Para Sherlock Holmes. Así ha resultado ser el drama alrededor de la muerte de Alexander Litvinenko. Como sucede muchas veces, la realidad superó a la ficción. Un agente policial ruso del Servicio Federal de Seguridad (SFS), heredero de la tristemente célebre KGB, se hace cargo en 1994 de la investigación del intento de asesinato de Boris Berezovsky –uno de los hombres más ricos de Rusia y miembro de la pequeña elite de industriales que ha acumulado un notable poder económico y político–, y termina denunciando a la agencia que representa y estableciendo una cercanísima relación con el propio Berezovsky. Sin ocultar su identidad ni su rostro –como acostumbran otros disidentes– Litvinenko acusa a la SFS, en los medios de comunicación, de haber planeado el asesinato de su nuevo amigo y de otros críticos del gobierno. Es apresado más de una vez y acaba huyendo, primero a Turquía y posteriormente a Londres, donde obtiene asilo y, más tarde, la codiciada ciudadanía británica. Ahí continúa con su labor crítica y termina involucrado en descubrir la verdad tras el asesinato de la periodista Anna Politkovskaya, cuya columna era una denuncia permanente a la política del Kremlin en Chechenia.
La extraña biografía de Litvinenko culminó en noviembre. Después de una reunión con otros ex agentes de la KGB y un almuerzo de comida japonesa con un profesor italiano el día 1, Litvinenko pasó por una larga agonía hasta el 23, en que murió, después de acusar al gobierno ruso de haberlo envenenado. El corolario del drama fue el descubrimiento de que Litvinenko había fallecido, en efecto, intoxicado: sus asesinos se habían empeñado, por lo demás, en dejar una huella clara de sus actos. Habían administrado al ex agente una dosis de un isótopo radioactivo llamado Polonio 210, que es altamente tóxico cuando se absorbe, se respira o se digiere. Un pequeño cubo de Polonio 210 de 0,35 mm por lado y 400 microgramos de peso contiene 3.400 dosis letales.
El Polonio 210 que mató a Litvinenko dejó su rastro en todas partes: en el cuerpo de quienes se reunieron con él después desde el 1 de noviembre, en el de su familia y amigos y en varios aviones de British Airways que habían volado entre Moscú y Londres. Ante la evidencia, el gobierno de Putin se desligó del asesinato y pidió al gobierno británico que evitara la “politización” del caso. Rusia, afirmo Dmitry Peskov, un portavoz de Putin, “es un país totalmente nuevo” que ha dejado atrás los viejos usos soviéticos.
Peskov debió haberse remontado en el tiempo más allá del siglo XX. La tradición de sofocar la libertad de expresión tiene una historia centenaria en Rusia. La costumbre de eliminar a los críticos del poderoso se remonta al siglo XVI con la brutal Oprichnina de Iván el Terrible y pasa por la Okhrana de los Romanov, antes de culminar con la política de terror indiscriminada de la KGB estalinista.
La Rusia de Putin ha erigido, si acaso, un “nuevo” modelo económico que podría calificarse como de petroestado burocrático. Un orden que se sustenta en un solo pilar –la riqueza petrolera del país–, que ha revertido el proceso de privatizaciones, ha recuperado el control de la producción de innumerables bienes –sobre todo los energéticos– y ha generado una nueva burocracia de industriales-funcionarios que han distorsionado la competencia económica y reducido a la iniciativa privada al papel de un cabildo más. Pero políticamente no es un “país nuevo”, ni totalmente, ni en parte.
La inercia de la historia ha llevado a Putin a sumar a su peculiar modelo económico un sistema político crecientemente autoritario. La democracia “dirigida” rusa es, como todas las democracias con adjetivos, un eufemismo que oculta una dictadura. En palabras de un crítico ruso, “en una democracia ‘como las europeas’, las autoridades organizan las elecciones. En una democracia ‘dirigida’, las autoridades organizan las elecciones y deciden también el resultado”. La Rusia de Putin ha revertido al monopolio del poder en manos de un solo partido. Así como el gigante gasero Gazprom ha establecido un monopolio creciente en la distribución del gas natural, Rusia Unida, el partido del presidente –cuya única bandera es la lealtad a Putin– controla y gana todas las elecciones. Nuevas regulaciones que pesan sobre partidos y elecciones han abierto las puertas de la Duma tan sólo a aquellas organizaciones que apoyan al gobierno y han neutralizado al Parlamento.
Los partidos liberales no han podido liberarse del estigma de la crisis financiera de 1998 y tienen una fuerza electoral muy reducida. Para lidiar con otras organizaciones que han conservado una base de votantes más numerosa, como el Partido Comunista, los estrategas del Kremlin han procreado y financian a partidos clones que quitan votos a sus modelos originales. Putin ha diseñado otros corsés para sujetar a todas las fuerzas políticas. En 2005, el gobierno dio a luz a Nashi (Los nuestros), que agrupa a jóvenes radicales cuya función inmediata es impedir que políticos independientes (como el carismático ex primer ministro Mijaíl Kasyanov, que pretende participar en las elecciones presidenciales del 2008) puedan transmitir su mensaje en reuniones abiertas. A largo plazo, la creación de Nashi busca evitar que los jóvenes se sumen a movimientos como la “revolución naranja” ucraniana que puedan poner en peligro al régimen.
El eje de la democracia dirigida rusa es el control gubernamental de los medios de comunicación. La ubicua Gazprom se apropió hace cinco años de NTV, la más importante cadena televisiva. A partir de entonces, el Estado ha absorbido al resto de los canales de TV, de estaciones de radio y de medios escritos, donde sólo contadas publicaciones –como el semanario Novaya Gazeta– escapan al control o a la censura gubernamental.
La democracia sui generis de Putin cuenta, por lo demás, con el apoyo de amplios sectores de la sociedad. La memoria de la inestabilidad económica que acompañó a los años de gobierno de Boris Yeltsin parece haber contribuido también, no sólo a la sovietización del sistema político, sino de las mentalidades. Una encuesta reciente (llevada a cabo por el Centro Levada en abril) descubrió que casi la mitad de los rusos interrogados estaba dispuesta a sacrificar la libertad y la defensa de los derechos humanos a cambio de bienestar material. Los encuestados colocaron al “fortalecimiento de la democracia y la libertad de expresión” en el octavo lugar de importancia de la agenda política.
El aparato judicial y la policía se han convertido, asimismo, en instrumentos de control del gobierno de Putin. Es imposible no “politizar” el asesinato de Litvinenko y muy difícil creer en las profesiones de inocencia del presidente y sus allegados. En julio del 2005, líderes de oposición y de la sociedad civil rusa aprovecharon la junta del g8 en San Petersburgo para documentar, frente a medios de información occidentales, “la campaña de represión política” que ha emprendido el Kremlin. En la retórica retorcida que caracteriza su peculiar democracia, Putin calificó el interés de Occidente en la democratización rusa como “neocolonialismo”. Pero la verdadera respuesta del presidente llegó a través de la Duma: ese mismo mes, la Cámara Baja del Parlamento aprobó una ley que permite a los servicios especiales rusos asesinar a los enemigos del Estado en cualquier rincón del planeta. Norma que probablemente selló el destino de Alexander Litvinenko, y lo convirtió en un símbolo más de la tolerancia frente a la crítica que priva en la “nueva” Rusia de Vladimir Putin. ~
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.