Es difícil recordarlo, pero, hasta hace pocos años, la idea de que la democracia estadounidense pudiera verse bajo una seria amenaza parecía un absurdo evidente.
Cuando Roberto Foa y yo compartimos con un famoso mentor el borrador de nuestro artículo académico sobre la desconsolidación democrática, él disputó con vigor nuestras conclusiones. Parecía demasiado extravagante que muchos ciudadanos pudieran estar desencantados con nuestro sistema, o que ello pudiera representar un riesgo para las instituciones democráticas de Estados Unidos y Europa Occidental. En un artículo de 2016, el New York Times me nombró “la persona más pesimista en la sala”.
Pero durante los últimos cuatro años, el pesimismo se ha puesto de moda. En las páginas de los diarios más influyentes de Estados Unidos, los comentaristas advierten de forma cotidiana sobre una inminente guerra civil, se muestran preocupados de que Donald Trump intente un golpe de Estado, o aseguran que estamos a punto de sumirnos en el fascismo. La semana pasada, un columnista del Boston Globe equiparó a los seguidores de Trump con terroristas del Estado Islámico.
Así que, para mi propia sorpresa, ahora soy una de las voces más optimistas en la sala. Trump aún representa una amenaza seria para la democracia en Estados Unidos. Si gana la reelección, los próximos cuatro años serán muy peligrosos. Pero este martes, los estadounidenses conservan la habilidad de sacar a Trump de su cargo mediante el voto, en elecciones que serán razonablemente libres y justas. Y si lo hacen, Trump no podrá incitar una guerra civil ni impedir que Joe Biden ocupe el despacho oval.
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Las instituciones democráticas siguen bajo amenaza en distintas partes del mundo. Para fines prácticos, líderes populistas han acabado con la democracia en Turquía y Venezuela. Se han hecho de vastos poderes en países que van desde Hungría hasta las Filipinas. Y podrían estar en camino de hacer lo mismo en algunas de las más pobladas democracias del mundo, como Brasil e India.
Incluso en Estados Unidos, resulta claro que las instituciones democráticas son más vulnerables de lo que pensaba la mayor parte de los politólogos. Muchos predijeron que el partido Republicano sería capaz de controlar a Trump: en lugar de eso, él rehízo el partido a su imagen y semejanza. Se suponía que instituciones independientes como el Departamento de Justicia seguirían trabajando como siempre lo habían hecho, pero terminaron por conceder favores a los socios del presidente y se hicieron de la vista gorda ante los delitos de sus cómplices.
En los días posteriores a la elección de 2016, a los editorialistas les encantaba citar una famosa frase supuestamente pronunciada por Harry Truman antes de entregarle el poder a Eisenhower: “Se sentará ahí y dirá: ‘¡Hagan esto, hagan lo otro!’, y no pasará nada. Pobre Ike, no será nada parecido al Ejército”. Aquellos comentarios anticipaban que Trump estaba a punto de aprender la misma lección.
Pero eran demasiado optimistas. A Trump le tomó pocos unos años hacerse con el control de la maquinaria del gobierno y encontrar lugartenientes dispuestos a hacer lo que él ordenara. Y si bien hubo servidores públicos que se opusieron a sus impulsos más destructivos o que renunciaron por cuestión de principios, fueron prontamente reemplazados o intimidados hasta que obedecieron. Así que cuando Trump le dijo a sus subordinados que subvirtieran la misión de Voice of America o que separaran a niños de sus padres en la frontera con México, el poder ejecutivo cumplió con sus demandas.
Todo esto nos da verdaderos motivos de preocupación. Si se reelige, Trump redoblará sus ataques contra las instituciones democráticas. Los controles sobre su poder, que en los últimos cuatro años se han visto atenuados en alguna medida, seguirán debilitándose. Biden tiene una ventaja importante en las encuestas, pero un segundo mandato está lejos de ser imposible. Como escribió hace poco Nate Silver, “en nuestras estimaciones, Trump tiene probabilidades significativas; un poco mayores que las probabilidades de que está lloviendo en el centro de Los Ángeles. Y recuerden: sí llueve ahí”.
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Incluso si Biden gana, las próximas semanas serán turbulentas y darán miedo. Trump podría intentar declararse vencedor. Casi seguramente alegará que millones de votos fueron emitidos de manera irregular. En busca de un último empujón a su popularidad, podría alentar a sus seguidores a protestar contra los resultados de la elección, o insinuar que no va a dejar el poder.
Es increíble que una de las más antiguas y consolidadas democracias en el mundo se encuentre en una situación tan volátil. Pero por eso es aun más importante mantener la cabeza fría. Y aunque Trump puede sembrar el desorden en las semanas por venir, de ninguna manera tiene suficiente control sobre las instituciones del país –especialmente fuera del ejecutivo– para mantenerse en el cargo en caso de perder la elección.
Hacer un fraude electoral requiere de mucha planeación y disciplina. Los populistas autoritarios que han conseguido mantenerse en el poder aun con el público en su contra lograron capturar las instituciones de sus países en un proceso meticuloso de varios años. Para cuando los votantes se opusieron a ellos, ya podían contar con la lealtad ciega de las cortes, las comisiones electorales y los mandos militares.
Trump (todavía) no tiene el suficiente poder para seguir sus pasos. No controla al poder judicial, los gobiernos estatales ni a la prensa. Tampoco ha nombrado a generales elegidos por él mismo y que pudieran estar dispuestos a desafiar a la constitución en beneficio suyo.
Las elecciones en Estados Unidos se administran de manera muy descentralizada. Sin duda, los republicanos de línea dura participarán en chanchullos vergonzosos. Pero en casi todos los llamados estados bisagra están sujetos al poder en sentido contrario de legisladores o gobernadores demócratas.
La influencia de los conservadores en las cortes del país, incluyendo el más alto tribunal de la nación, ha crecido de forma importante. Pero, aunque tengo fuertes desacuerdos con algunas decisiones de la Suprema Corte, los jueces no han dado ningún indicio de que estén dispuestos a revertir décadas de precedentes para ir en contra de la voluntad de sus conciudadanos.
Tampoco estamos al borde de una guerra civil. Si pasan días o semanas sin que esté claro quién ganó los comicios, la tensión se acumulará y podrían darse confrontaciones violentas. Incluso podría haber caídos en las calles de Washington o Filadelfia. Pero por muy trágicos y escalofriantes que puedan ser los próximos días, unos cuantos enfrentamientos no son equivalentes a una guerra civil, como tampoco lo fueron, en meses recientes, los choques en Kenosha o Portland.
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Hay buenas razones para pensar seriamente en desenlaces posibles tanto como en desenlaces probables. Nunca pensé que fuera probable que la democracia estadounidense fallara, pero me he pasado buena parte de los últimos cinco años señalando que los peligros eran –y son– reales. En ese sentido, parece sensato pensar en los peores escenarios que podríamos atestiguar en los días venideros.
Aun así, el pesimismo performativo de estos momentos me resulta incómodo. En los últimos días, el Discurso no ha tratado la idea de la inminencia de un golpe de estado o de una guerra civil como una posibilidad remota, sino como un desenlace posible. Esto aterra a la gente sin necesidad.
Lo que es peor, en ocasiones tengo la sensación de que algunos comentaristas están comprometidos con la noción de que un gran número de estadounidenses son monstruosos. Sospecho que ese peor escenario les daría una lúgubre satisfacción. ¿Qué mejor manera de demostrar que Estados Unidos está podrido que ver a los más obstinados seguidores de Trump ovacionar un golpe de Estado?
En lo que a mí respecta, los cuatro últimos años me han llevado a ser dolorosamente consciente de que los ciudadanos de países democráticos pueden tomar decisiones que yo considero inmorales y desastrosas. Pero también conservo la esperanza de que pueden corregir el rumbo o dar un paso hacia atrás cuando se encuentran al borde del abismo. Y si realmente crees en la democracia –en la idea de que, al final, es mejor ser gobernado por una mayoría de tus pares–, entonces tú también deberías conservar esa esperanza.
Traducción de Emilio Rivaud.
Publicado originalmente en Persuasion y reproducido con autorización.
Yascha Mounk es director de Persuasion.