A la sombra de Davos, en la pequeña población suiza de Montreux, dio inicio hace días la conferencia de paz Ginebra II sobre Siria. El objetivo abierto de la reunión convocada por la ONU y patrocinada por Estados Unidos y Rusia era avanzar por el camino trazado por Ginebra I en junio del 2012, que preveía el establecimiento de un gobierno de transición como un primer paso para detener la guerra civil que ha cobrado ya 130,000 víctimas y ha desplazado de sus hogares a 9 millones de sirios. La meta soterrada y más realista era colocar un frágil cimiento que abriera la comunicación entre el gobierno sirio y algunas facciones opositoras. Al parecer, el único y magro logro de la reunión. Apenas el principio del principio de una futura negociación.
Los pronósticos nunca fueron buenos. Ni la situación es favorable, ni acudieron a la reunión todos los que son y están. El fin negociado de las guerra civiles, feroces siempre porque los adversarios luchan por un mismo territorio sin ninguno al cual retirarse, requiere como condición indispensable que los contendientes reconozcan que no tienen posibilidad de vencer por las armas. En Siria, gobierno y rebeldes tienen todavía buenas razones para creer que pueden triunfar militarmente. El presidente Bashar al-Assad ha erigido, con ayuda externa, un ejército paralelo y retomado territorios estratégicos como la ciudad de Qusayr. Los rebeldes controlan amplias porciones del país y reciben del exterior financiamiento y armas suficientes para mantenerse en pie de guerra.
Entre los que son y no estuvieron en Ginebra II (a excepción de Rusia que tiene su propia agenda para apuntalar a al-Assad) están todos los países que apoyan a los adversarios y han convertido a Siria en el escenario de un conflicto sectario –sunnitas contra chiítas– que esconde, además, una lucha por el dominio del Medio Oriente y su riqueza petrolera. Entre ellos, Irán que apoya a Damasco con dinero, asesores y soldados miembros de su retoño libanés Jizbollah y Saudi Arabia (que ha tenido siempre una rivalidad abierta con Teherán) y Qatar, que financian a rebeldes sunnitas.
El otro círculo concéntrico de ausentes, sin los cuales ninguna negociación de paz exitosa será posible, agrupa a facciones rebeldes que están a la cabeza de la lucha contra el régimen sirio. La mayoría no reconoce al Frente Revolucionario Sirio, el único grupo opositor presente en Suiza. Entre los que han encabezado a las fuerzas rebeldes desde hace tres años y tendrán que sentarse a la mesa de negociaciones para legitimar cualquier resolución sobresale el Frente Islámico que aglutina desde noviembre a siete grupos conservadores y a 45,000 combatientes, y declaró de entrada que que rechazaría cualquier acuerdo que no deponga a al-Assad. Otros grupos, no invitados a Ginebra II por impresentables, son un desafío aún mayor. Habría que imponerles cualquier acuerdo de paz y desarmarlos, a riesgo de generar una guerra civil dentro de la guerra civil, como la que ha despuntado en el norte de Siria, entre facciones rebeldes islámicas y moderadas e ISIS (Estado Islámico de Iraq y el Levante), una guerrilla temible y cruenta aliada a la rama iraquí de Al Qaeda, que blande una versión talibanesca del Islam y arregla sus diferencias a través de decapitaciones, bombazos y secuestros.
La historia enseña, por último, que no hay ninguna posibilidad de avance en una negociación de paz entre enemigos fraternos si los árbitros no están de acuerdo y carecen de la voluntad política para convertir una resolución en hechos. Washington y Moscú comparten tan sólo el deseo de detener la violencia, pero no la estrategia para hacerlo. Rusia está dispuesta a seguir vendiendo armas al gobierno sirio, la carta más segura para evitar el surgimiento de un régimen islámico cerca de sus fronteras y de sus propios rebeldes musulmanes en el Cáucaso. Difícilmente apoyará a un gobierno de transición que incluya a facciones islámicas en Siria.
Washington quiere mandar al régimen sirio al basurero de la historia, pero el país atraviesa por uno de los movimientos pendulares que marcan la política exterior de los Estados Unidos,que no parece conocer el punto de equilibrio, y transita sin escalas de un ánimo interventor al aislacionismo. Después de Iraq y Afganistán, las encuestas revelan que más de la mitad de la población piensa que “Estados Unidos debe concentrarse en sus asuntos y dejar que otros países arreglen como puedan sus problemas ellos mismos”. Un ánimo que casa bien con la retracción de la presencia norteamericana en el mundo desde que el presidente Obama llegó al poder. En suma, ni la Casa Blanca, ni el 52% de sus gobernados, están dispuestos a invertir un solo recurso-ni monetario, ni militar-para fortalecer la posición de los rebeldes moderados y mandar a retiro a Bashar al-Assad. En estas circunstancias, el único escenario posible es la continuación de la guerra y la masacre de civiles inocentes hasta que uno de los adversarios triunfe o Siria se divida irremediablemente.
(Una versión de este texto apareció publicada en el periódico Reforma)
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.