El nuevo libro de Juan Soto Ivars, Esto no existe, ha sido recibido con un gran éxito de ventas, y también con algunas protestas que pretenden impedir que se presente. Muchas de las personas que lo critican no se han tomado la molestia de leerlo: les irrita que se publique un libro sobre ese tema y atribuyen al autor posiciones que no sostiene. Casi da vergüenza tener que decirlo, pero en ningún momento Soto niega o minimiza la violencia machista, que en 2025 (hasta el 17 de noviembre y según cifras oficiales) se ha cobrado la vida de 38 mujeres en nuestro país. Señala algunos fallos de la ley de violencia de género y sus consecuencias. No es el primero en señalar los problemas que genera la asimetría penal entre hombres y mujeres en España, una discriminación que no existe en ningún otro país. Lo hicieron en su momento Amando de Miguel, María Sanahuja, Manuela Carmena, Empar Pineda; han escrito sobre el tema Tsevan Rabtan y Miguel Pasquau Liaño. Quico Alsedo publicó un libro dedicado a víctimas de denuncias falsas, Algunos hombres buenos.
Soto denuncia una mentira oficial: que las denuncias falsas por violencia de género solo representan un 0,0001% del total. Eso corresponde a las condenas por denuncia falsa, que exigen que el fiscal retire la acusación motu proprio, pida al juez que deduzca testimonio y persiga de oficio a la denunciante, algo que ocurre pocas veces. Si el denunciado emprende acciones legales o si la condena llega en un año distinto al procedimiento no computa. Las denuncias instrumentales se producen en todo tipo de delitos: sostener que, en casos donde te juegas la casa y los hijos, donde la ley te otorga una ventaja sobre el otro, estas no se producen o solo en cantidad ínfima, era una idea absurda y es un hecho empíricamente falso. Todos los que conocen el asunto señalan que la cifra es falsa, y la mera observación (o las detenciones a miembros de tramas corruptas que hacen denuncias falsas para recibir ayudas) lo evidencia.
Una situación frecuente en el libro es que un hombre se esté divorciando o reclame la custodia compartida y sea objeto de una denuncia falsa. Eso implica dejar de ver a los hijos o verlos con muchas restricciones, sufrir el estigma social de ser un maltratador y entrar en un proceso judicial donde la otra parte es asistida por el Estado mientras él debe pagar su asesoría legal. Con cierta frecuencia, las denuncias se producen en un viernes para que el tipo pase más tiempo en el calabozo. (Lo más probable es que sea absuelto, pero tras una experiencia devastadora para muchos.)
No sabemos cuántas denuncias falsas e instrumentales hay: el 77% de las denuncias no terminan en condena, pero obviamente eso, como señala Soto, no significa que sean falsas. No es fácil conocer los datos con precisión, porque hay un oscurantismo metodológico deliberado (del que es culpable también buena parte de la prensa).
Soto ha hecho un gran trabajo de documentación y lo comunica con una prosa ágil y lúcida. Recoge numerosos testimonios, entrevistas, artículos y libros. Hay partes más narrativas y otras más teóricas. Analiza la narrativa de género y describe una evolución: si la ley ya es mala, a menudo la jurisprudencia posterior ha logrado empeorarla. El asunto tiene muchas ramificaciones políticas y periodísticas, y un contexto nacional que incluye el ascenso y caída de la nueva izquierda y otro internacional que tiene que ver con el Me Too; son elementos que Soto también analiza.
A menudo, sobre todo es un libro tristísimo. Trata de rupturas y desavenencias posteriores que acaban en tragedias: las de inocentes acusados injustamente, las de menores separados de sus progenitores o sometidos a una tensión insoportable, las de familias más extensas privadas del contacto. No es raro, cuenta Soto, que alguien reconozca un maltrato pensando que va a ser más fácil ver así a sus hijos. A veces los abogados recomiendan a un padre que se aleje de la pelea legal y que renuncie a ver sus hijos unos años: más adelante, dicen, entenderán lo que pasó.
Por supuesto, eso no supone negar que haya muchas mujeres que son víctimas de la violencia, con historias desgarradoras y una situación de desamparo, y que sean más numerosas. Pero tampoco se entiende, como hemos leído u oído estos días, que su existencia implique que no haya otras víctimas o que no se pueda hablar de ellas. (Decir que son pocas es problemático: primero, por la deliberada confusión de los datos y, sobre todo, porque da a entender que algunas minorías importan y otras no.)
Soto cuenta casos incomprensibles como la negativa en el Ayuntamiento de Madrid, por todos los partidos, de apoyar una propuesta de Vox para que un teléfono atendiera también a niños y no solo a niñas víctimas de la violencia sexual. Señala decisiones contrarias al sentido común y a la experiencia de casi todos, fenómenos como el ascenso del concepto pseudocientífico de violencia vicaria o absurdos como que el Estado contabilice los asesinatos de niños cuando los mata un hombre pero no cuando los mata una mujer.
Describe una combinación siniestra entre buenas intenciones, activismo dogmático que se apropia de algunas causas y puro extractivismo de gente que vive del negocio. Como suele ocurrir, primero parece que el fin justifica los medios; luego más de uno empieza a aficionarse a los medios o a vivir de ellos, y puede que olvide cuál era el fin. Se extiende una especie de tabú religioso, puramente alfombrado de falacias. Si criticas aspectos de la ley o su interpretación (digamos, por ejemplo, que se considere automáticamente víctima a cualquier mujer que denuncie, que en una pelea de pareja se considere inmediatamente que él actúa de una manera ideológica o la desatención de las víctimas en parejas homosexuales), es que no te importan las agresiones de los hombres a las mujeres. No habría que escribir de eso, dicen, sino de que no denuncien suficientes mujeres: muchas de las asesinadas no habían denunciado y eso es lo que debería preocuparnos. Es una falsa disyuntiva y prueba lo contrario de lo que pretende demostrar: muchas de las víctimas no habían denunciado, los homicidios por violencia de género no han descendido a un ritmo mayor que el resto de los homicidios desde que entró en vigor VioGén y eso demuestra que el sistema es muy bueno, al parecer.
Otra de las críticas falaces es que hablar de este tema da “alas a la ultraderecha”. Lo que en todo caso ha creado un espacio para la ultraderecha es la inhibición de los medios y partidos que durante mucho tiempo se han negado a tratar o reconocer un problema, una cerrazón que además ha facilitado la circulación de versiones conspiranoicas o fantasiosas (como que todas las denuncias que no acaban en condena son falsas). Otra es la que presenta esto como una guerra entre hombres y mujeres, una especie de competición nacionalista particularmente absurda y desconectada de la realidad.
Esto no existe hace lo que debería hacer un libro de su clase: es difícil, y muy pocos lo consiguen. Analiza un fenómeno social con rigor y libertad, detecta aspectos que fallan a nivel legislativo y comunicativo, describe una desconexión entre el discurso prestigioso y la realidad, y trata de influir en el debate señalando las imperfecciones de una ley que, mientras trata de corregir la injusticia, acaba provocando otras.