Toda democracia soporta un sistema de opinión y, de vez en cuando, asume la responsabilidad de renunciar a la incompetencia, la irracionalidad y la falta de ratificación científica a la hora de diseñar e impulsar las medidas de política criminal. Al respecto, la denominada violencia de género, es decir, la violencia contra las mujeres en el ámbito de la pareja o expareja, no iba a ser una excepción.
El discurso normativo que denuncia la violencia contra las mujeres está en crisis y lo está, a mi juicio, no solo por el negacionismo de la ultraderecha. Políticamente se ha considerado que es el machismo y, en concreto, el machismo que perfila la identidad del varón, el único indicador para abordar este fenómeno delictivo. Esta creencia sostiene que la violencia contra las mujeres es unicausal, ligada únicamente a la desigualdad estructural y social entre mujeres y hombres. El alcance de esta idea tiene importantes consecuencias en las medidas de prevención e intervención, pues ignora que existen otros factores que pueden tener un papel relevante en la motivación de la agresión y por ende, del delito (Pereda y Tamarit, 2019).
Además, en lo que respecta a esta discusión, hay que señalar que persiste una confusión entre tres realidades que, aun pudiendo estar relacionadas y presentarse a la vez, son bien diferenciadas: la violencia contra las mujeres, la violencia en la pareja y la violencia de género (o machista). No toda violencia contra una mujer está motivada por el machismo o la desigualdad de género y no toda violencia en la pareja tiene como resultado a una mujer como víctima y a un varón como victimario. Sin la pretensión de entrar en un análisis léxico o etimológico, creo que la reflexión sobre estos términos es fundamental dado que sobre ellos y a propósito de ellos se organiza un potente discurso político e institucional, el cual constituye posteriormente el marco de referencia para el trabajo profesional.
En general, podemos entender la violencia contra las mujeres como todo acto violento que tenga como resultado un daño físico, psicológico, sexual o económico para la mujer, pudiendo estar ese acto relacionado o no con el género. Esto es, podríamos contemplar aquí a aquellas mujeres que son víctimas de la ocupación ilegal de su vivienda como a aquellas que sufren una agresión sexual, ya sea en una relación de pareja o en un contexto de guerra para humillar al enemigo.
La violencia contra las mujeres es la expresión que se utilizó en la 4ª Conferencia mundial sobre la mujer celebrada en septiembre de 1995, en Beijing. El Informe de dicha Conferencia animaba a los representantes de los Estados a crear e impulsar políticas que permitieran dar visibilidad a esta problemática y combatirla, en sus múltiples manifestaciones. Dicha expresión también se encuentra en el Convenio de Estambul (2011/2010), del Consejo de Europa. Se trata de una normativa internacional que enfatiza la prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica (no exclusiva hacia la mujer). Si bien el Convenio de Estambul incluye “la violencia basada en el género” (gender-based violence), lo hace aludiendo a aquella violencia que se motiva por desafiar “los papeles, comportamientos, actividades y atribuciones socialmente construidos que una sociedad concreta considera propios de mujeres o de hombres”. Aunque es una violencia que puede afectar más a mujeres y niñas, no se conceptúa de forma exclusiva y, por tanto, también puede afectar a varones, personas transexuales o personas intersexuales.
En España, la expresión “violencia de género” y “violencia machista” se usan indistintamente para referirse a la violencia cometida por un varón contra una mujer en el ámbito de la pareja o expareja. Ambos apelativos se popularizaron tras la aprobación de la Ley Orgánica 1/2004, de Medidas de Protección integral contra la Violencia de Género. Si bien, el uso de ambos términos ha sido asiduo muchos años atrás, en el movimiento feminista, donde se ha tratado de establecer que existe una vinculación entre la violencia contra las mujeres y la violencia de género, enfatizando que la primera no es una forma cualquiera de violencia sino que tiene una “dimensión social” al aparecer en una sociedad donde predominan los valores patriarcales.
Epistemológicamente y en lo que se refiere a su uso legal, la expresión “violencia de género” resulta problemática por diferentes motivos. En primer lugar, no toda violencia de género ocurre en las relaciones de pareja o son perpetradas por un varón. La LO 1/2004 deja fuera manifestaciones violentas basadas en el género, como la mutilación genital femenina o los crímenes de honor. La violencia contra la mujer en el ámbito de la pareja o expareja es un gran problema social, pero no es el único tipo de violencia contra la mujer y los factores de riesgo no se relacionan con un único factor (machismo).
La investigación científica muestra que los valores machistas pueden ser un factor de riesgo en la violencia contra las mujeres en el ámbito de la pareja o expareja, pero como también lo pueden ser el trastorno antisocial, el consumo de alcohol, la impulsividad o la falta de autocontrol (Shaver y Mikulincer, 2011; Muñoz y Echeburúa, 2016). Si bien, según varios estudios, la influencia de estos factores parece inferior a otro factor, tanto para el agresor como para la víctima. El hecho de haber sufrido experiencias de victimización en la infancia parece ser el principal predictor para sufrir, posteriormente, en la vida adulta, relaciones violentas de pareja (Tamarit, 2020).
Por otro lado, la violencia en la pareja no se reduce a la violencia de género, esto es, a la violencia ejercida por un hombre sobre la mujer, que habiendo mantenido una relación de pareja o expareja, la agrede en un contexto de discriminación y desigualdad de género. La conducta violenta en el contexto de la pareja hace referencia a la violencia física, psicológica, económica y sexual entre personas que mantienen una relación de pareja y/o romántica, al margen de su estado civil, orientación sexual o estado de cohabitación (Arias y Ikeda, 2008, McLaughlin et al., 2012) y puede aparecer en toda clase de parejas (heterosexuales y homosexuales, más o menos jóvenes) y en diferentes etapas de la relación (inicio, consolidación y ruptura) (Muñoz y Echeburúa, 2016).
A propósito de los datos expuestos en varias investigaciones, si atendemos a la variable género en el contexto de la violencia en la pareja, encontramos que la violencia física y la violencia psicológica presentan tasas similares para mujeres y hombres, siendo solo la violencia sexual el tipo de violencia donde la tasa es mayor en hombres como victimario y en mujeres como víctimas (Labrador, Paz, Alonso y Fernández-Velasco, 2012; Graña y Cuenca, 2014; Straus, 2015).
Se constata, asimismo, que la violencia en la pareja no se manifiesta de forma uniforme. En ese sentido, diferentes autores han propuesto distintas tipologías de violencia en la pareja, siendo una de las más influyentes la desarrollada por Johnson (2006, 2008 y 2011) que diferencia dos tipos de violencia en el contexto de la pareja: la violencia controladora coactiva (o terrorismo íntimo) y la violencia situacional (Muñoz y Echeburúa, 2016). Esta clasificación no viene a invisibilizar las consecuencias que la violencia en el contexto de la pareja tiene para uno u otro sexo. De hecho, cabe señalar que las consecuencias de la violencia en el contexto de la pareja son más graves para las mujeres que para los varones, siendo ellas las mayores víctimas en delitos de homicidio y lesiones graves (Holt, Buckley y Whelan, 2008).
Teniendo en cuenta todo lo anterior, se puede apuntar que la gran parte de la clase política actual presenta un profundo desconocimiento de la realidad cuando aborda la violencia contra las mujeres en el ámbito de la pareja o expareja. Su visión de esta problemática social no solo parece estar sesgada y estereotipada sino que, a menudo, se utiliza para dificultar una respuesta objetiva y adecuada a este tipo de victimización. A su vez, su legitimidad para establecer prioridades en cuanto a los recursos públicos parece no valorar los datos empíricos sobre la violencia en el contexto de la pareja, pudiendo repercutir esto negativamente en víctimas varones, en parejas homosexuales o en parejas que no se adecúan al binarismo de género que establece la LO 1/2004.
Vivimos un momento en el que cualquier crítica social que cuestiona el fundamento teórico del concepto “violencia de género” y enfatiza la limitada eficacia de los esfuerzos políticos para la prevención del fenómeno se asume como una amenaza y un síntoma del “negacionismo”. Este posicionamiento enmaraña el trabajo de muchos científicos, desprotege a una parte importante de las víctimas y permite una explicación alternativa de la violencia contra las mujeres, que lejos de basarse en hechos objetivos y datos, se plasma en mera oposición, reacción y extravagancias.
El negacionismo de la violencia de género, liderado mayoritariamente por la ultraderecha, desmerece todo conocimiento científico sobre la violencia contra las mujeres, pero plantea una cuestión que todo gobierno garante de la igualdad de género debería valorar con celeridad: las medidas políticas para prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres no están bien articuladas con respecto a la cientifización del fenómeno. Paradójicamente, en la sociedad de la desinformación, preocupa la estupidez negacionista y, a su vez, existen grandes resistencias para abordar con amplitud la violencia en la pareja y replantear que el machismo no es el único indicador de la violencia contra las mujeres.
Loola Pérez es graduada en filosofía, sexóloga y autora de Maldita feminista (Seix Barral, 2020).