En noviembre de 2011, la Suprema Corte de Justicia de la Nación dio entrada al debate sobre los límites a la libertad de expresión en un conflicto entre medios. El diario La Jornada había entablado años atrás una demanda por daño moral en contra de Letras Libres por los juicios críticos que en las páginas de la revista se habían hecho sobre su línea editorial y su actividad periodística.
Los ministros determinaron que, dentro del sistema democrático, los medios no solo desempeñan un rol que les permite ejercer la crítica a personajes con proyección pública, sino que la crítica a su trabajo también debía gozar de la mayor libertad, de modo que La Jornada debía sujetarse al mismo escrutinio público que pregona, ejerce y cuya protección invoca.
La Jornada pretendía conculcar a Letras Libres las libertades que todo periodismo necesita para existir. A diferencia de los ciudadanos comunes, el periódico podía refutar desde sus páginas las opiniones que le parecían excesivas, pero sus directivos buscaban silenciar al otro y olvidaron uno de los principios que Miguel Ángel Granados Chapa (subdirector de La Jornada de 1984 a 1992) enunciaba de manera escueta: “la prensa se combate con la prensa”.
El concepto fundamental que defendió Letras Libres en aquel diferendo es la participación de las distintas voces en el debate público, que se reconociera que uno de los mecanismos idóneos tendientes a promover el comportamiento ético de los medios de comunicación es la crítica a los propios medios de comunicación.
Por más de cuatro años, en este espacio, me tocó ser parte de esa reflexión sobre los límites de la libertad de expresión, sobre nuestro periodismo. Me sumé a un medio en cuyo interior se debaten temas que trascienden el inmediatismo y fomentan la discusión no solo en el ámbito de lo local, que desafían al lector y obligan a todos los que participamos en el debate a establecer una interlocución más allá de la estridencia de las consignas. Letras Libres me dejó ser parte de su trabajo cotidiano y me permitió hacerlo con enorme libertad.
Me identifico con algo que decía Álvaro Enrigue no hace mucho: “Yo vivo de escribir cosas. Hago artículos, libros, reportajes, para poder sostener a mi familia con los asuntos sobre los que leo”. En mi caso existe un matiz: escribir me cuesta un gran esfuerzo, así que cada entrega me obligaba a leer mucho y exponer un punto a través de muchas voces que también terminaban por moldear mi propio punto de vista. Durante este tiempo estuve acompañado por editores con los que tuve un diálogo constante, que me leían con atención, me sugerían lecturas adicionales sobre los temas que elegía escribir, me pedían precisiones y señalaban desequilibrios; esa también es una forma de respetar el trabajo que uno hace.
Lo más importante es que me he visto retado a reflexionar sobre mi propio trabajo, sobre las decisiones editoriales que todos los días se toman en los medios, sobre la conciencia de lo real de nuestra libertad como periodistas, y en el camino he combatido mis propios prejuicios. Creo, como Dominique Wolton, que en una época en que todo el mundo ve todo y sabe todo, el periodismo aporta las claves para comprender; lo único que no podemos permitirnos es no reflexionar sobre lo que hacemos y sobre el peso de nuestras elecciones.
Retomo las palabras que Alejandro Aura escribió como despedida hace algunos años para decir que esta bitácora hace una pausa:
Nos vamos. Hago una caravana a las personas
que estoy echando ya tanto de menos, y digo adiós.
Hasta pronto a Letras Libres. Gracias a Letras Libres.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).