No es fortuito que, a unos meses de haber asumido el poder, Jair Bolsonaro, el flamante demagogo de Brasil, haya retirado el financiamiento a las ONG dedicadas a proteger la Amazonia. Ni que mientras el pulmón del mundo ardía a un ritmo de un campo de fútbol por minuto, el presidente haya insinuado que estas prendieron el fuego para desprestigiar a su gobierno como venganza. El dislate era previsible: Olavo de Carvalho, su principal gurú ideológico, es un negacionista de la crisis ambiental y aboga por el desarrollo, la militarización y la explotación de zonas protegidas, desmanes propios de nuestros tiempos.
La nueva era antiliberal ha engendrado a este tipo de personajes de novelas de Ian Fleming o de Tom Clancy. Es cierto que antaño la política real no estaba desprovista de vampiros y brujos, desde Rasputín hasta el poeta oculto nazi Dietrich Eckart. Pero la bonanza de relativa decencia que trajo la posguerra y aquel orden global mandó a esos prestidigitadores al reino exclusivo de la fantasía, o al menos a las catacumbas de la esfera pública. La tecnocracia neoliberal se fraguó en las universidades y en cierta seriedad burocrática. Es verdad que los presidentes estadounidenses tuvieron cerca a sus tradicionales pastores, intermediarios del destino manifiesto, pero estos, con notables excepciones, como los reverendos Graham y Falwell, se mantuvieron dentro de un mainstream más o menos racional.
La locura romanticista que asaltó al mundo revirtió esa convención. Por todos lados han aparecido gurús esotéricos que “asesoran” –pero más bien inspiran– a los demagogos internacionales bajo el eufemismo de “ideólogos”. Todos, desde luego, con diferentes doctrinas, niveles de influencia y extravagancias: Steve Bannon en Estados Unidos, Arpad Habony en Hungría, Dominic Cummings en Reino Unido, y acaso el más siniestro, Olavo de Carvalho en Brasil. Éste me ha despertado especial interés, justamente por su desmesura.
Mezcla de youtuber, hillbilly deliberado y sofista extremo, el autodidacta brasileño vive semiaislado en una comunidad rural de Virginia, Estados Unidos, desde donde transmite sus programas y cursos de “filosofía” a una audiencia de cientos de miles de seguidores a través de YouTube. Si los disparates más estrafalarios de la extrema derecha –urdidos en los corredores de la John Birch Society, el Tea Party y la alt-right– encarnaran en hombre, Carvalho sería un cuerpo propicio, sobre todo ahora en su autoexilio norteamericano, donde está cerca de los votantes de Trump, a quienes admira por su candidez pastoril.
Su principal diatriba es contra una supuesta conspiración comunista global que busca destruir a la familia tradicional, el mercado y el cristianismo, por medio de la introducción de crimen, drogas e ideología de género. Naturalmente, la cargada es bastante homófoba y racista, pero está edulcorada con términos filosóficos para aparentar que su designio ulterior es la supervivencia de la civilización. Lo amenizan también referencias a Ludwig von Mises y quizá indirectamente a Oswald Spengler. Es un collage de darwinismo social tipo Ayn Rand, conservadurismo y libertarismo, que por obvias razones no admite el establishment universitario brasileño, al que el propio Carvalho ha acusado de estar infectado de comunismo subrepticio. Ello concuerda, además, con su rechazo al cientificismo, las vacunas y el cambio climático.
Como apunta Vargas Llosa sobre Bolsonaro, tal vez Carvalho sea más descifrable como una reacción extrema a décadas de izquierdismo fracasado en Brasil. En la entrevista que Brian Winter le hizo para Americas Quarterly, Carvalho hace inferencias descabelladas. Aduce que el rampante crimen callejero de hoy se debe al asistencialismo estatal que desde 1985 promovieron los progresistas. Bromea con el gran bien que hubiera hecho la dictadura militar (1964-1985) si en lugar de torturar a los rebeldes comunistas –que después llegaron al poder, como Lula y Dilma–, los hubiera matado. Insiste en que es broma, pero Bolsonaro ha reiterado una y otra vez que en efecto la dictadura fue demasiado suave con los radicales y hoy se ha dispuesto a borrarlos de la sociedad, empezando con la educación pública. Omite la obviedad de que el izquierdismo brasileño también fue una reacción a esa dictadura, en lo que ya parece una dialéctica interminable.
Lo cierto, dice Winter, es que las ideas de Carvalho, antes confinadas a un pequeño círculo de fanáticos, empezaron a resonar en gran parte de la población a medida que los escándalos de corrupción de Lula y Dilma crecían y la economía brasileña colapsaba. En las protestas para deponer a Dilma en 2013, se volvió famosa una imagen que convirtió a Carvalho en “una suerte de oráculo” popular: una pancarta que decía “Olavo tenía razón.” Unos años después, la noche de su victoria, Bolsonaro llevaba en sus manos, junto a la Biblia y la constitución de Brasil, el libro más famoso de Carvalho: O mínimo que você precisa saber para não ser um idiota (Lo mínimo que usted necesita saber para no ser un idiota), que ha vendido cientos de miles de copias. Desde entonces Bolsonaro lo reverencia a menudo, tanto en voz como en política pública, lo que le ha otorgado una conspicua membresía en el club de Trump, Orbán, Erdogan, Duterte y demás mavericks de la derecha radical. “Sin Olavo no habríamos ganado la elección”, dijo en marzo Eduardo Bolsonaro, hijo del presidente. “Sin Olavo, no habría un presidente Bolsonaro.”
Hay también una nube ocultista. Carvalho es astrólogo y, según el periodista argentino Pablo Stefanoni, en algún momento practicó el misticismo sufí. Hoy profesa una mezcla de catolicismo y evangelismo provinciano estadounidense. Cómo influyeron esas excursiones nadie sabe, pero ahí están y ciertamente evocan las disposiciones supersticiosas de antiguos regímenes perversos. Por lo demás, no deja de ser una figura contemporánea, con toda la insensatez que ello requiere: como Bannon y homólogos, ¿quién sería Carvalho sin las redes sociales, la posverdad, el antiintelectualismo, el conspiracionismo, el culto a la personalidad y la demagogia? Pero la pregunta, más bien, es ¿qué será de nosotros y nuestro siglo a merced de semejantes excéntricos?
Es periodista, articulista y editor digital