En su boletín a Kind of Refugee, la escritora estadounidense de padres ucranianos Larissa Babij ha desarrollado uno de los aspectos más estimables de la guerra de afirmación y supervivencia que está librando el pueblo de Ucrania:
“Como las milicias ciudadanas cuya historia se remonta a las antiguas ciudades-Estado griegas y llega a las ‘milicias bien reguladas’ que fueron la premisa para el derecho constitucional de los americanos a portar armas, la defensa militar de Ucrania toma fuerza de su cercanía a la tierra (el hogar), de la gente (cooperación ciudadana) y de la virtud de defender lo que es nuestro.
¿De dónde ha sacado la gente de hoy la idea de que una acción militar coordinada y la destrucción del enemigo con el fin de protegerte a ti mismo, a tu tierra y a tu gente es algo malo? Aún más peligrosa es la idea de que podemos protegernos evitando que nuestro pensamiento vaya en esa dirección. ¿En qué tradición ideológica cabe querer delegar la protección de lo que es nuestro (la tierra, los intereses, la gente) en terceros o esperar que el ejército o ‘la paz’ nos protejan? ¿Y a qué intereses sirve evitar pensar en la acción militar y participar en ella?”
Babij nació en Estados Unidos pero vive en Ucrania desde hace años. Cuando las bombas rusas empezaron a caer y los tanques se acercaban salió de Kiev. Después de sopesar sus opciones, y reflexionar sobre las implicaciones éticas de su elección, decidió quedarse en Ucrania. Primero trabajó para hacer llegar medicinas a los soldados en el frente. Después se alistó como voluntaria en el ejército popular que combate al invasor ruso.
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Los ucranianos que abandonan su país por la guerra merecen, por supuesto, toda nuestra simpatía. Yo mismo he dedicado muchas horas y bastante dinero a ayudarles a llegar a su destino desde la Estación del Norte de Bucarest. Pero son los que se quedan quienes están manteniendo en pie a Ucrania. Para conocer y dar apoyo a esta gente, en las últimas semanas he viajado dos veces a Odesa. La última este mes de agosto.
En medio del ulular de las sirenas que anuncian posibles ataques aéreos, los habitantes de la ciudad y los desplazados que han elegido establecerse en Odesa hacen vida relativamente normal y mantienen en funcionamiento bares, restaurantes, tiendas, clínicas, mercados, transporte y servicios públicos. Cada grivna gastada en Odesa o en cualquier otra ciudad del país es una infusión de normalidad y liquidez para la castigada economía de Ucrania.
Pero no hace falta estar en Ucrania para ayudar. El diplomático ucraniano Olexander Scherba tuiteó el otro día sobre Pavel Fedosenko, propietario de una pizzería en la ciudad de Jarkov, una de las más castigadas por las fuerzas de Putin. Fedosenko no solo ha permanecido en la ciudad. Bajo los bombardeos diarios, mantiene la pizzería abierta. Con donaciones que le llegan a su cuenta de paypal, veter_88@ukr.net, ofrece pizza gratis a soldados, médicos, trabajadores de emergencias y víctimas civiles de los bombardeos.
Una noche, antes del toque de queda, que empieza a las once en Odesa, un hombre con una guitarra animaba a los transeúntes con un amplio repertorio de canciones populares rusas, éxitos occidentales y música patriótica ucraniana. Hasta minutos antes de las once, hombres y mujeres, niños y jóvenes bailaban sobre el empedrado de la calle Derybasivska al ritmo de la música del cantante. También ellos contribuyen al esfuerzo de guerra de Ucrania.
(Derybasivska debe su nombre a uno de los artífices de la ciudad, el aristócrata de origen barcelonés nacido en Nápoles, José (¿Josep?) de Ribas, que conquistó con los ejércitos de la emperatriz Catalina el territorio sobre el que se fundaría Odesa).
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En las carreteras ucranianas, los soldados de los puestos de control no extorsionan ni intimidan. Pese al riesgo de que se infiltren provocadores y propagandistas hostiles, los hombres armados que se encargan de estos filtros apenas hacen preguntas al viajero extranjero. Quizá sea otra señal de que Ucrania es una democracia.
Más difícil que entrar a Ucrania es salir, porque los soldados de las alcabalas (como llaman en Venezuela a estos puestos) dan el alto a los autobuses para controlar a los hombres. Para evitar una desbandada, el presidente Zelenski ha prohibido a los hombres en edad militar que abandonaran el país durante la guerra, siempre que no tengan una discapacidad, un pasaporte extranjero o sean padres de tres o más hijos.
En algunas alcabalas los soldados hacen bajar a todos los varones. Mientras revisan los documentos nos hacen esperar junto al autobús. Aunque el tratamiento es impecable, los militares se esfuerzan en hacer visible su reproche. Nosotros nos quedamos para que un día podáis volver si las cosas salen bien, deben de pensar los soldados, entre los que también hay mujeres, de quienes huyen.
Después de unos minutos de espera en que algunos escrutados fingen relajación bromeando, los hombres volvemos a subir al autobús, que arranca cuando termina el walk of shame al que los soldados quieren someternos con la audiencia femenina de a bordo como aliado más o menos voluntario. Al subir al autobús llevo a la vista mi pasaporte rojo de España. El ucraniano es azul, y así intento evitar el juicio de quienes ven la guerra como asunto exclusivo de los hombres.
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Todo lo que cuento aquí, y otros muchos aspectos de la movilización en Ucrania, deberían despertar el entusiasmo de la derecha preocupada por la deriva disoluta de Occidente. Sin embargo no está siendo así. Muchos de quienes llevan años reclamando principios y gallardía a nuestros gobernantes ignoran, denigran o restan valor al ejemplo de Ucrania. A mí personalmente me han decepcionado.
¿Qué demuestra su cinismo hacia Ucrania? Que son conservadores en la peor acepción del término. Su causa no se inspira en valores auténticos, sino en los antagonismos y las convenciones estéticas y formales que definen su ideología.
Estos conservadores odian más al disoluto Occidente que estiman la rectitud que proclaman. Esta Ucrania –multilingüe, multiétnica y en transformación– es, a sus ojos, una nación bastarda y una extensión del Occidente decadente al que odian. Que el enemigo les sea ideológicamente afín hace aún más natural que rechacen alinearse con Ucrania.
Hasta hace poco creía que a esta derecha (que no es toda la que ha sido despachada como extrema y ultra) le molestaban, sobre todo, el relativismo nihilista y la apatía moral de muchas manifestaciones posmodernas de Occidente. La Ucrania que lucha por existir en libertad es un ejemplo de lo contrario, pero no pueden abrazarla. Porque ven más decadencia en alguien como Zelenski, que salió desnudo y vestido de mujer en la tele, que en la crueldad y la mentira sistemática de un tradicionalista como Putin.
Marcel Gascón es periodista.