Gracias a las precisas encuestas de salida, pudo trazarse inmediatamente el perfil de los votantes que derrotaron al candidato republicano Mitt Romney en las recientes elecciones en los Estados Unidos. Se habla de una nueva alianza que orquestó el regreso de Barack Obama a la Casa Blanca y asegurará previsiblemente el dominio demócrata si el partido republicano sigue sirviendo a los intereses de su ala más conservadora. En esa alianza, los latinos ocupan un lugar de honor: desmintieron los cálculos republicanos que los desecharon bajo el supuesto de que los latinos no saldrían a votar en masa, porque nunca lo habían hecho, y le regalaron a Obama varios estados indecisos y sus votos electorales. Los jóvenes, los asiáticos y otras minorías se sumaron también a la nueva alianza demócrata.
Sin embargo, Obama nunca habría vuelto a la Casa Blanca si las mujeres no hubieran votado por él. El presidente ganó 36% más votos femeninos que Romney. La apuesta republicana suponía que a pesar de la guerra contra las mujeres que emprendieron muchos de sus candidatos –incluyendo a Paul Ryan, el compañero de fórmula de Mitt Romney– la religiosidad conservadora determinaría a fin de cuentas el voto femenino. Los republicanos se equivocaron: las mujeres votaron con conciencia de género y fueron votadas como pocas veces en la historia de ese país: 20 senadoras y 81 representantes formarán parte del nuevo congreso.
Para visualizar la abismal diferencia entre una democracia que incluye la voz y el voto de las mujeres y la democracia blanca y masculina que hubiera caracterizado el gobierno de Romney, basta remontarse al pasado relativamente reciente y viajar a Nueva York en el siglo XIX.* A pesar de que la ciudad era entonces, como ahora, la vanguardia financiera, industrial, cultural y política del país, ese Nueva York hubiera sido el sueño de Romney: una democracia de hombres blancos que ejercían el derecho a votar desde 1826. Los intereses de los trabajadores de la ciudad se habían colado lentamente en la agenda política, pero no es exagerado afirmar que durante casi todo el siglo XIX las leyes neoyorquinas reflejaron y protegieron los intereses de comerciantes, industriales y financieros y un orden económico de libre mercado que los favorecía a ellos y a nadie más.
Las mujeres no tenían ningún derecho –ni siquiera el de propiedad– y la igualdad política con los hombres era inimaginable. A pesar de que se organizaron una y otra vez para demandar el derecho al voto, tuvieron que esperar casi 100 años para obtenerlo. Con el correr del siglo XIX, las manifestaciones y demandas de los obreros derivaron en la formación de sindicatos, monopolios masculinos a pesar de las innumerables mujeres que trabajaban en industrias como la textil, en condiciones deplorables y a cambio de sueldos de hambre.
Las vibrantes instituciones educativas de la ciudad les negaron a las mujeres el acceso y la posibilidad de ejercer, con la excepción de alguna escuela de medicina. Pero la indignación de los doctores que tuvieron que tolerar a una que otra compañera de estudios, los llevó a emprender una campaña en contra del aborto, –el único método anticonceptivo que las mujeres tenían entonces a la mano– hasta que las autoridades de la ciudad adoptaron en 1845 una ley que criminalizaba el aborto después del tercer mes de embarazo. Años después, en 1872, Anthony Comstock –un fanático puritano como Ryan– logró que se aprobara una ley más draconiana, no sólo para quienes practicaran el aborto, sino para quienes compraran y distribuyeran novedosos aparatos anticonceptivos como el condón. (Los antiabortistas esgrimían argumentos tan curiosos, entonces como ahora: afirmaban, por ejemplo, que un feto no tenía vida hasta que empezaba a moverse y que las mujeres abortaban para evadir su única función en la sociedad –la maternidad– y dedicarse a la frivolidad). Como los hombres practicaban la pedofilia, la edad legal de “consentimiento” para las niñas que se vendían en calles y burdeles era de 10 años.
Junto con los derechos de las mujeres, desapareció la agenda que les preocupaba. Las autoridades se desentendieron de la educación, hasta que algunas mujeres abrieron escuelas para niños pobres; la salud del sótano de la sociedad no era prioridad de los gobernantes: fueron las mujeres las que abrieron instituciones para atender a niños abandonados o huérfanos, desnutridos y enfermos. Fueron también ellas las que construyeron,en los 1860, un hospital para que mujeres pobres y solteras dieran a luz en condiciones de higiene, y otros muchos –siempre insuficientes–, que dependían de su iniciativa y fondos privados.
Si las mujeres no votaran, las democracias perderían el escudo que protege los derechos de los sectores más vulnerables de la población, apoya las funciones redistributivas del estado y sostiene los programas de salud y educación para todos.
* Veáse, Edwin G. Burrows y Mike Wallace, Gotham. A History of New York City to 1898.
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(Publicado previamente en el periódico Reforma)
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.