Imagen: Wikimedia Commons

Trump o la negación de la historia

Si Trump hubiera leído a Platón sabría que el pudor es más convincente que la presunción. Pero Trump no lee. Ve televisión.
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¡Si tan solo Trump supiera historia! Pienso angustiadamente mientras contemplo la Acrópolis de Atenas y repaso el inmenso historial que bien podría compendiar la civilización de Occidente. Si hubiera estudiado a Platón se habría enterado que con modestia Sócrates convencía a sus interlocutores. Que el famoso “yo solo sé que no sé nada” es un buen punto de partida para llegar a la verdad. Que el pudor es más convincente que la presunción de las engreídas peroratas con las que se regodea en el auto-elogio. Pero no. Trump no lee. Desaforadamente, su vida transcurre frente a una televisión mientras come pantagruélicas hamburguesas.

 Trump no entiende, como sugiere el periodista Nikos Kontandaras en una columna publicada en el periódico griego Kathimerini y reproducida por el New York Times, que en su desatinado afán por “recuperar la grandeza estadounidense”, Trump ha ido destruyendo las bases que posibilitaron el predominio militar, económico y cultural estadounidense actual.

Si la grandeza de una nación se mide en términos de influencia global, nadie podría poner en duda que en los últimos 70 años el arquitecto principal del orden mundial ha sido Estados Unidos. Todo el mundo sabe, escribe Kontandaras, que los estadounidenses crearon las organizaciones multinacionales y establecieron los acuerdos de paz, estabilidad y desarrollo económico; que organizaron el mundo de la forma que más les convenía porque sabían que así obtendrían los mayores beneficios; y que para cumplir este objetivo utilizaron una compleja red de alianzas, organizaciones y tratados que hoy Trump se empeña en destruir.

Si Trump, pienso yo, pudiera dejar de ser Trump por tan solo un momento y se esforzara por asimilar las enseñanzas de la  historia, entendería que los grandes imperios han tenido etapas de desarrollo y decadencia semejantes. Sabría, por ejemplo, que cuando las ciudades-estado griegas dejaron de pelearse entre sí y se aliaron para combatir a los invasores persas, sentaron las bases de un imperio que habría de dominar el Mediterráneo y Asia menor.

Los atenienses descubrieron que exportando sus valores democráticos, su cultura filosófica, científica, literaria y cívica, y ofreciéndoles protección militar a sus aliados, podían manipularlos a su antojo y obtener así mayores beneficios. El poderío naval de los atenienses con el que establecieron su dominio marítimo fue financiado con dinero aliado, y fue gracias al tributo que estos pagaban que Atenas pudo financiar los templos cuyas ruinas aún adornan la capital griega.

Desafortunadamente, Trump no sabe historia y ni siquiera entiende con claridad quiénes son sus aliados naturales y quiénes sus enemigos. Su agigantado ego le impide comprender que su errático estilo de gobernar ha ido minando la credibilidad de Estados Unidos.

Su imagen se ha reducido tanto que la semana pasada los líderes de una centena de países reunidos en Naciones Unidas se carcajearon al oír el bochornoso discurso con el que el presidente del país más poderoso del mundo se auto-elogiaba. Nunca antes en la historia de este país un presidente había sido humillado de esta manera.

Para mi es evidente que el ascenso de Trump a la cúspide del poder estadounidense no fue un accidente sino un infortunado producto del brutal desgarramiento que sufre el país que se debate en dos bandos ideológicamente irreconciliables.

Una pugna que por el momento se libra durante las audiencias del Comité del Senado para confirmar o rechazar al magistrado cuyos votos decidirán el rumbo de la Suprema Corte de Justicia por décadas. Quiero pensar que al final de cuentas el juicio de quienes entienden que las mujeres no son objetos sexuales sino seres humanos que merecen todo nuestro respeto prevalecerá. Quiero creer que el conmovedor testimonio de una joven mujer que fue víctima del acoso sexual de un hombre que hoy quiere aparecer como santo virginal, ayudará a tender puentes de entendimiento que restauren la confianza del país temporalmente perdida. Hago votos por que el criterio de la facción progresista del Senado recupere la tradición humanista que nos heredaron los griegos y porque la razón se imponga a la bravata.

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Escribe sobre temas políticos en varios periódicos en las Américas.


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