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Foto: Alanpey, CC BY-SA 3.0 , via Wikimedia Commons

Reynosa y el miedo de llamar a las cosas por su nombre

Los eventos ocurridos en Reynosa a mediados de junio deben ser una sacudida en el debate público sobre la violencia, que permita apreciar de manera correcta el tamaño y la complejidad de la crisis que vivimos.
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Entre los círculos de la opinión pública, del activismo y en el propio gobierno existe una renuencia a calificar lo que sucede en México en materia de violencia como un conflicto armado. Desde el punto de vista de algunos académicos y activistas, esta narrativa ha permitido justificar la intervención militar en asuntos de “seguridad pública”, esos que supuestamente deben resolver los policías. Desde el punto de vista del gobierno actual, hablar de guerra es reconocer que el monopolio legítimo de la violencia está perdido y que el Estado sufre una crisis de hegemonía interna.

Lo cierto es que ante las dantescas escenas de masacres y enfrentamientos que hemos visto en las últimas semanas en México, es inevitable volver a esa palabra tan vetada: guerra. En Zacatecas, durante la noche del 24 de junio, dos grupos de decenas de personas armadas, operando como auténticas milicias (presumiblemente pertenecientes a los grupos Flecha del Cártel de Sinaloa y Élite del Cártel Jalisco Nueva Generación) se enfrentaron en Valparaiso, dejando entre 18 y 35 “combatientes” asesinados. Días antes, en ese mismo estado, los cuerpos de cuatro personas, entre ellos dos policías del estado vecino de San Luis Potosí, fueron colgados en puentes viales.

Pero acaso el evento más grave, bélico y criminal que hemos visto en los últimos meses fue el del 19 de junio en Reynosa, Tamaulipas, donde un grupo armado atacó a civiles que realizaban sus actividades cotidianas. Según reportan los medios y las propias autoridades, quince víctimas civiles de este ataque no pertenecían a ninguna organización criminal y la decisión de asesinarlos fue aleatoria.

El acto, según confesó uno de los criminales detenidos, buscaba “calentar la plaza”. Esta táctica pone en evidencia una racionalidad a veces negada a los grupos criminales armados: consiste en generar terror en una localidad o región controlada por un grupo armado rival con el fin de conseguir que las autoridades “entren” y debiliten al grupo dominante en ese territorio.

Contrario a los deseos del gobierno, estas escenas reafirman una realidad que es cada vez más evidente en México: hay un problema extendido de agrupaciones armadas y organizadas compitiendo por obtener tramos de poder en el territorio nacional. Y no es que todo se relacione al narcotráfico. Decenas de esos conflictos territoriales responden también a pugnas políticas o por el control de actividades económicas que de hecho son lícitas. Pero lo que subyace a todos estos conflictos internos es que el Estado, cada vez más centralizado, ha perdido la capacidad de gestionar el orden en la periferia.

Más allá de que estemos o no de acuerdo en que el gobierno utilice los medios de la guerra para combatir este mal, es fundamental recordar que la guerra no solo la hace el Estado, sino también actores no estatales que se arman, organizan y combaten para obtener poder territorial y beneficios económicos. La guerra no es un asunto narrativo, es una realidad objetiva y, en el caso mexicano, es tan tangible como las escenas de enfrentamientos armados que podemos ver cada día en los blogs especializados de violencia.

Hablar en términos de conflictos armados nos permite abordar nuestro problema de violencia con lentes que trascienden a la seguridad pública y nos ayudan a entender el componente político de esta crisis. Además, nos llama a mirar con una perspectiva de derechos humanos los crímenes que se cometen en estos conflictos. Si el fenómeno mexicano fuera admitido como un conflicto bélico interno, lo que sucedió en Reynosa podría calificarse como un crimen de guerra o de lesa humanidad. No es ninguna locura: el propio Estatuto de Roma establece que esos crímenes no son exclusivos de los Estados o de conflictos internacionales, sino también de organizaciones armadas en conflictos internos. Y en casos analizados por la Corte Penal Internacional, como el de Kenia 2010 por ejemplo, se establece que para considerar a organizaciones como culpables de este tipo de crímenes basta con que cuenten con jerarquía, control territorial, así como el propósito y capacidad criminal para atentar de manera extensa o sistemática en contra de la sociedad civil.

Bajo esta lupa, no se trataría del primer crimen de guerra que hemos atestiguado en México. De hecho, se cometen todo el tiempo: organizaciones armadas que reclutan y utilizan a menores de edad entre sus milicias, decenas de testimonios audiovisuales de tortura que pueden encontrarse con facilidad en las redes sociales y desapariciones forzadas que se siguen contabilizando en decenas de miles.

Acaso por ello preferimos no pisar el terreno de palabras grandes como “conflicto armado”: porque nos pone frente a una realidad que creemos reservada para naciones rotas y subdesarrolladas.

El problema es que, al no hacerlo, eximimos al gobierno de su responsabilidad, no solo nacional sino internacional, de proteger los derechos humanos más elementales en su territorio. México es signatario de la doctrina de las Naciones Unidas conocida como “Responsabilidad de proteger-R2P”, que lo obliga a hacer lo necesario para evitar que en su territorio se cometan crímenes de guerra y lesa humanidad y, en caso de que falle, habilita a la comunidad internacional para intervenir. En Reynosa hace unos días, como en Ayotzinapa hace unos años, el Estado mexicano ha fallado. De igual forma, el discurso de los abrazos no balazos, traducido en una tóxica pasividad estatal frente a este tipo de crímenes, hace corresponsable al gobierno de estas graves violaciones a los derechos humanos.

Es momento de admitir que el modelo de gestión territorial del Estado ha fracasado y que el intento de centralizarlo aún más solo ha hecho que la crisis empeore. De entender que con o sin participación del gobierno, la guerra sigue y con ello la comisión de graves crímenes contra la población civil. Y que la pasividad de la actual administración no ha hecho sino acrecentar el vacío de poder y los incentivos para que más grupos tomen las armas.

Hay también un asunto de inseguridad pública e impunidad, no hay duda, pero en buena parte de las regiones violentas e inestables del país hablamos de un problema mayor: el de la crisis de hegemonía de un Estado que compite o comparte la gestión de su control territorial con otras organizaciones armadas. Hablemos de esas organizaciones, de lo que hay detrás de cada una de ellas, dimensionemos (y castiguemos) sus crímenes con la gravedad que amerita, incluso si ello requiere acudir a instancias internacionales.

Reynosa debe ser una sacudida en el debate público sobre la violencia. Y es que no estamos dimensionando de manera correcta el tamaño y la complejidad de la crisis que vivimos. En los primeros años de la “guerra contra el narco” de Felipe Calderón nos atrevíamos a usar términos como “Estado fallido”, “guerra” o “terrorismo”. No es que debamos caer en diagnósticos generalistas que oculten las particularidades de las violencias que se viven en México, pero reabrir esos debates, sin miedo a las palabras grandes, es una oportunidad para entender qué subyace a esos problemas. Que Reynosa sirva para volver a alarmarnos, pues en la alarma puede venir la movilización y, acaso, el cambio.

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Politólogo por la UNAM. MPA en Seguridad y Resolución de Conflictos por la Universidad de Columbia.


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