Decía el filósofo estadounidense Michael Walzer que una sociedad donde la atención médica se otorga únicamente a quien tiene la solvencia económica para pagarla es una sociedad injusta. El lucro y la rentabilidad deben permanecer ajenos al ámbito de la salud pública, y cuando se inmiscuyen en él son parteras de injusticia. La necesidad es el criterio supremo en la esfera de la salud.
Parecería un dato obvio, pero resulta indispensable recordarlo ante sistemas de salud pública como el estadounidense: un ordenamiento sanitario, casi en su totalidad privado, en el que los servicios médicos tienen costos prohibitivos y carecer de un seguro médico es el camino más rápido que puede tomar un ciudadano hacia la quiebra, la muerte o una atención de cuarta (alegatos, por cierto, vehementemente señalados por Bernie Sanders).
Por lo tanto, no son sorpresa las noticias que llegan de Estados Unidos sobre personas infectadas por la Covid-19 que no recibieron atención médica por carecer de un seguro, o por temor a caer en la insolvencia frente a los famosos deducibles y copagos. Tampoco sorprende, en el mismo sentido, la decisión de naciones como Irlanda y España de tomar el control de los hospitales privados durante la crisis (más modesta, la anunciada colaboración del sector privado con el gobierno mexicano consiste en ceder tres mil camas para ofrecer atención de segundo nivel a pacientes del sector público, durante un mes). Detrás de la decisión hay una racionalidad organizativa pero también de justicia: en temas de salud, nadie debe quedar a merced del lucro de corporaciones privadas, y menos ahora.
Pero el criterio de la necesidad ya no sirve para guiar las decisiones públicas en materia de salud cuando la demanda se desborda. Se ha repetido hasta el cansancio que el reto de la sociedad mexicana, y de cualquier otra ante la epidemia, es ralentizar la propagación de la enfermedad para que no se sature la ya de por sí mermada capacidad sanitaria de la nación. Está por verse si México será capaz de contener el crecimiento exponencial del número de contagiados, pero hay motivos para desconfiar de ello. Y cuando llegue el desbordamiento, el personal médico enfrentará dilemas éticos irresolubles al decidir qué pacientes deben recibir la atención crítica.
Consideremos, por ejemplo, la disponibilidad de ventiladores mecánicos, ese dispositivo que representa la última y muy precaria tabla de salvación para los pacientes cuyos pulmones ya no pueden solos. Según un estudio reciente de México Evalúa
((Mariana Campos y Xhail Balam, “La infraestructura hospitalaria ante el Covid-19: debilidad extrema,” Nexos, 30 de marzo, 2020, https://www.nexos.com.mx/?p=47571
))
, el país tendrá un déficit de al menos cinco mil ventiladores. A pesar de los llamados a la calma por parte de la autoridad (desde la presidencia se anuncia que se adquirirán los cinco mil ventiladores faltantes, y desde el gobierno de la ciudad de México se afirma que se trabaja en la reparación y fabricación de otros tantos ventiladores), es muy probable que falten ventiladores, como ya ocurrió en Italia y en Estados Unidos. Los autores del estudio citado hacen una advertencia: “No podemos permitir que el juicio médico tenga que decidir quién ingresa y quién no, y que la derechohabiencia de los pacientes determine el acceso a los ventiladores mecánicos.”
((Ibid.
))
¿Qué debe determinar entonces el acceso si no el juicio (arbitrario) de una persona o las prestaciones de la ley? ¿Cuál es el criterio para decidir quién debe recibir el ventilador y quién no? Se trata de una decisión trascendental que decide sobre la vida y la muerte de personas. Por fuerza, la pregunta nos lleva a un ejercicio incómodo de valoración comparada de vidas humanas.
Hay varias alternativas y todas son descorazonadoras. Lo reconoce una vasta literatura en bioética
((Un esbozo reciente de esas alternativas aparece en: Ezekiel J. Emanuel et al., “Fair Allocation of Scarce Medical Resources in the Time of Covid-19,” The New England Journal of Medicine (2020): 1-7.
))
y una reciente “Guía Bioética de Asignación de Recursos de Medicina Crítica,” elaborada por el Consejo de Salubridad General. La primera opción es atender a los pacientes conforme acudan a los hospitales: un modo de proceder que no discrimina y, en algún sentido, que trata a todos por igual. Cualquiera puede ser el primero según lo dicte el azar del contagio.
Tal ruta no es la mejor, sin embargo, si de lo que se trata es de salvar al mayor número de personas. Si esa es la meta, la decisión sobre la asignación ideal de la atención sanitaria tendría que incorporar y combinar una serie de consideraciones morales adicionales. En primer lugar, tendría que atenderse prioritariamente a quienes tuviesen más que aportar a la sociedad. Para restringirnos a las aportaciones en el combate a la propia pandemia, habría que dar atención preferente al personal médico contagiado (como retribución, además, por su servicio). También, si de sacar el mejor provecho a los recursos escasos se trata, tendría que privilegiarse a quienes no tienen una comorbilidad (diabetes, hipertensión, etc.), porque la probabilidad de salvarlas es mayor, o a jóvenes antes que a adultos mayores, por la misma razón, y porque los jóvenes tienen aún mayor número de años de vida “por completarse,” para usar la expresión de la “Guía Bioética.”
Pero estas consideraciones no hacen sino despertar otras interrogantes. Si enfermedades como la diabetes tienen un fuerte componente socioeconómico (la población de bajos recursos es más propensa a la diabetes, por ejemplo), ¿relegar a pacientes con ese padecimiento (fruto de una epidemia previa) no equivaldría a penalizar a los menos privilegiados socialmente? Y aunque no existieran esas consideraciones socioeconómicas, ¿por qué sacrificar al más “débil,” inmunológicamente hablando? Si se decide atender a quienes tienen un horizonte más amplio de vida: ¿con qué justificación? Desde la perspectiva de la maximización, ¿no sería mejor sacrificar a los jóvenes y salvar a los adultos mayores, que tienen más experiencia en la vida? Finalmente, a la luz de estas interrogantes, ¿no será mejor apegarse al primer modo de proceder, es decir, dar atención al primero que se presente a un hospital con síntomas graves, a expensas de los que vienen después, sean quienes sean, sin echar a andar cálculos utilitarios y respetando así su dignidad humana?
Este ejercicio de ponderación ética puede llegar a ser laberíntico e, insisto, desagradable, rozando lo inhumano al comparar vidas humanas como si se tratase de fichas de cambio. La alternativa es cruzarse de brazos, suspender el juicio y dejar que el azar imponga sus criterios.
Estas son reflexiones para los responsables de tomar decisiones en la trinchera. Las deliberaciones se harán de acuerdo con un triaje, un protocolo de selección para elegir a quienes recibirán atención prioritaria en emergencias y desastres (rastreable históricamente hasta las guerras napoleónicas, cuando había que elegir a cuál soldado salvar y cuál dejar morir). No sé cuánto juego puedan tener esas deliberaciones en los hospitales de México, donde, para decirlo con trágica ironía, el personal médico, ya de por sí escaso, apenas tendrá un respiro. Poner en marcha una división de labores como la que sugiere la “Guía Bioética” (el personal de salud en contacto con los pacientes no debe tomar decisiones de triaje) en el seno de un sistema de sanidad como el mexicano, que lucha por hacerse de un número suficiente de cubrebocas, parecería un lujo incosteable. Tampoco sé cuánto puedan importar para los familiares de los infectados, que en el momento de la tragedia querrán atención impostergable para los suyos, sin importar su edad o su condición de salud. ¿Recibirán con resignación la noticia de que su pariente no puede ser intubado porque otro paciente tiene prioridad? ¿O que se le debe retirar el ventilador para intubar a otra personas con mejores esperanzas de vida? Apenas hace unos días, en algún hospital de la ciudad de México, un enfermero salió a notificar el deceso de un paciente con Covid-19 a sus familiares, quienes lo tundieron a golpes. Esa es la civilidad con la que tendrán que habérsela el personal médico durante la tragedia: la ecuanimidad mexicana, tan extendida en este país. El vaticinio no es bueno. Cuando la escasez es extrema, cuando la supervivencia va de por medio, estamos de vuelta en el estado de naturaleza hobbesiano, donde cada quien pone sus intereses delante de los de los demás. Y por las malas. La catástrofe natural traerá consigo otra social en los hospitales de México.
es académico del Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM.