En nuestras reacciones mostramos la triste costumbre que desarrollamos con lo impensable. Si tan solo aceptáramos que difícilmente somos capaces de repetir en la memoria cuántas tragedias presenciamos, ni siquiera las más emblemáticas, para verlas suceder de nueva cuenta. Teuchitlán como San Fernando, Allende o Ayotzinapa y las que se suman a la cotidianeidad, exhiben un país imposibilitado para metabolizar el rechazo al mal, al daño, a la barbarie.
Si no hemos sido capaces de tenerle un asco común a las peores muertes y a la violencia a manos del crimen, es natural que no lo tengamos ante las tragedias diluidas de la indolencia; los calcinados en Ciudad Juárez o Tlahuelilpan.
Si lo tuviésemos, no podríamos hablar, escribir o pensar de otra cosa. Una vez más. Somos prueba de que aquí conocer lo peor no es suficiente para impedirlo. O al menos tratar.
A los doscientos pares de zapatos apilados en el rancho Izaguirre de Jalisco, símbolo de quienes los vistieron y de los más de 100 mil desaparecidos en ese catálogo nacional de lo banalizable, donde convive el recuento de un campo de adiestramiento para sicarios, la tortura y la quema de cuerpos, les tomó unos cuantos días convertirse en el objeto de las indignaciones colectivas que esperan un arranque de frivolidad u otro caso similar para ser sustituidas. Así ha pasado en cada ocasión. Antes, sin importar el conocimiento público del horror, la atención cayó sobre un mitin y los saludos o deferencias dentro de las líneas oficiales.
En México, el escándalo siempre tiene que aguardar al acomodo de prioridades.
¿Cómo encuentra los límites del salvajismo una sociedad que no se ha detenido a teorizar el mal, en la que rechazamos para nuestras reflexiones políticas casi cualquier asomo de filosofía? Aquí, donde el pragmatismo se considera la mayor virtud política, cuál espacio queda para hacer pedagogía, si esta exige espacios de reflexión donde la maldad se piensa para establecer contenedores que funcionen como anticuerpos sociales atados a la permanencia.
Flaubert necesitó a Salambó para describir lo primitivo de las bestias: nosotros. Su historia ocurrió en Cartago, hoy Túnez, durante la Guerra de los Mercenarios. Era el siglo III antes de la era común. Por el culto Baal, las víctimas caían sobre las llamas, atadas de pies y muñecas para desaparecer entre el humo. Su identidad era ninguna. “¡No son hombres, sino bueyes!”, Gritaron los sacerdotes de Moloch para evitar remordimientos entre los testigos. Y la gente alrededor repitió: “¡Bueyes! ¡Bueyes!”
“Entonces vieron caer carnes que ardían. Algunos creían reconocer los cabellos, miembros, cuerpos enteros.”
¿Qué nos diferencia de aquellos además del calendario y nuestras pretensiones? La barbarie es la gran triunfadora de nuestra conformación social.
A través del tiempo, las sociedades contemporáneas establecimos como inaceptable la intención de dañar. El peso de sus saldos. Entre los principales insumos del horror está la anulación del otro como un otro. Al quitarle el rango de ser uno de nosotros, se abre la puerta al conjunto de lo extremo, y este es admisible. Se lleva al nivel de la cosa al individuo y así se convierte en desechable. Por ello el ejemplo de Flaubert.
De los tiempos de las guerras púnicas a nuestros días, solamente el vacío del pensamiento desincorpora al mal o a la maldad de los elementos de administración social (tenemos políticos orgullosos de ese campo).
Todas las formas políticas de contención al daño surgen del principio de otredad, la relación con el otro. Ya sea el mecanismo ético de rechazo por tratarse de un equivalente –“simio no mata simio”– o por su traducción moral y jurídica, la ley.
México es un país que tiene una relación pobre con los tres. Ética, ley y entendimiento del mal son partes indisociables de las estrategias históricas y universales para combatir lo enfermizamente nocivo.
Para el comportamiento bestial de una sociedad primitiva –preética–, solo la sanción funcionaba como contenedor. Entonces, a causa de la impunidad generalizada en este país salvaje, matar, torturar, desaparecer, quemar, vejar y violar no encuentran contenedores.
Tratar de entender las razones atrás de lo aberrante jamás será suficiente, en buena medida porque es imposible darle sentido a lo que no lo debería de tener.
No hay cinismo sino tristeza en reconocer que pasará este espectáculo de bárbaros en espera del siguiente. Porque no existe rompimiento con el ambiente social y político que lo ha permitido. El pendiente desatendido de nuestras urgencias y el único camino para modificar nuestras costumbres.
Supongo que cierta comodidad guarda la distancia entre los criminales y quien pueda sentirse ofendido por mi acusación de una responsabilidad compartida. Las jerarquías de esa responsabilidad son obvias, pero, de alguna forma, en los usos de la banalidad siempre son ellos, los perpetradores; no nosotros como sociedad capaz de desplazar una tragedia tras otra de las preocupaciones, rabias e intranquilidades.
Con un gramo de honestidad intelectual aceptaríamos que los ecosistemas oficial, informativo y editorial o ese pantano que son las redes sociales, dedicados a lo nacional, incluso al referirse al rancho Izaguirre, hicieron sujeto a la presidenta por encima de las víctimas. Luego, vino la descalificación, el lodo y la búsqueda por imponer la duda en los testimonios del dolor. Y se repitió el modo al voltear a Tamaulipas, con sus crematorios clandestinos. Los de antes y los de ahora.
No pocos grupos afines al oficialismo saltan a proteger su relato de la misma forma en que hace pocos años lo hicieron sus contrarios, y estos hoy reclaman por los cuerpos que antes decidieron ignorar. La causa es de grupos y partidos, no de cadáveres ni sangre.
Comunidades políticas, tribus, se protegen a sí mismas en el olvido de que los muertos y la seguridad nacional tienen un último responsable en la presidencia de la República. Sí, hay países donde, cuando la violencia cuesta vidas, la titularidad de los poderes asume su responsabilidad política en la falta de contención.
En México, nada ha sido más importante que la defensa de los aparatos en el banquete de mediocridades.
Las únicas que, desde un inicio y de manera permanente, alzan la voz para atestiguar cómo es desplazada, son las personas buscando a los suyos.
Somos el consentimiento a la violencia que ha marcado la atmósfera de este país, la de la desaparición, la muerte, la violencia.
Frente al desastre, vuelve la incapacidad mexicana, creo irremediable, de hacer sociedad.
¿Qué decir después de la indignación?
El país hecho un infierno que aún no es del todo porque nos estacionamos a su entrada. Y es una entrada enorme. ~