El asesinato de dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas en la sierra Tarahumara el pasado 20 de junio rompió por unos días la normalización de la violencia en que vivimos desde hace ya bastante tiempo, que se ha saldado en casi 400 mil asesinatos y 100 mil desaparecidos.
Sería una tragedia más que se suma a las de miles de familias, con una diferencia: esta le dio el tiro de gracia a la escasa legitimidad que ya tenía la “estrategia” de seguridad del presidente López Obrador. Aun así, fiel a su estilo de gobierno, AMLO ratificó, por enésima ocasión, que como todo va bien no la cambiará.
La herencia
Con lo ocurrido en estos tres años y medio del sexenio, se puede delinear lo que será la herencia en materia de seguridad del mandatario. A grandes rasgos puede resumirse en cuatro puntos.
Primero, niveles elevados de las múltiples violencias –homicida, intrafamiliar, contra las mujeres, etc.– que han desgarrado la convivencia y el tejido social en miles de comunidades, sumidas en espirales de violencia y odio difíciles de revertir. Una estimación simple arroja que el sexenio terminará con una cifra de entre 200 y 215 mil asesinatos –contra 120 mil del sexenio de Calderón y 156 mil de Peña Nieto— y alrededor de 125 mil desaparecidos.
Segundo, un crimen organizado más empoderado y violento que ha avanzado en el control de instituciones del Estado y de territorios, y que interviene con mayor descaro y frecuencia en los procesos electorales, a fin de ganar poder político y complicidad que garantice la impunidad de sus actividades. No hay estadística confiable, pero deben ser cientos de municipios con sus respectivas policías y muchas más autoridades de los tres niveles de gobierno trabajando para el crimen organizado. Miniestados mafiosos y la democracia en riesgo.
Tercero, una vez ampliado el paraguas de la protección política y policiaca por esa captura de las instituciones estatales, las organizaciones criminales habrán expoliado sin misericordia a la sociedad. En la encuesta de victimización de empresas levantada por INEGI en 2020 (aún no se da a conocer la de este año) se estima el costo de la inseguridad en 358 mil millones de pesos, 1.9% del PIB de 2019. En la encuesta de victimización de personas, levantada en 2021, el costo para las familias de los delitos sufridos fue de 277 mil millones de pesos, 1.85% del PIB de 2020. Para tener una referencia: el programa de apoyo a adultos mayores repartió en 2021, 238 mil millones de pesos. ¿A cuánto ascenderán esos montos en 2024?
Por si lo anterior fuera poco, la última parte de la herencia de AMLO será una institucionalidad de seguridad y justicia abandonada y atrofiada. Policías locales en la ineficacia e ineptitud por falta de apoyos y presupuesto; ministerios públicos que son un hoyo negro de incapacidad y corrupción, y la FGR con una autonomía pervertida para el uso discrecional y político del presidente y las venganzas personales del fiscal general. Además, una Guardia Nacional ineficaz por militarizada y convertida en un enorme problema administrativo y operativo que costará mucho tiempo y dinero enderezar.
Consenso para un acuerdo de Estado
Después de tres sexenios de enfrentar el problema, México estará en una situación crítica. La ecuación básica detrás del problema es sencilla por obvia: si hay crimen poderoso es porque el Estado es muy débil, es un juego de suma cero. El problema es que AMLO la habrá desequilibrado en favor del primero. Por ello, cualquier estrategia de seguridad tendrá que pasar por un proceso de fortalecimiento de las instituciones del Estado responsables de la seguridad y la justicia: policías civiles (no militares), ministerios públicos, poderes judiciales y sistema penitenciario. Reconstruir esa institucionalidad será condición necesaria, pero no suficiente. Se requieren también políticas específicas para reducir violencias e inseguridad y para la reconstrucción del tejido social de las comunidades: prevención; investigación y persecución de delitos; desarticulación de bandas criminales; todas las modalidades de procuración e impartición de justicia; atención a víctimas, y rehabilitación de presos, por mencionar algunas.
Sin embargo, esto no parece haber sido entendido por la clase política. No ha habido continuidad de estrategias de seguridad porque el tema está demasiado politizado. No se diseñan políticas con base en evaluaciones serias (no existen esas evaluaciones, nunca se han hecho), sino con el afán de culpabilizar a los gobiernos de otros partidos. Fortalecer instituciones cuesta dinero y lleva tiempo, y como no es electoralmente rentable en el corto plazo, patean el bote. Desde 2013, primer año de gobierno de Peña Nieto, el presupuesto total de seguridad y justicia se estancó. Desde el final de su sexenio y en lo que va del actual ha disminuido. Ello es responsabilidad del Ejecutivo, pero también del Legislativo, en donde participan todos los partidos. Ambos han faltado a su responsabilidad. No se diga de los poderes judiciales.
El próximo gobierno tendrá que diseñar políticas específicas, pero la reconstrucción de las instituciones requiere de un acuerdo nacional –con la participación de los gobiernos estatales y municipales, pues la seguridad se construye desde lo local y de los tres poderes de la Unión, más la sociedad civil— de largo alcance, sin miopías partidistas e ideológicas y con la suficiente voluntad política para que se traduzca, entre otras cosas, en prioridad presupuestal transexenal. Felipe Calderón lo intentó: se firmó un acuerdo de esa naturaleza en agosto de 2008, pero pocos se comprometieron con su cumplimiento. Pronto se olvidó. Ojalá y haya la madurez política para convocarlo, concretarlo y cumplirlo. Es indispensable.
¿Y mientras?
Que el gobierno federal no cambiará su estrategia fallida es un dato cierto y al parecer inamovible. Sin embargo, ello no significa que debamos esperar a que se vaya para comenzar a trabajar. Sobre la base de que la seguridad ciudadana se construye desde lo local y con la amplia exigencia y participación de la sociedad civil organizada, han operado proyectos en varios municipios y estados –Ciudad Nezahualcóyotl, Escobedo, Tampico, Yucatán, Tamaulipas, y en el sexenio de Calderón, Ciudad Juárez, Morelia, La Laguna y Monterrey entre otros— que sí han logrado contener y reducir la violencia e inseguridad. Las políticas específicas para reducir cierto tipo de delitos varían de lugar a lugar, pero todos esos proyectos tienen en común estos elementos: a) la voluntad política de gobernadores y presidentes municipales, que se traduce en un proceso de fortalecimiento de sus policías y ministerios públicos; b) el apoyo de las autoridades federales, ya que en muchos lugares solo el Ejército y la Guardia Nacional tienen la fuerza para enfrentarse a las organizaciones criminales; c) la participación sistemática y activa de grupos y actores de la sociedad civil (empresarios, medios de comunicación, iglesias, ONGs de derechos humanos y de víctimas, observatorio ciudadano, etc.). Esos tres componentes se traducen en acciones coordinadas en una mesa de seguridad con la participación de todos; la sociedad civil da seguimiento, evalúa las acciones y exige que las instituciones no abandonen la mesa. Multiplicar esos proyectos, a partir de la demanda ciudadana organizada, debiera ser la tarea inmediata.
Es especialista en seguridad nacional y fue director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN). Es socio de GEA.