Chile vive en un compás de espera entre las dos vueltas de las elecciones presidenciales. Según todos los cálculos, ganará la segunda vuelta José Antonio Kast, un ultraconservador hijo de inmigrantes alemanes (con pasado nazi) y hermano menor de uno de los ideólogos de la dictadura. Su perfil contrasta a la perfección con su contrincante: Jeanette Jara, exministra de Trabajo de Gabriel Boric, comunista desde los catorce años, criada en la popular comuna de Conchalí. Desde fuera, pareciera una elección entre dos proyectos dramáticamente opuestos de sociedad. Dos visiones del mundo tan lejanas que solo podrían ser síntoma de un país fracturado, que ya no cree en nada y que exige soluciones radicales a problemas que juzga insolubles. Una Argentina que busca un Milei sin carisma. Un Estados Unidos que querría un Trump sin glamour. Aunque la falta de carisma y glamour de Kast, como la falta de mística inflamatoria de Jara, indica otra cosa secreta que solo comprenden los que han seguido de cerca la política chilena en las últimas décadas.
Chile parece debatirse entre los dos extremos de su arco político. Una derecha que reivindica la dictadura, una izquierda que hizo las loas del estallido social. Pero ¿es Jara realmente extrema izquierda? Su programa es socialdemócrata de principio a fin con un énfasis monotemático en la imagen de Bachelet, de la que quiere ser la continuidad no solo ética sino estética. Sus problemas en campaña han venido de la necesidad constante de despegarse de las torpezas internacionales de su propio partido, defensor de Maduro, Ortega y Bashar al-Ássad.
Jara es la comunista menos comunista del mundo. Pero ¿es Kast realmente extrema derecha? Su identidad con el populismo global es más nítida que la de Jara con el comunismo, pero al mismo tiempo es un liberal económico ortodoxo que lo aleja de cualquier proteccionismo trumpista. Ante el peligro de que su integrismo católico pudiera revertir el clima de libertad sexual y política que tanto costó instalar en Chile, él ha subrayado que hará solo un gobierno de emergencia en seguridad, economía e inmigración y dejará todo el resto igual.
En los discursos de Kast la inmigración, la delincuencia, el desorden: todo se presenta como un derrumbe total y definitivo de un país que perdió la brújula y no sabe hacia dónde ir. Ninguna cifra respalda este colapso. En casi todos los indicadores, Chile está mejor que el resto del continente. Nadie puede decir seriamente que Chile está destruido, aunque todos lo digan. ¿Lo creen? En parte sí, en gran parte no.
El pesimismo chileno es una paradoja: funciona como marca de ascenso social, como seña de distinción del que justamente acaba de salir del purgatorio que denuncia. Estar decepcionado es una manera de demostrar que uno “sabe”, que uno no es ingenuo, un “buenista”, que uno pertenece a ese grupo de iluminados que ya entendió que este es un “país de mierda”, el “peor país de Chile” riéndose del futbolista que alguna vez dijo que vivía en el “mejor país de Chile”.
Ese pesimismo permanente no describe una crisis: la produce. Es un obstáculo objetivo para cualquier solución que denuncia (la desigualdad, la inseguridad, la calidad de la salud y la educación). En seguridad, para no ir más lejos, incentiva una desconfianza que atomiza los barrios y los vuelve pasto fácil del narco que reemplaza un estado en que no se cree por principio. La élite ilustrada, precisamente la más beneficiada por cuarenta años de estabilidad democrática, administra este relato de decepción como si fuera un bien patrimonial. Ante cualquiera que lo cuestione, responden con el mantra que “tienes menos calle que Venecia”.
Es una economía simbólica perfecta: unos ganan estatus como sobrevivientes; otros ganan sensibilidad hacia “los verdaderos problemas de la gente”, otra gente. Los únicos que pierden son los que siguen viviendo donde siempre. Sin poder acceder a la cultura de los privilegiados, separado de la que fue suya por ese discurso apocalíptico, su diagnóstico se vuelve tumor, su rabia se vuelve contra los que le hicieron salir del barro sin llevarlo al cielo, es decir, el estado y su política
La pobreza bajó del 45% al 8% en treinta años, la educación se expandió, la democracia –con interrupciones breves pero brutales– se ha mantenido cuarenta años. La idea de que Chile está en ruinas requiere negar toda esta evidencia. Pero negarla da prestigio. Decir que este país está condenado es la contraseña secreta de la tribu ilustrada, la forma de demostrar que uno pertenece al club de los decepcionados profesionales. Una decepción que a veces se hace rabia, a veces protesta, pero que la mayor parte del tiempo se convierte en una perpetua ironía, una distancia gentil pero continua con cualquier noticia que contradiga la tesis de que “este país” está condenado a estar siempre en los últimos lugares de cualquier indicador de la OCDE, aunque eso signifique que está en los primeros lugares de todos los otros ranking regionales.
Un famoso director de televisión chileno se volvió célebre por poner sin avisar Los Simpson a cualquier hora del día con el mismo perpetuo éxito. Desde entonces Springfield se volvió parte de la memoria emotiva del país. Ante cualquier hecho social o político, se recurre a algún episodio del programa para concluir que el equipo de Matt Groening lo había previsto todo antes. Chile sería entonces un Springfield austral, corrupto y gentil, absurdo y desesperado, lleno de adultos borrachos que juegan a ser adultos, observados por hijos más maduros que ellos. Que en Chile se hable español es un hecho indiferente porque vemos Los Simpson doblado en México y llamamos Bob Patiño a Sideshow Bob, y el Superintendente Chalmers es el Inspector Archundia.
Springfield es, para el chileno, una profecía de lo que somos y seremos. Lo que cuesta entender es hasta qué punto estas profecías no son también anuncio, programa, deseos. Los Simpson son un producto de la misma cadena Fox que terminó convertida en el instrumento favorito de propaganda de Donald Trump, al que la serie “predijo” como presidente cuando aún era un chiste delirante. Profecía que ayudaron justamente al plantear desde el humor a hacer posible, o al menos a no hacer imposible. En el mundo perfectamente absurdo de Springfield todo, sobre todo que la gente de la televisión dirija el mundo de manera caprichosa e irresponsable, puede y debe pasar.
Los Simpson no inventaron a Trump, ni a Kast, ni a nadie. Lo que sí inventaron –o perfeccionaron– es una estética de la decadencia amable: Homero es un imbécil adorable, y el señor Burns a veces tiene corazón, y el horror siempre ocurre en un universo donde nadie muere del todo y donde todo vuelve a la normalidad en el siguiente capítulo. Esa liviandad es refugio, pero también anestesia. Sirve para mirar, pero no para rebelarse.
Kast encaja perfecto en un guion de un capítulo de esos Simpson chilenos donde la mayoría vivimos: un personaje diseñado para ser golpeado sin quebrarse, un antagonista útil para que la historia avance sin llegar nunca a un desenlace. Jara, por su parte, es la heroína improbable, la Lisa Simpson que insiste en que el mundo todavía puede ser mejor. Y el país entero, atrapado entre ambos, mira la pantalla esperando que la ficción lo salve de la realidad.
Quizás la clave de esta elección está en eso: en la tentación de resolverlos convirtiéndolos en un carnaval, en hacer de la política una ficción tranquilizadora donde todos actúan sabiendo que nada es demasiado real, que el desastre nunca es definitivo y que, pase lo que pase, la semana siguiente habrá otro capítulo.