El mundo entero puede ser una democracia. Lo creía Jorge Semprún, y no dejaba de decirlo todo el tiempo, aunque me parece que nunca fue suficientemente escuchado. No lo decía como si se tratara de un dogma de fe ni como un mantra sino como una certeza a la que le había llevado su propia experiencia.
Vivía en París, hijo de la tradición católica y liberal republicana, a donde llegó exiliado tras la guerra civil española. Había estado en un campo de concentración alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Durante años creyó, y predicó, que su doctrina, el comunismo, que se dictaba en la URSS, era la solución a los problemas, hasta que descubrió el terror. Dijo: “Dejar de ser comunista no significa desentenderse de la vida real, significa transformarse totalmente en una cosa diferente, en un hombre libre”.
Para Jorge Semprún, Europa no era una entelequia sino su biografía. El sentido de una vida.
Esa Europa que había albergado dictaduras por todas partes era capaz de reconstruirse como una sociedad libre, y conseguir que esa libertad se extendiera con garantías.
Europa, y su proyecto transnacional, le parecía un estupendo modelo de organización. Surgida en la posguerra mundial como grupo de cooperación económica entre democracias recién reinstauradas, como la alemana y la francesa, y de la democracia más antigua del continente, Reino Unido, Europa se había convertido en una realidad política única en la historia.
Europa solo admite en su seno, que sigue ampliándose, a países democráticos: esa ha sido su mayor exigencia, y lo saben bien España, Serbia o Turquía. Europa es garantía de derechos y de libertades. Y también de secularización: hablamos de resolver los problemas con la política y no con la moral. Y es garantía de cooperación, como se está comprobando en la crisis que padecemos, y de estabilidad y de pluralidad y de justicia y de individuos y de igualdad. Y es una apasionante obra en marcha.
Como obra en marcha, Jorge Semprún echaba de menos una mayor unidad política: le habría gustado que se hubiera aprobado la Constitución Europea (cuyo fracaso en varios referendums nos está ahora costando muy caro, y no va a dejar de hacerlo) y que sirviera para unificar políticas económicas, migratorias, sociales, educativas, sanitarias, energéticas, jurídicas… Creía que además de definirlas legalmente, los poderes públicos tenían que contribuir a que fueran eficaces.
Era tan grande su deseo de que hubiera una carta magna común que escribió un ensayo, a cuatro manos, con la colaboración de Dominique de Villepin, El hombre europeo, para tratar de convencer a los escépticos, sin mucho éxito. En este libro, de urgencia, insiste en la idea de que el mundo entero puede ser una democracia: Europa es un primer paso, una plataforma para conseguir ese objetivo global.
Esa idea de plataforma explica la insistencia de Jorge Semprún para que Turquía formara, cuanto antes, parte de Europa: su ejemplo serviría para que el mundo musulmán del Mediterráneo y de Oriente Medio encontrara un referente poderoso que le llevara a transformar sus modelos políticos y sociales. No le dio tiempo a reflexionar sobre la primavera antiránica del mundo musulmán, que habría visto con gran esperanza: era muy crítico con el islamismo, pero no creía que una determinada religión fuera un obstáculo insalvable para la puesta en marcha de una democracia con garantías. Pero Jorge Semprún se dejaba llevar en ocasiones, y era muy consciente de ello, por el optimismo voluntarista.
Es evidente que Europa no es ahora un proyecto que ilusione a muchos (lleno el continente de verdaderos finlandeses y de Lars von Hitlers y de populistas de todo tipo), y Jorge Semprún sabía que para que pueda volver a resultar ilusionante faltan líderes. E ideas.
Dijo Jorge Semprún que su europeísmo surgía de “la ambición de un ideal: la extensión de la democracia en el mundo”. Y a mí me emocionaba la pasión con la que lo defendía, hasta el final.
(Zaragoza, 1968-Madrid, 2011) fue escritor. Mondadori publicó este año su novela póstuma Noche de los enamorados (2012) y este mes Xordica lanzará Todos los besos del mundo.