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Resulta paradójico que, ante la falta de un consenso con respecto al SAP, el concepto de “violencia vicaria” planteado por Vaccaro haya convencido con creces a la opinión pública. Una sociedad que valora la investigación debería, como mínimo, mantener cierto escepticismo en cuanto a la formulación que hace de violencia vicaria, que surge “viendo a madres a las que arrancaban a sus hijos acusándolas del falso SAP, algo que seguimos viendo hoy”. Son palabras de la propia Vaccaro en una entrevista a Público, a principios de mayo de 2021.
En su encuentro con dicho medio también se detectan algunas incoherencias: “Hay mucha violencia vicaria oculta que sucede todos los días. Yo estoy realizando una investigación sobre violencia vicaria pero resulta muy difícil porque no cuento con financiación para ello. Además, tampoco hay datos empíricos. Pero en otros países donde sí han sido financiadas investigaciones de este tipo, como en Reino Unido, se ve que es algo que ocurre sobre todo después del divorcio, y esto no es casual. Es decir, que hay juezas y jueces dispuestos a seguir permitiendo el contacto con los hijos y los hombres violentos”. La contradicción es más que evidente: ¿cómo puede afirmar a la misma vez que no hay datos empíricos y que en otros países sí hay investigaciones supuestamente sobre violencia vicaria? ¿Cuáles son esos estudios? ¿Por qué nadie le discute tal afirmación?
La violencia vicaria, según el criterio de Vaccaro, constituiría una violencia ejercida por el varón contra los hijos con el fin de dañar a su mujer o exmujer. Esta conducta solo tendría cabida en la “violencia de género”. Para ella el hombre que infringe violencia contra la mujer nunca puede ser un buen padre y cuando dice nunca, es nunca. La psicóloga tampoco prevé que el varón pueda reinsertarse o estar arrepentido de su actitud. Admite que, cualquier episodio de violencia contra la mujer, debe castigarse con la ruptura del vínculo paterno/filial, sin considerar el impacto de esto en el menor o la posibilidad de que conservar la relación con este pueda ser una motivación inicial e incluso mantenida en el tiempo en los programas de tratamiento para maltratadores (Carbajosa, Boira y Tomás-Aragonés, 2013).
Por otra parte, tampoco valora que la investigación actual trabaja con diferentes categorías de agresores: 1) limitados al ámbito familiar, con baja probabilidad de reincidencia, 2) bordeline/disfóricos, con moderada probabilidad de reincidencia y 3) violentos en general y/o antisociales, con mayor riesgo de reincidencia (Ossorio et al., 2017).
Al no sopesar que existen diferentes perfiles de maltratadores, Vaccaro impone el estereotipo de que solo existe un modelo de agresor y desdeña el amplio consenso que existe con respecto a los varones que ejercen violencia en el ámbito de la pareja o expareja, los cuales no constituyen un grupo homogéneo (Jonhson et al., 2006; Amor, Echeburúa y Loinaz, 2009). Además, es importante tantear que su postulado ignora la utilidad que tienen este tipo de clasificaciones para conocer qué tipo de agresores son letales o no letales, anticipar los episodios de violencia o personalizar los programas de tratamiento psicológico en el caso de maltratadores que han sido condenados.
La difusión del concepto violencia vicaria se ha realizado con independencia del análisis científico del fenómeno, así como del alcance y viabilidad del término como propuesta adecuada al problema. Basta una simple búsqueda bibliográfica en las revistas científicas especializadas para constatar que el vocablo no tiene aval científico y, por ende, tampoco goza de un consenso a nivel internacional. Por muy legítimos que puedan ser los objetivos de Vaccaro, la “violencia vicaria” se fundamenta en el desdén hacia el método científico y en el desconocimiento de la realidad sobre la que pretende intervenir, en la cual existe una gran variabilidad de casos.
Es necesario, ante todo, reconocer que los comportamientos y los procesos cognitivos que llevan a una persona a cometer un delito son objeto de estudio. Lo que hoy conocemos de la conducta criminal no responde a la casualidad y la ideología sino a la investigación sistemática, experimental y estadística, lo cual ha permitido ofrecer una serie de respuestas clínicas, sociales y jurídicas. La psicología criminal y la psicología forense, por ejemplo, son disciplinas implicadas de forma distinta y complementaria en el estudio de la criminalidad y sus consecuencias.
Los estudios sobre la violencia en el ámbito de la familia y la pareja surgen en la década de los setenta. Con base a un estudio de siete años y en el que participaron más de 2.000 familias, Straus, Gelles y Steinmetz (1980) publicaron el libro Detrás de la puerta cerrada: violencia en las familias estadounidenses. En este volumen, los autores revelaron la violencia que muchas personas sufren en el ámbito doméstico y como, en muchos casos, la violencia sufrida por parte de uno o de los dos progenitores en la infancia constituía un mayor riesgo para usar la violencia contra los hermanos o la violencia sufrida en la infancia aumentaba el riesgo de agredir a la pareja o a los hijos en el futuro. También Walker contribuyó al conocimiento de la violencia contra la mujer en el ámbito de la pareja con The battered woman (1979).
A través de estos estudios se puso sobre la mesa cuestiones de plena actualidad, por ejemplo, que la violencia no se asociaba directamente con lo patológico y que el uso de la violencia tendía, en mayor medida, a ser bidireccional. Posteriormente, el avance en la investigación ha recogido otras conclusiones que merecen ser valoradas, por ejemplo, que no existen diferencias significativas en la prevalencia de la violencia en la pareja entre sexos (Stets y Pirog-Good, 1987; Stets y Straus, 1989; Tillyer y Wright, 2014; Viejo et al., 2014), que la violencia responde a factores individuales, sociales y culturales (Fernández Montalvo y Echeburúa, 1997; Dutton, 2007; Chester y DeWall., 2018), que la violencia psicológica es el tipo de violencia más prevalente en el ámbito de la pareja (Straus, 1980; Riggs y O’Leary, 1996; Graña y Cuenca, 2014) y que existen factores de riesgo similares para ambos sexos en cuanto a la comisión de un delito violento en el ámbito de la pareja, como la hostilidad y la ira (Birkley y Eckhardt, 2015).
Por otro lado, la investigación ha demostrado que la violencia en la pareja no constituye un fenómeno uniforme. A la hora de identificar distintos patrones de violencia en el ámbito de la pareja, Johnson et al., (2011) han diferenciado cuatro tipos: la violencia controladora coactiva, la violencia de resistencia, la violencia de pareja situacional y la violencia mutua de control.
La anterior clasificación muestra que carece de sentido considerar que la violencia en la pareja tiene como único fin la imposición de la fuerza y la autoridad del hombre a la mujer. Sin embargo, conviene no pasar por alto que en la violencia controladora coactiva, también denominada terrorismo íntimo, los datos muestran que el perfil del agresor es mayoritariamente varón y la víctima mujer. La violencia aparece aquí como un mecanismo para controlar al otro miembro de la pareja. En este tipo de victimización, la violencia es continuada, de intensidad creciente y de carácter unidireccional (Rodríguez-Carballeira et al., 2005; Boira, Carbajosa y Lila, 2014).
A tenor de estos datos, la violencia controladora coactiva, solamente cuando es ejercida por el varón hacia la mujer, se ajustaría a la definición legislativa y judicial de violencia de género. Esto supone admitir que, a ojos de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de protección integral contra la violencia de género, la violencia ejercida por el varón a la mujer en el ámbito de la pareja o expareja requiere de un contexto de dominio y poder, siendo la voluntad del varón subyugar a la mujer y siendo este comportamiento un reflejo de la cultura machista (Echeburúa, 2019).
Por tanto, considerando los distintos patrones de violencia en la pareja, sería un error considerar violencia de género a toda violencia del varón a la mujer, siendo esta su pareja o expareja, pues no toda la violencia en ese ámbito y ejecutada por el varón a la mujer está sujeta a actos de dominación machista. De hecho, esa diferenciación es primordial para abordar el problema de forma adecuada y evitar una aplicación excesiva de la Ley Orgánica 1/2004 al desvirtuarse su contenido y alcance.
Otro aspecto que conviene poner de relieve con respecto a la repercusión de la Ley Orgánica 1/2004 es que, aún en el caso de presentarse la dominación machista, la desigualdad de género y los estereotipos de género no son las únicas causas de la violencia. Esta cuestión ha quedado de manifiesto a propósito de la paradoja nórdica: niveles más altos de igualdad no se traducen en una menor tasa de violencia ejercida por el varón en el ámbito de la pareja o expareja (Gracia y Merlo, 2016).
Atendiendo a la naturaleza de la violencia y que clasificamos como física, psicológica, sexual o por negligencia o deprivación, cabe apreciar algunas diferencias entre sexo, edad de la muestra y duración de la relación. Así, Straus (2004), en un estudio formado por estudiantes universitarios, identificó mayores tasas de violencia física perpetuada por mujeres contra sus parejas (28% de mujeres frente a un 25% de hombres). Graña y Cuenca (2014) concluyen que las parejas más jóvenes y las parejas que llevan menos de un año de relación se agreden más entre sí, tanto física como psicológicamente.
Otros estudios recientes, formados por muestras de parejas jóvenes, encontraron que la violencia bidireccional era la más habitual en las parejas adolescentes (Tillyer y Wright, 2014; Pereda, Guilera y Abad, 2014; Segura et al., 2015 y Pereda, Abad y Guilera, 2015). No obstante, cuando la muestra se compone de parejas de mayor edad, la literatura científica muestra que no se hallan diferencias significativas entre ambos sexos con respecto a la violencia física (Straus, Gelles y Steinmetz, 1980; Straus y Gelles, 1990) o que la forma más grave y extrema de violencia física (el homicidio) se relaciona en mayor medida con el varón (Echeburúa, Fernández y Montalvo, 2007; Bourget, Gagne y Moamai, 2000; Liem et al., 2013; Stockl et al., 2013).
Respecto a la violencia sexual, existe una sobrerrepresentación de los varones como perpetradores del delito (Eurostat, 2015). La unidireccionalidad y la proporción de mujeres como víctimas y de hombres como agresores es más elevada, incluido cuando la agresión sexual ocurre en la pareja (Straus et al., 1996; Hines y Saudino, 2003; Kennedy Berger y Bukovec, 2006). Vale la pena señalar que algunos estudios señalan que las probabilidades de victimización en violencia sexual son más altas en mujeres y hombres con discapacidad (Mailhot Amborski et al., 2021).
Está claro que la ciencia no es un producto acabado y perfecto. El conocimiento científico está sometido a una constante revisión de sus planteamientos, hipótesis y teorías. En ese sentido, acuñar una palabra puede ser un intento de hacer un fenómeno más inteligible. Es algo que ya ha ocurrido con otras expresiones como “biosfera”, “inteligencia artificial” o “infodemia”. Habrá quien piense que el término “violencia vicaria” en los casos de violencia de género sigue esta estela. Sin embargo, que puedan existir razones más que convincentes para integrar nuevas expresiones para la comprensión de la violencia contra las mujeres y la violencia contra la infancia no significa que podamos hacerlo de cualquier manera.
En primer lugar, si se quiere acuñar un nuevo término científico para definir un fenómeno o problema concreto, con el objetivo de comprender o intervenir, hay que atenerse a una serie de normas ya establecidas. Esto, por supuesto, también compete al ámbito de las ciencias sociales y las ciencias del comportamiento. Hablo de término científico porque Vaccaro pretende que la expresión “violencia vicaria” tenga ese alcance. Cabe mencionar que lleva décadas realizando un estudio cualitativo, formado por testimonios de diversas mujeres españolas y latinoamericanas y que aún está sin publicar porque, según sus palabras, no consigue financiación.
Efectivamente, la investigación científica sigue un método, es decir, un procedimiento para abordar un problema o un conjunto de problemas. El método evita que la ciencia sea dogmática y asegura la innovación, pudiendo desafiar así las ideas dominantes de una época y establecer nuevas conclusiones. En relación a ello, cabe considerar que las bases epistemológicas de los términos científicos responden asimismo a una serie de cualidades: universalidad, objetividad, neutralidad y verificabilidad. Sin ánimo de profundizar en estos principios, señalaré algunos aspectos que pueden ayudarnos en la reflexión.
De acuerdo con Popper, la objetividad científica exige que las suposiciones propuestas sean sometidas a prueba. Si una hipótesis (o un conjunto de hipótesis) pretende convertirse en una teoría o ley científica debe ser falsable o refutable. Por eso la falsación y la crítica no se reducen a una mera formalidad sino que constituyen asimismo el ethos de la ciencia.
Por otro lado, el conocimiento científico es perfectible y no absoluto. Se encuentra sujeto a una vigilancia crítica. En ese sentido, para asegurar la rigurosidad, es fundamental que los artículos científicos se examinen bajo diferentes filtros de calidad. Por ejemplo, a través de la revisión por pares. En la evaluación por pares, el editor y dos o más personas expertas e independientes analizan el trabajo atendiendo a su originalidad, calidad y rigurosidad. Si la propuesta científica pasa los filtros, la investigación será publicada y con ello pasará a formar parte del conocimiento científico.
Volviendo al tema de la “violencia vicaria”, resulta especialmente penoso que apenas se muestre atención a lo más básico y que, con la más absoluta de las ligerezas se asuma que el término posea cierta respetabilidad científica. Así pues, el punto de partida de Vaccaro es cuanto menos discutible. El primer problema que contemplamos en la expresión “violencia vicaria” es la definición que da la psicóloga, pues todo fenómeno que se estudie debe definirse adecuadamente para poder ser operativizado y medido de forma adecuada.
Según Vaccaro, la “violencia vicaria” obvia a uno de los dos géneros, pues señala que solo el varón puede ejercer violencia sobre los hijos para dañar a su mujer o exmujer. Ella trabaja con una muestra que está compuesta exclusivamente por mujeres y evita cotejar las publicaciones de aquellos estudios que muestran que la violencia puede ser bidireccional o ejercida por las mujeres, tanto contra la pareja como contra los propios hijos. De la misma forma, deja en el aire si el fenómeno de la “violencia vicaria” puede incluir a parejas homosexuales.
Vaccaro tampoco puede afirmar que la “violencia vicaria” se trate de una conducta vinculada a una única causa, como ser del sexo masculino y asumir valores patriarcales o machistas. Además, en comparación con el SAP, el cual quedaba delimitado de forma solvente como constructo teórico, la violencia vicaria se fundamenta en una línea argumental exclusivamente ideológica y errónea.
El hecho de eludir a uno de los géneros puede analizarse desde dos perspectivas. Por un lado, se privilegia al varón en la victimización de las relaciones de pareja o expareja y, por otro, se omite a la mujer cuando realiza el mismo tipo de conductas violentas. La simplificación del fenómeno puede ser inapropiada, desacertada o inaceptable. Pero llama la atención que sus declaraciones sean tomadas en serio mientras se penaliza a quienes aportan evidencia desde la victimología académica.
También llama la atención su opacidad. El hecho de que su investigación no esté publicada y, en cambio, haya alcanzado cuotas de “verdad absoluta” resulta ciertamente estrambótico. Esta popularidad no deja de ser consecuencia del periodismo magufo que prefiere la opinión a la reflexión fundamentada. La “violencia vicaria” nos hace creer que somos ignorantes con respecto a la violencia contra las mujeres y la infancia y, sin embargo, es el concepto el que carece de objetividad y desprecia la literatura científica ya existente.
Legitimar aquello que no se conoce y no se puede verificar constituye una vuelta al pensamiento prerracional, esotérico, pseudocientífico. Esta situación parece propia de una sociedad que se beneficia abiertamente de la ciencia pero que no llega a comprender ni a evaluar cómo se fundamenta y genera el conocimiento científico sobre un fenómeno o problema. Una sociedad que quiera volcarse en la protección de la infancia y que pretenda, asimismo, disponer de un mayor conocimiento sobre la conducta criminal debe distanciarse de los estereotipos. De no ser así, las decisiones que se justifiquen para prevenir y combatir dicho problema, además de reforzar dicho estereotipo, impulsarán políticas ineficaces y respuestas profundamente ideologizadas.
Hasta ahora, se ha tratado de discutir por qué el concepto violencia vicaria no es apropiado para integrar la violencia que ejerce un progenitor contra un menor para dañar al otro y por qué esta conducta no es desarrollada en exclusiva por el varón en el contexto de la violencia contra la mujer en el ámbito de la pareja o expareja. También se ha puesto de manifiesto cómo esta conducta delictiva no debería asociarse en términos absolutos al pater familias. La pregunta a continuación es, ¿existe algún constructo teórico, con datos empíricos, que pueda integrar la conducta delictiva en la que un progenitor asesina a un menor, para dañar a otro? La respuesta es sí.
A grandes rasgos podemos referenciar el filicidio y el familicido, dos conceptos que pueden solaparse en determinados contextos homicidas y que están relacionados con la violencia en el ámbito de la pareja o expareja. Analicemos a continuación estos dos tipos de violencia y sus principales características.
El filicidio se describe como el asesinato de un niño por parte de sus progenitores. Se trata de un término genérico que abarca el neonaticidio, cuando el homicidio sucede en las primeras horas de vida del bebé, el infanticidio, cuando el menor tiene menos de un año y el filicidio, cuando el niño tiene más de un año (Stanton y Simpson, 2002; Friedman y Resnick, 2009; Company Fernández et al., 2015). Sin embargo, estas definiciones pueden variar y estar sujetas a otros criterios temporales (Gheorghe et al., 2011).
El filicidio ha tomado diversas formas en la historia del ser humano, siendo la cultura un elemento importante a la hora de legitimar o no este fenómeno. En aras de ampliar su comprensión, es importante reconocer que tanto el neonaticidio como el infanticidio se han practicado en todos los continentes como formas de control de la población, aunque los motivos de su práctica y la extensión de la misma ha variado entre culturas y épocas.
Diferentes estudios antropológicos sostienen que el neonaticidio y el infanticidio fueron bastante frecuentes hasta el desarrollo de la agricultura (Milner, 2000). En las sociedades antiguas, este tipo de violencia estaba permitida y era común el sacrificio de niños en rituales y prácticas religiosas. El análisis esquelético de los restos de algunos niños homínidos también ha evidenciado la relación entre filicidio y canibalismo (Simons, 1989).
Los griegos antiguos practicaban el neonaticidio y el infanticidio, que eran bastante frecuentes en la mitología griega como, por ejemplo, en el mito de Edipo y el rey de Tebas, o en el mito de Perseo. En Esparta, se aplicaba el infanticidio eugenésico independientemente del sexo. Los neonatos eran examinados por un grupo de ancianos para constatar sus cualidades y si eran aptos para la educación militar. Aquellos que mostraban caracteres negativos o algún tipo de deformación eran arrojados al Monte Taigeto.
Por otro lado, el derecho de un padre a asesinar a sus hijos estaba reconocido en la ley romana bajo el nombre de “patria potestad”. La ley romana también obligaba a matar al niño si nacía deforme. Sería la Iglesia la que prohibiría el infanticidio en el año 374 d.C. Sin embargo, esto no evitó que se continuara practicando (Langer, 1974). Se podría decir que el infanticidio fue sistemático hasta la aparición de la pediatría en el siglo XVIII. Sin embargo, en países como China, India y Pakistán, el infanticidio femenino ha sido bastante común, perdurando en algunas sociedades hasta principios del siglo XX.
En la actualidad, el filicidio responde a causas muy diferentes, considerándose un fenómeno multifactorial y multifacético, relacionado con diferentes factores psicológicos y sociales que alientan a los progenitores a cometer este tipo de crímenes. Aunque la literatura científica disponible insiste en la necesidad de descripciones más detalladas, podemos considerar algunos hallazgos hasta la fecha.
El filicidio es cometido de forma similar por mujeres y hombres, aunque pueden existir diferencias entre estudios si se incluye el neonaticidio dado que en este último el crimen es cometido en mayor medida por mujeres (Mariano, Chan y Myers, 2014; Brown et al., 2019). Resnick (1969) fue el primero en proponer una clasificación de las motivaciones que conducen al filicidio. En primer lugar, destaca el pseudo-altruismo, también conocido como suicido ampliado. En este subtipo de filicidio se contemplan dos situaciones: cuando el progenitor decide suicidarse y no quiere abandonar a sus hijos, juicio que le lleva a asesinarles; y cuando asesina a su descendencia para mitigar un sufrimiento, que puede ser real o imaginario.
Otras motivaciones son: la psicosis (las alucinaciones y los delirios pueden responder a una enfermedad mental o al consumo de drogas), no desear al infante (aspecto que se relaciona con problemas de paternidad/maternidad, donde el menor se percibe como una carga económica y un obstáculo en los planes de los progenitores), el accidente (debido a conductas explosivas, impulsivas y violentas, pero donde no existe intención de homicidio), la venganza al otro progenitor (aquí el objetivo es provocar sufrimiento en la pareja o expareja a través del homicidio de los hijos), la gratificación sexual, las creencias religiosas y culturales o el trastorno facticio infligido a otro (antes denominado síndrome de Münchausen por poder) (Myers et al., 2021).
En cuanto a las diferencias por sexo en los casos de filicidio, algunos estudios sugieren que las mujeres habrían cometido anteriormente menos delitos violentos y tasas más bajas de desempleo en comparación que los varones. También se recoge que las mujeres pueden responder a perfiles muy diferentes de delincuencia, siendo uno de estos el de neonaticida; los hombres, en cambio, encajarían en dos grupos: en el perfil de homicida común y en el de padre estresado y con tendencias suicidas (Putkonen et al., 2011).
En contra de la creencia popular, en el filicidio por venganza no se registran diferencias entre sexos. Sin embargo, sí es habitual que aparezca en contextos de violencia contra la pareja o expareja, en procesos de ruptura de la relación, en la disputa por la custodia o visita de los menores, cuando un progenitor cree que su pareja está siendo infiel o ha rehecho su vida con otra persona después de la ruptura y en conflictos domésticos. En los filicidas que actúan por resarcimiento el trastorno de personalidad más común es el trastorno de personalidad antisocial, seguido de la depresión (Myers et al., 2021).
Investigaciones recientes proponen una clasificación de filicidios a través de diferentes variables, entre ellas el sexo y las circunstancias previas y posteriores al delito. Putkonen et al., (2016) proponen los siguientes perfiles: (1) Padres homicidas suicidas, (2) Padres impulsivos violentos; (3) Padres solteros sobrios; (4) Padres psicóticos y prosociales; y (5) Madres infanticidas. El filicidio seguido de suicido se relaciona con motivos pseudo-altruistas, cuadros depresivos y psicóticos agudos (Hatters Friedman et al., 2005; Brockington, 2016) y la venganza contra la pareja por la separación o por conflictos sobre la custodia de los hijos (Liem, De vet y Koenraadt, 2010). Así, el divorcio o los problemas de custodia son percibidos por el filicida como una amenaza para el vínculo con los menores.
Una cuestión que no debe ser desatendida con respecto al filicidio es la particularidad que presenta el neonaticidio, dado que se encuentra estrechamente relacionado con el periodo del postparto. Como ya adelantábamos, la mayoría de los neonaticidios son cometidos por mujeres y ocurren apenas unas horas después del parto como respuesta a embarazos no deseados (Mark y Kumar, 1996; Jaffle et al., 2014). La mujer suele actuar sola y ha ocultado la gestación a su entorno (Friedman, Carvney y Resnick, 2012). El suicidio asociado al neonaticidio no es tan común como en los casos de infanticidio y filicidio (Bourget et al., 2007).
Los factores de riesgo del neonaticidio se asocian al embarazo no deseado, ser una mujer joven con dificultades económicas y falta de apoyo social, la ausencia de cuidados prenatales, la ausencia de una relación de pareja estable, la falta de habilidades maternas y posibles problemas mentales (esquizofrenia, psicosis, depresión o ansiedad). Cabría señalar que el crimen también podría estar relacionado con antecedentes de pérdida de custodia, la ira contra el menor y la venganza contra el otro progenitor (West, Friedman y Resnick, 2009; Company Fernández et al., 2015).
En lo que respecta al familicidio o homicidio por poder, se trata de un comportamiento estrechamente relacionado con la violencia en la pareja. En este tipo de violencia, se produce el asesinato de la pareja y de uno o más hijos. Las tasas de incidencia anuales señalan 1-2 familicidios por cada 10 millones de personas (Karlsson et al., 2018).
El familicidio está motivado por la venganza e ira hacia la pareja, ante la decisión de esta de romper la relación o por infidelidades, reales o imaginarias. Los delincuentes familicidas, además de utilizar el crimen para castigar a la pareja, acaban con la vida de los menores al considerarlos factores estresores o en alianza con la madre (Ossorio et al., 2017).
Mailloux (2014) señala que el perfil de delincuente en casos de familicidio es generalmente un varón que ha vivido una relación larga con su cónyuge y tiene una visión patriarcal y posesiva de su familia. Por su parte, Karlsson et al. (2018), en un trabajo donde revisan 67 estudios de 18 países, publicados entre 1980 y 2017, concluyen que los familicidios fueron cometidos en mayor medida por varones y aproximadamente en la mitad de los casos el delincuente se suicidó. Otra revisión (Aho, Remahl y Paavilainen, 2017), señala que la mayoría de familicidias son hombres que poseen buena educación, manifiestan inestabilidad psicológica (depresión, trastorno de personalidad, ideas de autodestrucción) y abuso de sustancias.
En síntesis, en una sociedad donde la violencia y los crímenes son un espectáculo para las masas conviene ser riguroso con respecto a las soluciones sociales que se quiera dar en esa dirección. Aunque el asesinato de un niño por parte de un progenitor a menudo tiene una respuesta visceral, es importante analizar detenidamente este fenómeno y no dejarse arrastrar por los populismos, ya sean de derechas o de izquierdas, y las corrientes de opinión.
A la sobreexposición de la tragedia hay que sumar otra cuestión: la ideologización de determinadas conductas delictivas y sus castigos. La sensibilidad y la respuesta penal ante estos crímenes no puede depender de si el sexo del agresor es varón o mujer. Las personas, como ya defendimos, somos violentas por diferentes motivos y en distintos contextos. Sin embargo, el problema no subyace estrictamente en el ordenamiento jurídico, las instituciones del derecho penal o la política criminal que se aplique. Los medios de comunicación se han implicado activamente en esta tarea, mostrando una actitud acientífica e ideologizada. Ejemplo de ello es la popularidad que ha alcanzado el desvarío de la “violencia vicaria”.
Por último, añadir que pese a los avances en la investigación, estimar el riesgo de filicidio y familicidio en el ámbito de la violencia contra la pareja o expareja continúa siendo todo un desafío. Sin embargo, muchos de estos crímenes difícilmente podrán ser predecibles cuando no existen antecedentes previos o conocidos, siendo imposible la intervención preventiva. En cualquier caso, la investigación sigue siendo la mejor brújula para avanzar como sociedad y prevenir el comportamiento delictivo. Ahora bien, en esta ardua tarea, el discurso políticamente correcto que aparece en las instituciones y en las políticas públicas constituye un obstáculo para disponer de indicadores adecuados y plantear estrategias y protocolos de prevención e intervención más eficaces.
Loola Pérez es graduada en filosofía, sexóloga y autora de Maldita feminista (Seix Barral, 2020).