“Te has perdido de mucho aquí en Facebook”, me escribió ella, con ironía, “alguien en Dinamarca o Noruega mató a una jirafa, y alguien filmó a un perrito en una autopista intentando salvar a otro perrito herido”. Afortunadamente, Fernanda nunca me contó por qué los daneses o los noruegos mataron a ese pobre animal, ni por qué el tipo que filmó a los perritos desde una ventana no bajó a ayudarlos. Hace ya una semana que me despedí del engendro de Mark Zuckerberg y escribí una entrada medio en broma para esta bitácora llamada “Algunas razones (de peso) por las que cerré mi cuenta de Facebook”. La reacciones de linchamiento de algunos usuarios no solo me confirmaron que hacía bien en cerrar mi cuenta, sino que en Facebook lo que hace falta es precisamente sentido de humor.
Si Jonathan Swift (1667-1745) viviera en la actualidad y publicara su famoso ensayo “Modesta proposición para impedir que los niños de los irlandeses pobres sean una carga para sus progenitores o para su país” sería linchado en Facebook acusado de clasista, fascista, misógino, de promover la matanza de niñitos irlandeses y la antropofagia, y posiblemente, si fuera mexicano, de traición a la patria. Si hay un fantasma que recorre las redes sociales, es el fantasma de la falta de sentido del humor.
Parece ser que algunas personas se vieron identificadas en los tipos descritos en mi artículo y se lo tomaron muy mal. Fui acusado de fascista, de engreído, de cobarde, de derechista, de “sicario” del editor de esta revista; de acusar a López Obrador de antisemita, entre otras muchas cosas más. Incluso alguien me recomendó que me suicidara. Por supuesto, a mí todo esto me parecía divertido, pero no dejaba de preocuparme la intolerancia de la que somos capaces, y sobre todo de la incapacidad de algunos usuarios para detectar que en la misma nota yo incluso me burlaba de mí mismo. El más divertido fue aquel que exclamó que yo era un cobarde al no firmar el artículo, cuando mi nombre y mi foto aparecen a la derecha de la página. No faltaron los que me acusaron de frívolo y los que dijeron: Letras Libres: la nueva Vice; es decir: los que creen que los escritores solo debemos hablar de Shakespeare y Joyce y no de nuestro tiempo, ni mucho menos hacer crítica de costumbres. ¿Por qué estaban tan indignados? ¿Será porque Facebook es la única vida que tienen algunas personas, y yo critiqué esa única y frágil vida? Espero que no. Y sí, me faltaron personajes por tratar, pero afortunadamente muchos fueron descritos en los comentarios por los que sí entendieron que se trataba de una broma. A ellos les agradezco. Nada más sano que burlarse de uno mismo y de nuestra sociedad. Es bien sabido que los dictadores y los tiranos carecen de sentido del humor. Si Facebook es el microcosmos del país, como alguien afirmó, entonces, según los comentarios hechos en la fan page de Letras Libres y en la página, somos una sociedad radical y violenta, resentida, sin sentido del humor y de la ironía. Yo estoy seguro de que no es así.
Poco después de enviar la entrada a la editora caí en cuenta de que se me habían pasado muchas otras razones para cerrar una cuenta de Facebook. Por supuesto está el uso que la red social hace de la información de los usuarios y que, a través de ella, la Agencia Nacional de Seguridad nos espía, según lo reveló el año pasado Edward Snowden. Estas serían las razones “serias” por las que cerré la cuenta, pero ya se ha escrito mucho sobre ellas; por eso preferí escribir sobre actitudes ridículas que he visto en la red y de las que todos, incluido yo mismo, hemos participado. Yo he sido un poco como algunos casos descritos en el artículo: nazi de la ortografía, admirador de Mujica, pejezombie, entusiasta de la lectura, feminista, etcétera.
Pero aquí va la razón por la que he decidido realmente salirme de Facebook y no son unos simples memes de gatitos y frases de superación personal para mujeres con Frida Kahlo de fondo. Creo que hay una forma perversa en la manera como nos relacionamos en Facebook con otras personas y en lo que aparentamos ser. Nos volvemos esclavos de ese personaje de ficción que nosotros mismos creamos (sí, como en la vida real, pero a la décima potencia): el amante de los gatos, el exquisito, el experto en opera, el que se la pasa compartiendo oraciones, el que hace su propio yogurt con búlgaros o su propio pan, o presume variedades inconseguibles de té que le regalan sus amigos de San Francisco. Yo también, sin darme cuenta, caí en este juego de crearse un personaje. Me convertí en un hater (odiador). Así es como se le llama en yerkish, la lengua que usamos los usuarios de internet, a ese tipo que se la pasa quejándose y despotricando de todo (y que describí en el artículo), y cuya imagen prosopopéyica es el meme de Grumpy Cat en donde abajo se lee un lacónico pero exultante: NO. Debo de reconocer que una parte de mi personalidad es así. Suelo quejarme mucho, lanzo invectivas a diestra y siniestra durante una parte del día, pero también soy un tipo feliz, y amable con las personas. Soy humano. Pero el tipo feliz y amable no vende en redes sociales. La gente adora a los haters porque a través de ellos subliman su propio odio. Constantemente recibía mensajes de usuarios que me decían: “me encanta tu sentido del humor”; “me gusta que odies a todo mundo”. Sin darme cuenta caí en ese juego y exageré el personaje. En un principio fue divertido, pero después ya no. Y en resumen, y como puede leerse entrelíneas en la entrada de la semana pasada, decidí salirme de Facebook porque me di cuenta de que tanto yo como muchos usuarios vivimos en un mundo de simulación; un mundo además tan adictivo, por lo visto, que cuando es puesto en evidencia es defendido con insultos y actitudes intolerantes.
La red social tiene también muchas cosas buenas de las que vale la apena hablar: es un punto de encuentro entre amigos y familiares que hace tiempo no se ven. Conozco personalmente a un hombre que encontró a su hijo ahí después de veinte años. El activismo like tampoco es algo que podemos desechar. Todos somos testigos de cómo gracias en parte a esta red es posible difundir de una manera más amplia a los presos de conciencia de Amnistía Internacional, entre otros casos. Facebook es más bien ya parte de nuestras vidas, y como todo lo humano, es imposible de describir someramente y tampoco se puede enjuiciar en blanco y negro. Aún así, si alguien quiere comunicarse conmigo sin insultarme, lo invito a seguir mi cuenta de Twitter, @despartacos, donde tampoco estaré escribiendo mucho porque, como todo mundo sabe, la vida está en otra parte.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).