Abuelo Fidel

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“Generación Y” o el cinismo como escudo

Regresemos al escenario donde se concibió esta generación que hoy exhibe su exótica “i griega” como si de un tirapiedras se tratara. Habían comenzado los años setenta y apenas tres acciones podían realizarse sin presentar un permiso o una cartilla de racionamiento: comprar un periódico, subir al ómnibus y nombrar los hijos. La frustración de la soñada zafra de los diez millones había comenzado a resquebrajar el sueño de quienes ya tenían edad de ser padres. Junto a la papilla de malanga, ellos nos administraron los primeros vestigios de desesperanza, las incipientes dudas sobre el proceso social al que habían entregado su juventud.

Como en un vaticinio onomástico, los recién surgidos Yanisleidy, Yohandry o Yampier adelantaban que no sólo se rompería con la aburrida secuencia de Pablos, Josés o Marías, sino que la línea de la utopía y el sacrificio también se vería truncada. Nacimos cuando ya los brazos del Kremlin habían rodeado a esta isla y en los estanquillos se abarrotaban sus revistas de muchos colores y pocas verdades. La guerra de Vietnam sería un recuerdo que no cargaríamos y los huevos que vimos tirar cuando el éxodo del Mariel resonarían largos años en nuestras cabezas. No había manera de que fuéramos rebeldes, mirando los lacrimógenos dibujos animados rusos y obligados a escuchar los interminables discursos del entonces robusto Máximo Líder.

Pioneritos de pañoleta y consigna guevariana, aprendimos rápidamente que la máscara era la única protección para no ser señalados y amonestados. Bebimos del oportunismo de nuestros padres y de la ironía de los abuelos que habían dudado –calladamente– del grupo barbado que descendió de las montañas. Vimos partir a los amigos, en sucesivas oleadas migratorias, y un buen día armamos nosotros mismos la balsa de la desilusión que nos llevara a cualquier parte. Nos inocularon la sensación de que la isla no nos pertenecía, y era sólo un premio ganado por quienes recitaban sus hazañas, hasta el cansancio.

Un laboratorio de experimento social, ése en el que nos criamos los escépticos jóvenes que hoy tenemos entre 25 y 40 años. Eran los tiempos en que se intentaba la emancipación de la mujer y los niños íbamos con sólo un mes y medio de nacidos al círculo infantil, para que nuestras madres portaran el fusil, elevaran la producción y leyeran comunicados en las asambleas laborales. Con nosotros se ensayaron los preuniversitarios en el campo, magnífica ocasión para tener sexo alejado de los padres, padecer un montón de enfermedades infecciosas y recibir de regalo las más altas calificaciones, porque no se podía permitir que bajara el rendimiento académico de una escuela.

Fuimos declamadores de versos patrióticos, portadores de banderas que se agitaban en los actos políticos y expertos en gritar todo tipo de consignas. Con nosotros la ideologización de la educación alcanzó su punto más alto y el marxismo fue asignatura obligatoria hasta que el muro de Berlín ya llevaba años destruido. Las primeras letras las leímos en versos de Guillén, Martí o Maiakovski, pero sentados en los pupitres nunca oímos hablar de Gastón Baquero, Guillermo Cabrera Infante o José Lezama Lima. Habíamos venido a nacer cuando el quinquenio gris y la parametración de la cultura lograban mudar la literatura, el teatro y la música en un esperpento de lo que habían sido; pero aprendimos a forrar los libros prohibidos y a encontrar por nosotros mismos los versos de Heberto Padilla y las novelas de Vargas Llosa.

La libreta de racionamiento industrial nos proveyó de la elemental cobertura para el cuerpo y las largas colas se constituyeron en parte inseparable de nuestra rutina cotidiana. La mayoría no fuimos bautizados y sólo conocimos los Reyes Magos por las anécdotas que nos contaban los abuelos, cuando nuestros padres no los escuchaban. Esa atmósfera de austeridad nos hizo amantes de las cosas materiales, encandilados por lo que lográbamos ver en las revistas extranjeras y coleccionadores de marcas, latas vacías y etiquetas de productos. Cuando regresaron los parientes que se habían ido al exilio, el olor que despedían sus maletas nos conquistó irreversiblemente. Las tiendas en pesos convertibles –abiertas en el momento de nuestra adolescencia– fueron el golpe definitivo al ascetismo material que nos querían infundir.

Sucesivas campañas pretendieron crear en nosotros una mentalidad de soldado siempre alerta, pero el bostezo y el jolgorio actuaron como antídoto ante tanta crispación. Íbamos al refugio después que sonaba la alarma de combate, riéndonos y hablando sobre novios y modelos de motocicletas. En las clases de preparación militar nos burlábamos de los gritos de “¡Marchen!” y apelábamos al camuflaje no para entrenarnos en la batalla sino para evadir a los profesores. La broma nos salvó de la sobriedad que quería grabársenos y la Revolución tenía esa edad que, a la altura de nuestros escasos años, sólo podía catalogarse de vieja. A diferencia de aquellos que habían vivido el proceso cubano como si de una moda juvenil se tratara, para la Generación Y este era sinónimo de anticuado, cheo y aburrido.

Pero la dosis mayor de insolencia la alcanzamos en los años noventa y durante la crisis económica, cuando presenciamos cómo nuestros padres pasaron –en tiempo récord– de ser militantes del partido, fieles vigilantes de cada cuadra y dispuestos a dar su vida, a blasfemar contra el gobierno, sumergirse en el mercado negro y cambiar sus seguros empleos por labores ilegales. El ronroneo de los viejos artefactos con los que se lograba escuchar Radio Martí1 fue la música de fondo de nuestra pubertad. Dicha mutación, junto a las noticias que nos llegaban desde Europa del Este, condicionó nuestra iniciación en la política. Una mezcla de cinismo, incredulidad y pragmatismo fue la vacuna para evitar las frustraciones. Esa “saludable” combinación no era un buen terreno para el fanatismo, pero tampoco el caldo de cultivo donde podría crecer la rebeldía.

Amantes de las canciones de Silvio Rodríguez, terminamos por migrar nuestros gustos musicales hacia zonas menos comprometidas con la ideología. La informática nos encontró con dedos ágiles para sumergirnos en las teclas y adherirnos al mouse. Les sacamos ventaja a todos los analfabetos informáticos que desde sus más de cuarenta años no han comprendido todavía que el ordenador es un nuevo camino de expresión para nosotros. Ellos, que apenas si saben trabajar en Word, subestimaron lo que podíamos llegar a hacer con esa herramienta de pantalla y doble clic.

El eclecticismo nos ha marcado, como rechazo al monocromático espectáculo que se nos dio de las generaciones anteriores. Lo mismo somos interrogadores de la Seguridad del Estado que balseros surcando el estrecho de la Florida. Muy poco hay que nos una, como no sean la presencia de la penúltima letra del abecedario en nuestros nombres y la porción de descaro necesaria para sobrevivir al fin de la utopía. Eclécticos e irreverentes, podemos asistir a una marcha dando vivas a la Revolución y un rato después actuar como jineteros para sacarle unos dólares a un turista. El camaleón que aprendimos a ser siendo niños nos permite esas transmutaciones rápidas y creíbles.

Desposeídos desde siempre, habitamos la casa junto a los abuelos y rara vez heredamos algún bien duradero. En el directorio telefónico apenas si esta inquieta “i griega” asoma sus pronunciados brazos. Mucho menos en los registros de propiedad de carros y casas o en las sillas del parlamento cubano. Los mecanismos de poder siguen copados por los que exhiben medallas, charreteras o más de cinco décadas sobre sus hombros. Somos desposeídos, pero desconocemos todo lo que nos falta, pues nos criamos oyendo pestes de quienes acumulan objetos, apuestan por la prosperidad o tienen la “debilidad pequeñoburguesa” de querer poseer algo.

Gobernados por septuagenarios, hemos presenciado cómo la edad de la energía se nos va y ya empezamos a temer si llegaremos demasiados viejos al cambio. Vimos regresar los turrones de Navidad, el árbol con las guirnaldas, las procesiones de la Virgen de la Caridad por las calles. Asistimos al retornar de la prostitución y entregamos nuestros cuerpos de hombre nuevo para comprar un ventilador o un par de tenis. Hoy somos el principal grupo que nutre la emigración, las cárceles y los suicidios. Carne de utopía, llegamos a ser apenas una generación apática que alguna día escuchará los reproches de los más jóvenes. Ellos nos interrogarán y a la pregunta de: “¿Y ustedes qué hicieron?”, sólo podremos contraponer nuestro descreimiento y levantar los hombros como hacemos ahora.

La Revolución ha terminado por quedársenos en el pasado. Las conquistas que este proceso logró, especialmente aquellas que apuntaló la subvención soviética, no produjeron en nosotros el efecto de salvación mesiánica, pues nacimos en medio de su “mejor” momento y fuimos testigos de su decadencia. Al no sentirnos rescatados de ningún mal del pasado, nos cuesta identificarnos como beneficiarios del socialismo y esto nos permite ser más objetivos, lo que nos lleva a ser más críticos. Cínicos y apáticos hemos resumido nuestra actitud en un verbo moroso: esperar. Aguardamos que una generación que cree poseer todas las prerrogativas termine de morir y nos deje el país que aún no nos pertenece.

Hacemos tiempo, mientras la isla se nos cae a pedazos, porque en nuestras cabezas eso de comenzar una revolución suena anacrónico, tiene reminiscencias de siglo pasado.

Una nueva oleada de nombres tradicionales, a la usanza de Martín, Juana y Mateo, han venido a recordarnos que también para esta inmadura Generación Y el tiempo está pasando. Todavía no rebasan los veinte años estos que han nacido ya con la dualidad monetaria y sin la libreta de racionamiento de productos industriales, pero empujan fuerte desde su aparente indiferencia. No arrastran –como nosotros– la nostalgia por los idealizados años ochenta ni el pudor de no contradecir la fe de los mayores. Ya no se llaman con esta letra exótica y eso les permite distanciarse de nuestro cinismo, volver a creer en algo. Ellos harán fracasar o prosperar el próximo proceso social, ese que nosotros viviremos también con escepticismo, con los ojos entornados de quien ha visto desmoronarse varias utopías. ~

– Yoani Sánchez

 

 

Revolución: fotos fijas

Aquel 8 de enero la caravana hizo su entrada triunfal en La Habana por la Carretera Central. Prosiguió hasta la Avenida de las Misiones, se detuvo un buen rato ante el yate Granma, y luego en el Palacio Presidencial, para saludar al recién estrenado presidente Manuel Urrutia, que se desvivió en atenciones con los barbudos. Fidel Castro presumió entonces de que ese recinto no lo tentaba: “Ustedes quisieran […] saber cuál es la emoción que siento […] al entrar en Palacio. Les voy a confesar mi emoción: exactamente igual que en cualquier otro lugar de la República. No me despierta ninguna emoción especial”.

Luego propuso dirigirse a la fortaleza militar de Columbia, símbolo del batistato. Y allá fueron los blindados, primero por Malecón, y luego por las calles 23 y 41, mientras la multitud enfebrecida se abría a su paso. No homenajeaban a un presidente, adoraban a un Mesías.

Al llegar, sonó el himno nacional y empezó la ceremonia. Habló el líder estudiantil Juan Nuiry Sánchez, y luego el olvidado comandante Luis Orlando Rodríguez. Sobre la tribuna se acomodó el también comandante Camilo Cienfuegos (la Revolución había dado más comandantes que la Segunda Guerra Mundial). Cerca de las once y media de la noche, cuando Fidel Castro comenzó su discurso, se liberaron varias palomas blancas. Se habla de centenares de jaulas abiertas, pero en realidad fueron apenas tres aves, lanzadas desde muy cerca, entre el público. Una de ellas se posó primero en el hombro izquierdo de Castro, que miró hacia el cielo mientras la multitud rompía a aplaudir. Luego llegaron las otras.

Era un momento perfecto para quedar inmortalizado, y así sucedió, gracias a los oportunos clics de varios fotógrafos (José Pepe Agraz, Alberto Korda y Tor Eigendal son algunos de los más famosos). El orador evitó espantar a los pájaros, y en otro momento de su discurso, ya más relajado, se volvió de improviso hacia su compañero de tribuna para acuñar una frase célebre: “¿Voy bien, Camilo?” Y el interpelado asintió dos veces. Las palomas, para entonces, ya habían alzado el vuelo.

Cualquiera de las fotos emblemáticas de la Revolución trae consigo una pequeña “mitología”. Cincuenta años después, historiadores y comentaristas no se ponen de acuerdo sobre cómo fue que llegó la paloma a posarse sobre aquella chaqueta verdeolivo. Las diferentes versiones van desde la teoría del “punto más alto” (los seis-pies-dos-pulgadas del orador) hasta una dieta de perdigones de plomo para impedir que los pájaros ganaran demasiada altura. Se ha mencionado incluso la asesoría de un experto colombófilo, que habría untado feromonas de palomo al chaleco para crear un efecto previamente estudiado en la multitud. La más difundida es la versión del periodista Luis Ortega, quien asegura que todo fue una escena preparada por Luis Conte Agüero, secretario general del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) y estrecho colaborador de Fidel en esos años, hoy en el exilio:

 

 

 

Esperó hasta el momento en que la multitud había caído ya en trance. Era un océano de gentes delirantes. Ya la voz de Fidel era ronca. Los aplausos y gemidos de la multitud apenas si lo dejaban hablar. Y fue entonces que Conte Agüero, con un ademán bíblico, soltó la paloma. Y la siguió en el aire con ternura. Su paloma volaría hacia Fidel y se posaría suavemente en su hombro y entonces un rugido saldría de la multitud.

Pero, no. No ocurrió nada de eso. La paloma de Conte Agüero levantó vuelo, dio unas cuantas vueltas y se perdió en la distancia. Un sollozo salió de los labios del poeta que ya era Conte Agüero. Había sido traicionado por la paloma. Pero entonces ocurrió algo insólito, realmente milagroso. Otra paloma apareció de no se sabe dónde y se posó en el hombro de Fidel. La nueva paloma era todavía más blanca y hermosa que la de Conte. Fue una revelación que dejó al pobre Conte temblando. Lo que él había preparado cuidadosamente como un truco de publicidad se había convertido en un verdadero milagro.

 

 

 

Por sorpresa o no, las palomas cumplieron su misión simbólica. Se habló de la Paz (que era el tema de aquel discurso en Columbia) y del Espíritu Santo. También de rituales de santería, donde la paloma blanca sería símbolo de Obatalá, el Elegido, el hijo de Dios. “La gente pensaba que Fidel era el enviado de Cristo”, resume el comandante negro Juan Almeida en un ditirámbico documental dirigido por Estela Bravo.

La Revolución cubana encarna una tremenda paradoja simbólica al sostenerse sobre el prestigio de varias imágenes donde el mito busca invadir el lugar de lo histórico. A estas alturas, la historia ya no es algo que pasa, ni siquiera algo que “pasó”, sino un legado de “falsas verdades” en blanco y negro, que proclaman una vigencia eterna.

Las fotos más emblemáticas de la Revolución cubana no son exactamente “documentales”: acarrean elevados niveles de idealización y estetización, justo lo contrario de la objetividad histórica. A falta de una visión de conjunto, tenemos ese puñado de imágenes cuyo glamour aumenta con el tiempo. Hoy la Revolución “son”, en realidad, esas fotos, hipnóticos fragmentos del pasado convertidos en acicates para la conciencia, pero también en obstáculos para un juicio racional. “El conocimiento obtenido mediante fotos fijas –advertía ya Sontag en su célebre ensayo de 1973– siempre consistirá en una suerte de sentimentalismo, ya cínico o humanitarista. Será un conocimiento a precios de liquidación: un simulacro de conocimiento, un simulacro de sabiduría.”

Mientras más uno lee sobre el asunto, van apareciendo más capas del mito. La costumbre de soltar palomas sería, en realidad, el resabio de un antiguo rito de colonos franceses al fundar, a principios del siglo xix, algunas de las más célebres villas cubanas. Pero en Cuba las palomas también son símbolo de mala suerte. Palomas blancas son los animales que se le sacrifican a Olofi, el enviado de Oloddumare en la tierra, y haberlas manipulado en cautiverio acarrea, según la religión yoruba, terribles consecuencias (de ahí, tal vez, que Conte Agüero haya reescrito sus actos a posteriori). En cuanto a la simbólica profecía de paz, basta un simple repaso histórico –como el que hace Hugh Thomas– para que se revele como el más falso de los augurios.

Como en todas las mitologías, aquí los significados son perfectamente dobles y contradictorios. Sin embargo, esa noche del 8 de enero de 1959 marca dos mutaciones fundamentales, descuidadas por culpa del glamour fotográfico. Primero: fue el momento en que los cubanos dejaron de juzgar la política ateniéndose a los hechos y empezaron a considerarla como una dieta de símbolos. Segundo, como bien explica Norberto Fuentes en su monumental Autobiografía de Fidel Castro, ese momento en que el elegido de las palomas se permite ante la multitud el cínico chascarrillo de preguntar a su compañero de guerrilla si lo está haciendo bien marca el comienzo del poder absoluto que Fidel Castro ha detentado durante los últimos cincuenta años, para desgracia de la nación cubana. ~

– Ernesto Hernández Busto

 

 

Excepcionales figurantes

Las dos películas extranjeras más importantes que se rodaron en Cuba en los primeros años de revolución comienzan mostrando a mujeres que nadan en piscinas de hoteles. En Our Man in Havana, la película de Carol Reed basada en la novela de Graham Greene, la cámara sigue a una bella nadadora que bracea hacia un extremo de la piscina. La escena es de una calma abrumadora, salvo por un detalle: al fondo del camino de agua se advierte la silueta del capitán Segura, torturador de la policía, recortada sobre el paisaje urbano. Engañosa, pues, la belleza de la ciudad que se desborda por los límites de la azotea. Detrás de la paz y el lujo aparentes se escondería una realidad atroz.

La otra ocasión en que se entró a La Habana desde una piscina fue en Soy Cuba, la película de Mijaíl Kalatozov a la que se deben las que tal vez sean las imágenes más bellas de la ciudad rodadas jamás. Tras la hermosa secuencia de los créditos, con una avioneta sobrevolando unos palmares que parecen nevados, la cámara desciende hasta la piscina de otro hotel del downtown habanero, y tras pasearla entre bañistas que toman el sol y copas, sigue a otra opulenta trigueña que se hunde en la alberca para encontrarse otras piernas y otros cuerpos en sensual y espasmódica danza.

Aunque calmas las aguas de la primera piscina y revueltas las de la segunda, ambos directores eran reos de un mismo imaginario: La Habana no es lo que parece.

Los sedujo el contraste entre esos cubos de agua llenos de cuerpos pop, y el vicio y la sangre que se aprestaban a mostrar después en una ciudad de la que tenían referencia de ensueño que transcurría en parejas aguas: el cuerpo desnudo de Ava Gardner gozando de la piscina de La Vigía, la finca de Ernest Hemingway en San Francisco de Paula.

 

 

En “El nadador”, un célebre relato de John Cheever publicado en la revista The New Yorker precisamente en 1964, mientras las cámaras de Urusevsky esperaban días enteros alguna particular tonalidad de las nubes en el cielo sobre el Malecón, Neddy Merrill decide nadar hasta su casa desde el patio de los Westerhazy. Nadar de piscina en piscina; atravesar el condado a brazadas.

Cuba, como el pertinaz nadador de Cheever, ha atravesado sucesivos avatares hasta llegar a tener el malcarado rostro que ostenta hoy. Y de tanta agua, se le ha corrido el maquillaje, como a vedette que camina bajo la lluvia. Y ha nadado siempre en piscina inundada de una misma agua discursiva: una ansia de “excepcionalidad” que ha sido su maldición y también su bálsamo. Un dispositivo creado desde la sociedad criolla, y que funcionó durante dos siglos enteros, tanto para vocear una grandeza las más de las veces apenas presunta como para justificar las desgracias, tantas veces demoledoras.

La “Llave y Antemural”, que escribiera José Martín Félix de Arrate, paseó por todo el siglo XIX la singularidad que implicaba permanecer como una provincia española, la “siempre fiel”, sin ser, o parecer, una colonia, según afirmara en 1841 Adolphe Jollivet. Pese a ello, anexionistas, independentistas y autonomistas enarbolaron discursos y machetes sin conseguir dotar a la “Perla de las Antillas” –título que le disputan Haití y Martinica, por cierto– de un Estado moderno ni de las instituciones funcionales que éste presupone.

Fue precisamente ese siglo el responsable de que la vindicación de la “excepcionalidad” de Cuba se erigiera en leitmotiv nacional. Los reclamos por la independencia o la autonomía requerían de discursos que plasmaran la otredad de la isla respecto a España, ya fuera para arrastrar a los cubanos a la guerra o para exigir un estatuto privilegiado para la isla, una forma de autogobierno.

 

 

Cuba se despidió del siglo XIX, el siglo del afianzamiento de los discursos nacionales, ostentando la dolorosa primacía de haber inaugurado, de la mano de Valeriano Weyler, el universo concentracionario donde cuarenta años más tarde Europa se encontraría con los topes de la razón y la apoteosis de la técnica.

También con una decepción que marcaría las décadas siguientes: los cubanos habían peleado dos guerras contra España, pero no pudieron anotarse la victoria en exclusiva. Tampoco la normalización, y creación, de las instituciones del país. Así, la República tutelada por Estados Unidos que nacía sirvió para potenciar la maldición de otra cualidad “excepcional” que los cubanos habían ido amasando desde el primer tercio del siglo xix, a saber, la relación especial de Cuba y Estados Unidos. He ahí otra cifra “excepcional”, la geopolítica de la gravitación, que pervive hasta hoy tanto en los discursos antiimperialistas del régimen cubano como en el “excepcional” trato migratorio que reciben los cubanos en Estados Unidos.

Ni Quebec autónomo en el Caribe, como quisieron los autonomistas, ni Suiza caribeña con la que soñaban los más optimistas, la Cuba republicana fue un tránsito de medio siglo por la indagación en torno a la identidad de los cubanos en típico gesto poscolonial. Hay al menos dos refugios donde se aloja la excepcionalidad cubana en los años republicanos. Por una parte, un extraño ejercicio de excepcionalidad negativa, que se fundamenta en la exposición de los vicios –Francisco Figueras, José Antonio Ramos, ciertas zonas de Fernando Ortiz y Jorge Mañach… Pero conjuntamente con los discursos de la excepcionalidad negativa, la República también conoció momentos de gran prosperidad económica que alimentaron el fantasma de una superioridad que enajenaba al país de la América Latina y el Caribe, aunque no conseguía insertarla en un espacio de estabilidad democrática que le permitiera parangonarse con las naciones del norte del continente. En Piedras y leyes, Fulgencio Batista recoge el prolijo catálogo de esa excepcionalidad en positivo.

El “mito de la insularidad” que propugnó José Lezama Lima en el célebre “Coloquio con Juan Ramón Jiménez” es un ejemplo adicional del afán de excepcionalidad, aunque en él, como más tarde en el célebre poema de Virgilio Piñera, sea Cuba entera la que nade en una piscina de aguas que la aíslan y singularizan. Años después, Reinaldo Arenas recreó el mito al imaginar tiburones que roían la plataforma sobre la que se asienta la isla, que quedaría así a la deriva, perdiéndose en los mares, despidiéndose de su excepcionalidad fatal.

 

 

Con la revolución de 1959, la aventura de la excepcionalidad cubana alcanzó proporciones apoteósicas. Entonces, nuevo membrete, ganó el de “primer país socialista de América”. Difícilmente alguien pudo imaginar que las ansias de excepcionalidad se vieran colmadas a un nivel que situara a la isla en el centro de un diferendo nuclear y que unos cohetes emplazados en su suelo generaran uno de los más intensos usos del “teléfono rojo” de la Guerra Fría.

La idea de que el país había alcanzado por fin un destino genuinamente excepcional soporta buena parte de los discursos ideológicos de la revolución de 1959. La década de los sesenta convierte a Cuba en hotel de los intelectuales de izquierda. El presunto hallazgo de una revolución que centraba los principales debates que rondaron esa década, el rol de enfant terrible del socialismo mundial de que dotaron a Cuba su relativa independencia de los dictados de Moscú, la implicación de la isla en los procesos de descolonización y los movimientos guerrilleros en África y América Latina convirtieron a Cuba en ilusorio vórtice del huracán que iba a enderezar el siglo.

Más tarde, el inicio del colapso del imperio soviético en 1985 colocó a Cuba ante la amenaza a la supervivencia de su propio devenir socialista y requirió de artes que paliaran los efectos que un lustro más tarde se abatirían sobre la economía de la isla. Regaló también la benevolente Clío la posibilidad de dar todavía una puntada al traje de la excepcionalidad. Y no se iba a desaprovechar tamaña ocasión de proclamar la nueva condición excepcional y ufanarse de ella. “La historia nos dio el derecho a proclamar que somos hoy el país más independiente sobre la Tierra”, dijo Fidel Castro en 1991, para recordar inmediatamente después que a pregunta que le habían hecho acerca de si Cuba se había quedado sola tras el desmantelamiento de los regímenes socialistas en Europa, respondió: “¡Sí, estamos solos, pero en la cúspide!” El ensayista y poeta Roberto Fernández Retamar llevó la mítica norma a apoteosis no exenta de cursilería, cuando se refirió a la “enormidad de Cuba”, tomando como pie forzado aquella “enormidad de España” de la que habló Miguel de Unamuno, y jugando con la común raíz de las palabras anormalidad y enormidad. Enorme por excepcional, pues.

 

 

A la Cuba poscomunista le tocará proveerse de un rostro que continúe dotándola de la ilusión de la excepcionalidad, a la vez que le sirva para encarar su reducción a país común, a ser un país más. Un paisito cualquiera, sin destino de epopeya.

Como el nadador de Cheever cruzó el condado para encontrarse una casa vacía, los cubanos habrán de rastrear los muchos retratos de la Cuba “excepcional” para elegir con cuál se quedan, si es que alguno les conviene. Atravesar esas visiones, como nadando de piscina en piscina, desasidos por fin de la idea de que la excepcionalidad es una virtud de la geografía moral en un mapa del que Cuba se quiso epicentro. Un mapa que alberga ahora el paisaje de una ilimitada periferia.

La devolución del país, y sus gentes, a un espacio carente de primacías y heroísmos, una realidad desprovista de falsas coartadas que validen un destino único, exigirá un reacomodo simbólico y un renovado asiento geoestratégico. La pérdida de la última coartada de excepcionalidad durante este último medio siglo de castrismo traerá consigo la suerte de vivir un destino común en el archipiélago de la mundialización. Cuba ya se prepara para adoptar nuevo rostro debatiéndose entre el socialismo del siglo xxi y el imaginario de la gozadera.

Se afirma que Fidel Castro apareció como figurante en una película rodada en México en 1946, Easy to Wed. En los créditos figura con curioso papel: Pool Spectator. Un hombre que se pasea en torno a una piscina. La mira de reojo, desinteresado. Tras medio siglo de revolución, los cubanos, que asisten como “excepcionales” figurantes al ocaso de su presunta excepcionalidad, ansían un destino sobre el que no gravite el reto de ser grandes.

Al menos, más grandes de lo que son. De lo que cualquiera lo es. ~

– Jorge Ferrer

 

  

 

Un texto en blanco del que cuelgan notas. 50 años de administración cultural revolucionaria

En enero de 1959, apenas las fuerzas revolucionarias se hicieron del poder, afloró el júbilo y la mala conciencia de muchos creadores cubanos. José Lezama Lima clausuró una época: “Se decía que el cubano era un ser desabusé, que estaba desilusionado, que era un ensimismado pesimista, que había perdido el sentido profundo de sus símbolos”. Según él, el nuevo régimen venía a romper los hechizos infernales y haría “ascender, como un poliedro en la luz, el tiempo de la imagen”. Roberto Fernández Retamar consignó en un poema, “El otro”, los remordimientos de la sobrevivencia. Virgilio Piñera publicó una carta dirigida a Fidel Castro en la cual admitía la culpabilidad del gremio de artistas y escritores: “sabemos que nos cruzamos de brazos en el momento de la lucha, y sabemos que hemos cometido una falta”. Y sugirió al nuevo líder: “es preciso que la Revolución nos saque de la menesterosidad en que nos debatimos y nos ponga a trabajar. Créanos, amigo Fidel: podemos ser muy útiles”.

Atendido o no este particular reclamo, las autoridades se ocuparon inmediatamente del gremio. Organizaron un aparato cultural en cuyas dependencias hallaron empleo artistas y comisarios. Fundaron un público. La campaña nacional de alfabetización brindó letras y catecismo político a la población analfabeta. Logró, además, que los jóvenes desoyeran las tutelas familiares al organizarse en brigadas de alfabetizadores: ya la revolución estaba por encima de la familia. Radio y televisión se hicieron didácticas. El lugar de la publicidad comercial fue ocupado por la propaganda política. El periodismo dejó de ser un ejercicio de indagación y libertad.

Una frase de Fidel Castro sirvió de máxima a la administración cultural: “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. La fórmula, que no admite afuera, obliga a averiguar por el encargado de las delimitaciones. Aunque Ernesto Guevara explicitó las condiciones del nuevo contrato: “la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios” (El socialismo y el hombre en Cuba). Ningún creador, por grande que fuese, sería más relevante que la revolución. Pues, en tanto los novelistas se limitaban a construir personajes, los líderes revolucionarios forjaban al Hombre Nuevo. Y no por casualidad aludía Guevara a la experimentación genética: “Podemos intentar injertar el olmo para que dé peras, pero simultáneamente hay que sembrar perales. Las nuevas generaciones vendrán libres del pecado original”.

Bajo este régimen de culpas arbóreas, cada artista constituyó un expediente policial. Entre 1965 y 1968, homosexuales y religiosos y hippies y roqueros quedaron encerrados en campos de concentración. El realismo socialista consiguió alzarse como receta única a inicios de los setenta. (En el congreso fundacional de la Unión de Escritores de la Unión Soviética, el escritor Leonid Sobolev había afirmado: “El Partido y el Gobierno le han ofrecido todo al escritor, y sólo le han quitado una cosa: el derecho a escribir mal”. Sin embargo, este último derecho resultó ampliamente alentado en los casos soviético y cubano.)

Las Navidades fueron prohibidas. Hubo años sin carnavales. A los ojos del ascetismo revolucionario, en cada bailador se malograba un miliciano. Bares, salas de fiestas y centros nocturnos atravesaron por larga cuarentena. (La apelación al turismo extranjero hizo que resurgieran: de ello tratan el álbum y el filme Buenavista Social Club.) Si existió una música oficial podrá buscarse en el movimiento de la Nueva Trova: un puñado de jóvenes músicos (Silvio Rodríguez y Pablo Milanés los más conocidos) que salvaron ciertas dificultades políticas hasta ligar sus obras a la agenda gubernamental. (La protesta a la que aspiraron terminó por desvanecerse y, de haber crítica política en sus canciones, fue dirigida a las invasiones estadounidenses en distintos rincones del planeta o al golpe pinochetista, nunca a la sociedad donde vivían.)

En su búsqueda de perales, la pedagogía revolucionaria creó las figuras del artista oficial, del burócrata artista, del delator de colegas y del delator de sí mismo. Contribuyó a la formación de inteligencia para ahogarla después. Empujó a muchísimos creadores al exilio, silenció sus obras, difundió la creencia de que el genio del lugar abandonaba a quienes emigraban. Según tal hipótesis, todo creador perdía fuelle en cuanto se alejaba de su tierra natal. Sentencia contestada desde el exilio con la de la imposibilidad de crear nada valioso dentro de una dictadura. (A un radicalismo geográfico contestaba un radicalismo histórico.)

Virgilio Piñera había rogado que sacaran a los escritores de su menesterosidad, y el régimen revolucionario terminó por otorgarles el reconocimiento mayor: los tachó de peligrosos. El pensamiento logró alcanzar así una dignidad socrática. Aunque, al suprimírsele crítica y lectores, se le abrió el espejismo de intentar legitimarse a partir del repudio de las autoridades.

Desaparecida la Unión Soviética, el discurso oficial cubano no encontró mejor salida que atrincherarse en el nacionalismo. Si hasta entonces resultaba conveniente identificarse con otros países comunistas, en adelante habría de subrayar lo endémico: que lo original de una cultura salvara al régimen de correr la suerte de sus homólogos de Europa. Fue así como dejaron de ser útiles las citas de Lenin y de Marx, y menudearon aun más las de José Martí. Revistas y editoriales habaneras recuperaron exiliados. Eligieron a los autores menos incómodos, a las zonas menos incómodas de esos autores.

Terminaron por ser aceptadas las religiones mal vistas. Una misa papal celebrada en la Plaza de la Revolución devolvió a la gente las Navidades. Con la inserción del dólar en la economía del país, las autoridades debieron soportar la competencia de otros empleadores, galeristas y editores extranjeros que sentían curiosidad por lo ocurrido dentro de Cuba. La publicación fuera del territorio nacional (tamizdat, para decirlo en el ruso de los años de Stalin) terminó por recibir licencia.

Hoy pueden escuchárseles a los comisarios cubanos referencias bastante desenvueltas acerca de pasadas épocas terribles. Llaman quinquenio gris al reinado del realismo socialista con la misma impunidad con que hablarían del periodo azul de Picasso. Se muestran capaces de reconocer errores puesto que existen funcionarios jubilados a quienes achacárselos. Y no les faltan viejos artistas, antes represaliados y hoy Premios Nacionales, capaces de jurar que todo aquello se debió a interpretaciones torcidas de un proyecto humanista, justísimo en su fondo.

Durante medio siglo ha sido puesta al alcance del público una cultura limitada a lienzos, volúmenes, funciones, filmes. Pero esta consideración por la obra de arte olvida que también es cultura cuanto comemos, el espacio en que vivimos, la ropa que nos viste: todas esas nimiedades esenciales. La gente, entretanto, acude a filmes y telenovelas extranjeras para imaginar sus vidas. (En país mísero y cerrado, las telenovelas constituyen, más aun, toda la vida apetecible. Y buena parte de este medio siglo podría historiarse mediante la pelea televisiva entre la novela de turno y la verborrea de Fidel Castro.) Así, una telenovela mexicana prestó nombre a los vendedores callejeros recién admitidos: merolicos. Y del negocio de una protagonista brasileña salió el título genérico de los restaurantes particulares bajo licencia estatal: paladares.

Quienes gobiernan la cultura en Cuba suelen vanagloriarse de los miles de títulos publicados, de las multitudes que asisten a un festival de cine o una feria del libro. No podrían hacer lo mismo a propósito de la gastronomía perdida, las ciudades destruidas, la lengua erosionada… Colocar un micrófono ante un niño cubano es comprobar la tremenda capacidad totalitaria para convertir a cada criatura en el mismo orador político. Igual que en la escasa arquitectura de este medio siglo, en el lenguaje impera lo prefabricado.

La administración cultural cubana ha sido pródiga en instituciones y miedos. Existe un centro encargado de encauzar el rap de los jóvenes músicos, por ejemplo. Y un vasto cuerpo de policía secreta, desde el vecino más cercano al oficial más alto, a cargo de los miedos. (La guayabera se ha hecho prenda a evitar desde que los miembros de esa policía la vistieran.) No es aconsejable permanecer fuera de las instituciones gubernamentales: equivaldría a convertirse en bárbaro, hacerse inentendible, quedar en la noche descampada. Y, dentro de las instituciones, el miedo cohesiona membresías. Cualquier institución es miedo organizado.

A lo largo de medio siglo han decaído las mitologías. Del poliedro en la luz vaticinado por Lezama Lima, no quedan ni las ganas. Resultan patéticos los intentos por revivir la Nueva Trova, el cine oficial es un desfile de estereotipos sin humor y Alicia Alonso remeda dentro de la escuela de ballet clásico la decadencia de Fidel Castro. Como corresponde a cualquier revolución instaurada o a cualquier tiranía, la más exitosa empresa cultural ha consistido en la administración del tiempo.

Postergado hasta la construcción del comunismo, el cumplimiento de un ataque enemigo o, más secretamente, hasta la desaparición de una casta, el tiempo transcurre en Cuba extrañamente. Y, si fuera necesario resumir medio siglo de administración cultural, no cabría mejor imagen que la de un texto en blanco del que colgaran, con los hechos consignados antes (y otros más), notas a pie de página. ~

– Antonio José Ponte

 

 

Los revolucionarios olvidados

La Revolución de Cuba, como todas las epopeyas latinoamericanas, creó un panteón heroico conformado, primordialmente, por caudillos militares: Fidel Castro, Ernesto Guevara, Camilo Cienfuegos, Raúl Castro, Juan Almeida… Algunos comandantes que se opusieron a la deriva comunista, a partir de 1959, como Huber Matos, Humberto Sorí Marín, Rolando Cubela, Eloy Gutiérrez Menoyo, Jesús Carrera o William Morgan, fueron ejecutados o encarcelados y automáticamente expulsados de aquel panteón. Otras figuras públicas del naciente socialismo, como Carlos Franqui, director del primer periódico oficial, y Guillermo Cabrera Infante, líder de la corriente intelectual más vanguardista y heterodoxa del país, se exiliaron a fines de los sesenta y alcanzaron un importante reconocimiento fuera de la isla.

Hubo, sin embargo, un grupo de políticos civiles de la primera etapa de la Revolución que fue marginado del poder y que, en la mayoría de los casos, tampoco logró sostenidas posiciones dentro del exilio cubano. Esos líderes representaban el eslabón perdido de la Revolución: no pertenecían a la jerarquía militar de la Sierra Maestra y el Escambray, ni a la cúpula de la clandestinidad urbana ni a la nomenklatura del viejo comunismo, cuatro ramas que acapararían las principales carteras de gobierno a partir de 1960. Ese eslabón perdido era el que comunicaba a la Cuba republicana (1902-1959) con la Cuba socialista (1961-2009) y su ausencia en la memoria colectiva de los cubanos garantiza el mito de la regeneración nacional.

Provenientes, casi todos, de la clase política republicana o de la sociedad civil prerrevolucionaria, ellos personifican la Revolución que triunfó en enero de 1959 y no la que comenzó a institucionalizarse a partir del año siguiente. Todos, sin excepción, se opusieron a la dictadura de Fulgencio Batista, por métodos electorales y pacíficos, entre 1952 y 1956 y, a partir de este año, a través del respaldo a la lucha armada que encabezaban, en la Sierra Maestra, el Escambray y las principales ciudades de la isla, el Movimiento 26 de Julio y el Directorio Estudiantil Revolucionario. El apoyo de aquellos políticos a la Revolución fue altamente valorado por Fidel Castro, entre 1957 y 1958, ya que otorgaba legitimidad a su movimiento y le ayudaba a ganarse la simpatía de las élites económicas y políticas del país.

La historiografía oficial cubana, generalmente subordinada a un marxismo ortodoxo o a un nacionalismo estrecho, ha descalificado a esos revolucionarios como “burgueses”, “moderados” o “traidores”. Sin embargo, un ejercicio biográfico elemental nos persuade de que aquellos líderes pertenecían a las mismas clases medias de los jefes militares y sostenían las mismas ideas de la izquierda democrática y nacionalista cubana que predominaban en la dirección del 26 de Julio y el Directorio. Ni el marxismo ni el nacionalismo de la historia oficial han logrado ofrecer argumentos consistentes para justificar la eliminación de aquellos políticos de la historia revolucionaria y la ubicación de los mismos en un tenebroso catálogo de “enemigos de Cuba”.

El primero de aquellos revolucionarios olvidados, que debería contar con una semblanza biográfica accesible al público de la isla, es el abogado villareño Manuel Urrutia Lleó. Siendo juez en la ciudad de Santiago de Cuba, Urrutia se opuso a que los asaltantes del cuartel Moncada, en julio de 1953, y los revolucionarios encarcelados tras la represión del levantamiento del 30 de noviembre de 1956, en esa ciudad, fueran condenados como “terroristas”. Urrutia sostenía que a los revolucionarios asistía el derecho a la resistencia violenta, debido a que la dictadura de Batista, al violar la Constitución de 1940 por medio de un régimen de facto, creaba las condiciones jurídicas para la oposición armada.

Urrutia fue designado como presidente provisional de la Cuba revolucionaria en los primeros días de enero de 1959 y encabezó el gobierno de la isla hasta mediados de julio de ese año. Durante siete meses, este abogado defendió una política basada en la reforma agraria, la alfabetización, la recuperación de bienes malversados por la corrupción administrativa y el reajuste soberano de las relaciones con Estados Unidos a partir del control estatal de algunos recursos estratégicos. Pero Urrutia sostuvo ese programa de gobierno, el mismo que había sido plasmado en los documentos básicos de la insurrección contra Batista, junto con un claro posicionamiento frente el comunismo. Su denuncia de la creciente incorporación de comunistas al gobierno revolucionario provocó la ira de Castro, quien lo obligó a renunciar en julio de 1959.

Otro político importante de la primera revolución cubana fue el también abogado José Miró Cardona. Luego de defender la oposición pacífica, Miró comenzó a respaldar al Movimiento 26 de Julio y a su jefatura militar en la Sierra, a través de una alianza de asociaciones cívicas. Tras solicitar la renuncia de Batista, en oposición a las elecciones de 1958, Miró se asiló en la embajada de Uruguay y, desde el exilio, encabezó el Frente Cívico Revolucionario Democrático, una coalición de organizaciones antibatistianas que impulsó la caída del régimen. En enero de 1959 Miró ocupó el cargo de primer ministro del gobierno revolucionario hasta que diferencias con el presidente Urrutia lo llevaron a la renuncia en febrero, cediendo su posición a Fidel Castro.

El primer canciller de la Revolución cubana no fue el intelectual marxista Raúl Roa, como generalmente se piensa, sino el destacado sociólogo y filósofo cubano Roberto Agramonte. Figura prominente del Partido Ortodoxo, la organización a la que perteneció Fidel Castro antes de la Revolución, Agramonte era el candidato con mayores posibilidades de triunfo en las elecciones presidenciales de 1952. El golpe de Estado de Batista, en marzo de ese año, impidió la llegada de Agramonte a la presidencia y el líder opositor, como las principales figuras de su partido, respaldó el levantamiento armado contra Batista. En enero de 1959, Agramonte fue nombrado ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, cargo que desempeñó hasta junio de ese año. Durante seis meses el canciller defendió una diplomacia nacionalista y democrática, similar a la que caracterizaba a las izquierdas no comunistas de la región.

Otro líder importante del Partido Ortodoxo, Raúl Chibás, hermano de la principal figura de la oposición al gobierno de Carlos Prío Socarrás (1948-1952), respaldó la insurrección antibatistiana desde 1957. En el verano de ese año Chibás, junto al economista Felipe Pazos, firmó con Castro un manifiesto desde la Sierra Maestra en el que proclamaba la vocación democrática de la revolución y anunciaba la realización de elecciones luego del triunfo. Las elecciones nunca se celebraron y Chibás, quien había declinado la oferta de ocupar el Ministerio de Hacienda del primer gabinete revolucionario, al igual que Pazos, primer presidente del Banco Nacional de Cuba, desplazado por el Che Guevara, se alejó de Fidel Castro.

En la primavera de 1960 la mayoría de los miembros del primer gabinete revolucionario –Urrutia, Miró, Agramonte, Pazos y otros políticos destacados de la oposición a Batista, como el ingeniero Manuel Ray, el economista Rufo López Fresquet y los líderes del “llano” Faustino Pérez y Enrique Oltuski– estaba fuera del gobierno. Los jefes de la política económica, ideológica e internacional del régimen eran viejos o nuevos marxistas (Fidel y Raúl Castro, Ernesto Guevara, Carlos Rafael Rodríguez, Aníbal Escalante, Lionel Soto, Raúl Roa…), resueltos a establecer una alianza con la Unión Soviética y a crear un régimen de partido único y economía de Estado. En el verano de ese año los líderes de aquella democracia nacionalista comenzaron a exiliarse y a conspirar contra el naciente comunismo cubano.

Los dos únicos de aquellos políticos que lograron posiciones importantes dentro del liderazgo de la oposición fueron Miró Cardona y Ray. Los otros, empezando por el ex presidente Urrutia y terminando por la ex ministra de Bienestar Social Elena Mederos o por el dirigente sindical David Salvador, pasaron el resto de sus vidas en la cárcel y el exilio, donde murieron, despreciados por el gobierno de Fidel Castro y olvidados y calumniados por la historia oficial de la isla. Las revoluciones, decía Raymond Aron, se “nutren de la ignorancia del porvenir”. Nada más cierto: el futuro de Cuba comienza a vislumbrarse como un tiempo de memoria y reconciliación en el que los actores del pasado, excluidos y satanizados por el poder, reviven en la historiografía crítica que se escribe desde la isla o desde la diáspora. ~

– Rafael Rojas

 

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1 Emisora de radio financiada y emitida desde el territorio de Estados Unidos.

 

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