protagonistas de toda una obra pese a ser secundarios de Hamlet. El autor los presenta en todo momento como dos amigos desorientados que no entienden nada de lo que les pasa, pues no comprenden lo que le pasa a Hamlet ni lo que a ellos se les pide en relación con él. De ahí que cuando descubran la segunda carta –Shakespeare no aclara si han llegado a conocer el contenido de la primera– se muestren desconcertados: ¿por qué se ordena su muerte? Su breve diálogo al respecto, en presencia del actor, no tiene desperdicio:

GUILDERNSTEN: Nos lo tenían preparado, ¿verdad? Desde el principio. ¿Quién hubiera podido pensar que éramos tan importantes?

ROSENCRANTZ: Pero ¿por qué? ¿Todo ha sido para esto? ¿Quiénes somos, para que tanto haya de converger en nuestras pequeñas muertes? ¿Quiénes somos?

EL ACTOR: Sois Rosencrantz y Guildernsten. Eso basta.

Pero no basta, claro, porque Rosencrantz y Guildernsten –como los seres humanos arrojados a este mundo– no saben qué papel han jugado en el drama de Hamlet; ni siquiera saben que Hamlet vive un drama del que los lectores de Stoppard, en cambio, todo lo saben. ¡Igual que los lectores de Stendhal conocen la Batalla de Waterloo! Naturalmente, son cosas distintas: Waterloo es un episodio histórico y Hamlet un producto de la imaginación de William Shakespeare. Sin embargo, en lo que aquí nos concierne, la idea es la misma: podemos estar en presencia de acontecimientos resonantes cuyo significado se nos escapa; entre otras razones, porque ese significado tarda en emerger. En Stendhal y Stoppard, el lector ya se encuentra en esa posición aventajada; para nosotros, los contemporáneos, nuestro tiempo permanece inaccesible.

Intentos de comprender nuestra época

Se objetará que, a diferencia de lo que sucede con Fabricio y los nobles daneses, nosotros hacemos un esfuerzo deliberado por comprender la época que nos toca vivir. Peter Sloterdjik ha enfatizado la rareza que suponen las universidades, que se separan de la sociedad para poder así cumplir con el encargo de analizarla. También tenemos centros de investigación, consultoras, think-tanks, instituciones nacionales e internacionales, asesores ministeriales; y, por supuesto, tenemos periódicos. A estos últimos los identificaba la filósofa Hannah Arendt como encargados de la tarea de buscar y fijar la verdad en una sociedad liberal, creyéndolos capaces de llevar a cabo esa función de manera imparcial. Que rara vez sea el caso o que haya dejado de serlo, como puede comprobarse sin descanso, nos señala con claridad el problema que se suscita cuando tratamos de ponernos de acuerdo acerca de lo que sucede (primero) y de su significado (después). A saber: que cualquier debate sobre la vida social también es un conflicto entre interpretaciones. Para muchos de los participantes, ese debate no tiene nada que ver con la búsqueda de la verdad, sino con la imposición de un punto de vista: el suyo. Bien es verdad que ese punto de vista coincidirá a menudo con lo que ellos creen verdadero; asunto distinto es que acepten someterlo a escrutinio con el rigor necesario.

Para colmo, los propios acontecimientos son ambiguos. Desde luego, lo son en cuanto al significado que les atribuyamos, pero a veces también en su literalidad: ¿en qué medida podemos explicar los incendios de Los Ángeles como una consecuencia del cambio climático? ¿Cuál es el papel que juegan otros factores en su ocurrencia y en su fuerza destructiva? Si hablamos del efecto de la digitalización de la esfera pública sobre los patrones de voto, la dificultad metodológica es ya extraordinaria; de ahí que la decisión del Tribunal Constitucional rumano, que anuló la primera vuelta de las elecciones presidenciales so pretexto de una campaña de desinformación masiva en TikTok, se antoje desconcertante. Que elijamos una u otra hipótesis explicativa suele responder a nuestros prejuicios, entendidos aquí como la posición ideológica, partidista o sentimental desde la que interpretamos el mundo y evaluamos los relatos factuales que se nos ofrecen; de manera que superará sus prejuicios quien haga el esfuerzo de someter la información disponible a un análisis racional… para el que no solemos tener disposición ni tiempo. A veces, los hechos son inequívocos: nadie duda de que la Venezuela de Maduro ha dejado de ser una democracia. Pero ahí tenemos a algunos representantes de Izquierda Unida mostrando su apoyo al dictador; un oportuno recordatorio de los desastres ideológicos del siglo pasado. En otras ocasiones, la retórica encendida tiene como finalidad la movilización del capital afectivo: por más que las declaraciones de Elon Musk sobre la política alemana o británica resulten extravagantes, parece precipitado hablar ya de “golpe tecnológico” o dar por hecha la instauración del “tecnoautoritarismo”. En un mundo donde se aplaude que Taylor Swift apoye a Kamala Harris, seguramente hay que andarse con más tiento a la hora de denunciar que los influencers de distinto tipo traten de ejercer su influencia.

Tirando de este hilo, sin embargo, podemos llegar a alguna parte. Seguramente tienen razón los comentaristas que vienen insistiendo en que el mundo gira a la derecha; entre nosotros, Ramón González Férriz viene cartografiando este fenómeno con brillantez. A ello hay que sumar la erosión de la democracia liberal y la aparición de liderazgos iliberales. Pero, naturalmente, hay que explicar por qué suceden tales cosas. Y ahí es donde recurrir a la desinformación se convierte en un pobre recurso analítico; el fenómeno, qué duda cabe, no tiene que ver con la democratización del mercado de las opiniones, sino que responde a causas más profundas. No será en esta entrada donde haga un repaso exhaustivo de estas últimas, sino que me limitaré a señalar el rasgo determinante de nuestra época –tal como se manifiesta inmejorablemente en las aventuras del intenso Elon Musk– con la ayuda de un novelista que acaba de morir y merece nuestros homenajes: el británico David Lodge.

Comunidad de destino

Prosista de ficción y aficionado a la narratología, David Lodge deleitó a los lectores con sus conocidas novelas de campus, suerte de género novelístico más propio de la tradición anglosajona —del Stoner de John Williams al Lucky Jim de Kingsley Amis, sin olvidarnos de contribuciones recientes como el Straight Man de Richard Russo y The Netanyahus de Joshua Cohen— que de la española. Es probable que nuestra vida universitaria se parezca poco a la de británicos y estadounidenses; no en vano, tanto Javier Marías como David Jiménez Torres ambientan sus respectivas novelas de campus –Todas las almas y Cambridge en mitad de la noche– en escenarios ingleses por ellos bien conocidos. Pero a lo que íbamos: Lodge nos hizo reír a carcajadas en Changing Places: A Tale of Two Campuses (Intercambios en España), Small World (aquí El mundo es un pañuelo) y, cerrando su trilogía, Nice Work (¡Buen trabajo!). Yo recuerdo sobre todo la segunda, publicada en 1984, donde, además de hacerse una divertida sátira del lenguaje posmoderno, se nos presentaba a un protagonista –Persse McGarrigle– que ha sido contratado debido a un error administrativo por una prestigiosa universidad y se pasa la novela persiguiendo, de congreso en congreso, a la profesora de la que se ha enamorado perdidamente.

Eso es lo que recuerdo con más claridad: el perpetuo movimiento alrededor del mundo de un académico para quien el mundo, como reza el título del libro, es un pañuelo. Se trata de la traducción más apropiada del inglés “small world”, una expresión que denota lo mismo que nuestra metáfora –un poco rara– del pañuelo. Porque justamente eso es lo que hoy nos pasa: que el mundo se ha hecho un pañuelo a medida que la globalización se ha intensificado. Y lo ha hecho, sobre todo, a causa de la digitalización de las comunicaciones y del crecimiento del turismo de masas. Si todavía Joseph Conrad podía jugar la carta del exotismo a comienzos del siglo XX, hoy nada nos es ajeno: cualquiera ha pasado una semana en Tailandia sin dejar de comunicarse por whatsapp con su familia, ni tener que renunciar a ver sus series favoritas en la plataforma correspondiente. De la misma manera, Musk opina sobre quién debe gobernar Alemania; como antes Greta Thunberg se convirtió en ídolo de los jóvenes concernidos por el cambio climático y el Movimiento MeToo concitó adhesiones en cualquier parte. Nada de esto es del todo nuevo: la globalización es mucho más vieja que el smartphone. Pero no ha dejado de adensarse en las últimas décadas.

A ese adensamiento contribuyó la Gran Recesión, como es bien sabido: sus efectos fueron globales. No me parece descabellado sugerir que la pandemia reforzó la sensación de que los seres humanos somos ahora una comunidad de destino; una cuyos miembros están condenados a experimentar fricciones por el hecho de vivir en un planeta achicado donde no podemos escondernos unos de otros. Si a eso le sumamos la aparición de un espacio comunicativo donde millones de personas pueden participar libremente sin más barrera que el idioma, puede concluirse que el individuo moderno jamás había disfrutado –soportado– tal grado de intimidad con sus semejantes. Y aunque sería deseable que esta apertura claustrofóbica trajera consigo un reforzamiento de los sentimientos cosmopolitas, y sin descartar que estos últimos sean más abundantes que en el pasado, es indudable que lo que tenemos delante es una jungla bien distinta: regreso del nacionalismo, proliferación de identidades, auge de nacionalismo y populismo, erosión iliberal de la democracia, rechazo de la inmigración. Es un movimiento defensivo del que no todos participamos, pero que nadie puede darse el lujo de ignorar.

Tiempo habrá para determinar si es la entera modernidad la que sufre una crisis de legitimación o si, sencillamente, cunde el disgusto ante algunos de sus resultados. De momento, sin embargo, seguimos confusos: como si las categorías que manejamos para explicar la realidad social no fueran más que un vagabundeo por los aledaños de Waterloo o nos pareciésemos sin saberlo a Rosencrantz y Guildernsten camino de Inglaterra.

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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