Los países de la OPEP se reunieron a fines de noviembre en una situación caótica para la industria petrolera: entre junio y noviembre el precio del barril de petróleo se desplomó de 109 dólares a menos de 70 dólares el barril.
Uno de los objetivos de la OPEP desde su fundación, ha sido precisamente evitar caídas abruptas del precio de los hidrocarburos. Pero en realidad la política de la organización ha sido siempre flexible y fluctúa de acuerdo con los intereses económicos y políticos de su miembro más poderoso: Arabia Saudita. Ahmed Zaki Yamani, el legendario ministro saudi árabe del petróleo, que gobernó los destinos de la industria por 24 años, explicó una vez, en unas cuantas palabras—y en inglés*—, cómo se decidía la política petrolera en su país: “We play it by ear”.
Aunque la política y el petróleo no deberían mezclarse, aquella siempre ha sido un componente fundamental de la composición final en ese proceso de “tocar de oído”. En la reciente decisión de Arabia Saudita de mantener su nivel de producción inalterado y permitir que el precio siga cayendo hay, por supuesto, importantes consideraciones económicas: sacar del mercado a los productores de crudo y gas shale es uno de ellos.** Pero la política debe haber jugado un papel fundamental.
Una de las principales víctimas de la decisión saudi árabe ha sido el presidente ruso Vladimir Putin. Arabia Saudita está saldando la deuda que tiene Moscú con los países sunitas. Putin ha apoyado casi incondicionalmente al régimen iraní —a pesar de la amenaza que representa la industria nuclear que el país parece empeñado en desarrollar— y al principal aliado de Irán, el régimen sirio de Bashar al-Assad. Irán es el enemigo acérrimo de Arabia Saudita: un país que desafía su predominio geopolítico, religioso y petrolero en el Medio Oriente.
No es difícil adivinar el balance que debe haber hecho Putin para emprender una política tan azarosa en la región: el apoyo a Irán y a Siria debilitaría automáticamente a los Estados Unidos y le permitiría mantener una avanzada en el Medio Oriente a muy bajo costo. Rusia es un país inmenso, riquísimo en hidrocarburos; un exportador neto de gas y petróleo, con el mercado europeo a sus pies. Parecía estar blindada frente a los vaivenes políticos de los otros grandes productores de petróleo y a las altas y bajas de su producción.
Putin se equivocó y está cosechando lo que sembró: en la primera mitad del año, Rusia exportó bienes por 255,000 millones de dólares, 68% de los cuales son producto de la venta de gas y petróleo. Pero entonces el precio promedio del barril de petróleo era de 109 dólares. Hoy está a menos de 70 dólares: Rusia perderá ingresos por 40,000 millones de dólares en el segundo semestre del año. No sorprende que el rublo se haya devaluado en 23% frente al dólar, que la fuga de capitales haya alcanzado en 2014 la cifra de 128,000 millones de dólares y que la economía esté a las puertas de la recesión.
Si bien el precio del petróleo no es el único problema económico de Vladimir Putin, sin los ingresos petroleros el petroestado cleptócrata que ha construido empezará a tambalearse. Y con él, el pacto tácito entre él y sus gobernados, que es uno de los dos pilares de su régimen: donde estos ceden su libertad política mientras el Estado les garantice un alto nivel de vida.
El otro pilar de su régimen —el nacionalismo trasnochado que pretende restablecer el dominio ruso sobre el territorio de la vieja Unión Soviética—destruyó su relación con Europa, el único colchón que pudo amortiguar el golpe de la baja del precio del petróleo. Europa y Estados Unidos impusieron a Rusia un amplio abanico de sanciones económicas como respuesta al afán de Putin de desmantelar y someter a Ucrania. Ni el presidente, ni las endeudadas empresas rusas podrán acudir a Occidente en busca de financiamiento. Rusia tuvo que cancelar la construcción del gasoducto llamado Blue Stream, que surtiría al sur y al este de Europa, dejando una cauda de pérdidas y desprestigio entre sus viejos aliados. Serbia entre ellos. Vladimir Putin ha establecido una alianza estratégica con China como contrapeso, pero la diplomacia china, cuyo signo es el pragmatismo, no meterá las manos al fuego para rescatarlo.
*Citado por Daniel Yergin en su libro The Prize, p. 743.
**Veáse The Economist, diciembre 6-12, 2014.
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.