Cada cierto tiempo aparece alguien por Aicuña preguntando por “el misterioso pueblo de los albinos”, que es como la propaganda turística llama a este caserío casi secreto de la provincia de La Rioja, a unas veinte horas en autobús desde Buenos Aires. Hoy, por ejemplo, acaba de llegar alguien. Es un lunes por la mañana. La fotógrafa Paola De Grenet y yo estamos desayunando en el hostal La Casa –el único negocio de hospedaje que existe en Aicuña– cuando un auto se estaciona frente al jardín de la entrada. Es un taxi. De allí baja un muchacho de unos treinta y pocos años, cabello lacio y claro peinado con raya al costado, gafas que parecen de diseño, bolsa deportiva de cuero, camisa blanca y pantalones oscuros.
Hasta octubre del 2005, es decir, hasta hace apenas un año,
La Casa era sólo un rancho familiar –el rancho de los Ormeño–, de modo que la entrada no conduce a un mostrador ni a una sala de espera, sino directamente al salón comedor. Allí nos acompaña doña Josefa, viuda de Ormeño, una de las dueñas del hostal.
–Buenos días –saluda el muchacho al cruzar la puerta, con evidente acento de forastero–. ¿Aquí podría tomar desayuno?
–Sí –le responde doña Josefa–. Pase, siéntese.
La invitación de doña Josefa ha sonado lacónica. Si no la conociéramos un poco, diríamos que esta mujer, abuela de tres nietos, desconfía de los extraños. La primera impresión que uno se lleva al conocerla es que hay algo –un recuerdo, una pérdida, una tristeza– que le endurece el semblante. O que está de mal humor. O las dos cosas al mismo tiempo.
–¿Qué hay para desayunar? –pregunta el forastero, sonriente, tratando de caer bien.
–Lo normal –dice la señora–: café, leche, pan, mantequilla, queso.
–¿Algo más? –insiste él.
–Mejor dígame qué desea y yo le diré si puedo ofrecérselo.
La fotógrafa y yo permanecemos callados. Ella hace como que hojea un libro que tiene sobre la mesa. Yo hago como que la miro a ella.
–¿Huevos con tocino, tal vez?
–Bien: huevos con tocino –repite doña Josefa, y desaparece rumbo a la cocina.
El muchacho se sienta con nosotros. Se llama Benedict Mander, es británico, periodista, corresponsal del Financial Times de Londres. Le preguntamos qué lo trae por Aicuña. Éste es un lugar, le recordamos, donde es imposible que alguien esté de paso ni al que se pueda llegar por pura casualidad.
Benedict Mander sonríe ante nuestra pregunta.
A decir verdad, para venir hasta Aicuña hay que querer hacerlo, fervorosa y esforzadamente. Es un pueblo que no aparece en la mayoría de los mapas y que no sólo está a doscientos cincuenta kilómetros de la capital de La Rioja, sino a diez larguísimos kilómetros del camino más cercano: una ondeante trocha de tierra y guijarros, más parecida a un circuito de motocross que a una autopista. O como dicen algunos de sus habitantes, Aicuña es un pueblo casi olvidado en el trasero del mundo, más alejado de Buenos Aires, geográfica y culturalmente, que de los caseríos andinos de Bolivia y Chile.
–Supongo que estoy aquí por lo mismo que ustedes –dice en inglés y, haciendo un gesto con la nariz y la boca, señala el libro de la fotógrafa, Anthropologies of Art.
Mander se prepara para reír. Es obvio que los tres hemos venido atraídos por la historia de “Aicuña, el misterioso pueblo de los albinos”, un artículo de curiosidades turísticas que se suele entregar a los visitantes junto con un boletín de datos prácticos tomados de la web www.larioja.gov.ar/turismo.
Pero la fotógrafa da un respingo: la cara seria, las cejas juntas, la actitud grave.
–¿Hasta cuándo piensas quedarte? –lo interroga de golpe, también en inglés.
–Sólo hoy –dice él–. Le he pedido al taxista que venga a recogerme esta tarde.
–Entonces no podrás hacer nada –dice la fotógrafa–. Es decir, será mejor, por el bien de todos, que no intentes hacer nada.
El corresponsal del Financial Times se queda atónito, aunque todavía tiene la boca abierta, como si le hubiesen dado una mala noticia a la mitad de una carcajada.
–A la gente del pueblo no le gusta hablar del tema –le explica ella–. Llevamos dos días aquí y todavía no sabemos si podremos hablar abiertamente con alguien.
Unos minutos después, doña Josefa regresa trayendo una bandeja con leche, café, pan, mantequilla y dos huevos fritos con tocino. Mander le agradece, moja un trozo de pan en las yemas de los huevos y da un primer bocado.
Durante unos instantes, seguimos conversando en inglés, de cualquier cosa: cuánto tiempo llevamos en Argentina, si estamos casados, qué edades tenemos. Luego hablamos en castellano para que pueda participar doña Josefa, quien otra vez se ha sentado a acompañarnos desde una mesa contigua.
Entonces es la señora quien le pregunta a Mander:
–¿Y qué lo trae por aquí?
Hay un albino por cada diecisiete mil personas en el mundo. Así lo ha estimado un estudio de la Johns Hopkins University de Estados Unidos. En Aicuña, según Julio César Ormeño, el jefe de la oficina de Registro Civil, deben vivir unas trescientas personas. A lo mucho, dice, en ciertas épocas han llegado a ser trescientos cincuenta: es un pueblo tan pequeño que todos juntos cabrían en una sala de cine, incluyendo a los recién nacidos, los ancianos y el ministro pastoral de la iglesia.
De ese total, el jefe de Registro Civil tiene censadas a cuatro personas albinas, todas hombres: tres que ahora mismo viven en Aicuña y uno que ya de adulto se mudó a otro pueblo a dos horas de distancia. Pero sus archivos dicen algo más: desde fines del siglo xix se han registrado los nacimientos de cuarenta y seis albinos, sólo en Aicuña.
Las matemáticas no sirven para las conclusiones fáciles, pero si alguna utilidad puede tener en este caso la regla de tres es que el índice de albinismo en Aicuña no es uno por cada diecisiete mil personas, sino uno por cada noventa. O como sostiene el doctor Eduardo Castilla, autor de Aicuña. Estudio de la estructura genética de la población, el coeficiente de albinismo es casi doscientas veces mayor en este pueblo que en el resto del planeta.
Sin embargo, hay una especie de unánime censura sobre esa palabra –albinos o albinismo– que impide mencionarla en voz alta. Es como si fuese un tabú o uno de esos secretísimos entuertos familiares cuyo problema no parece estar en que existan, sino en hablarlos. Ocultar, en el fondo, es una forma de querer que algo desaparezca.
Pero Benedict Mander no comparte ese código de silencio, así que termina por confesar, no sin cierta cautela, aquello que lo trae por aquí.
–He venido –dice en voz baja– a conocer a los albinos de Aicuña.
Como si hubiese estado esperando este momento, doña Josefa se levanta de su silla y va a buscar el cuaderno de visitas del hostal.
–Lea –le dice a Mander entregándole el cuaderno abierto por la mitad.
Es el mismo mensaje que antes ya nos había hecho leer a la fotógrafa y a mí: el de Carlo Brero, un italiano de casi ochenta años que el 28 de septiembre del 2006 se despidió de La Casa con estas palabras: “Vine a este pueblo a buscar genes de albinos y me encontré con la alegría de quando era joven”. La carta de despedida del señor Brero, escrita con una caligrafía temblorosa y casi sin faltas de ortografía en castellano, ocupa toda la página. Antes de su firma, agrega: “Me siento contento íntimamente y se me ocurre que es por lo que aquí [se] vive: niños contentos, personas simples, serenas y afables. Se ve amor en el marco de una naturaleza sin estridencias”.
Cuando Mander ha terminado de leer, doña Josefa se le queda mirando a los ojos, como si lo interpelara pero a la vez tratara de enseñarle una moraleja. Es como si le estuviera diciendo: “Ya ve, Aicuña es mucho más que un pueblo de albinos”.
La fotógrafa y yo, que hemos seguido la escena con interés, aprovechamos ese momento para repetirle al corresponsal del Financial Times la explicación que antes nos quedó inconclusa: que llevamos dos días en Aicuña sin haber podido ver siquiera a un albino. Es más, que no tenemos ninguna garantía de que podamos ver a uno en los próximos días.
Ya nos lo habían advertido en el camino: la gente de este pueblo tiende a ser huraña por naturaleza, aunque si se siente en confianza con los visitantes, puede ser también muy amable, acogedora y dadivosa. Eso sí, les incomoda profundamente que alguien venga a buscar albinos como si asistiera a un espectáculo de circo freak. Es más, algunos admiten abiertamente que les molesta que vengan periodistas.
Desde que a principios de los ochenta una revista de Buenos Aires llamada 7 Días (vinculada, dicen, con la dictadura del general Videla) publicó un reportaje en el que se trataba despectivamente a los albinos de Aicuña, muchos de los habitantes del pueblo, que son vecinos y parientes a la vez, se volvieron ya no huraños, sino ariscos y huidizos con los de fuera. Sucedió que el efecto del reportaje fue inmediato y, para ellos, lamentable: de pronto empezó a llegar gente de otras ciudades de Argentina con la sola intención de conocer a los albinos. Querían observarlos, fotografiarlos, saber cómo eran, qué apariencia tenían: cómo podía ser la rutina de un pueblo habitado básicamente por personas de piel translúcida y pelo blanco.
Como en una versión colectiva de la historia de Frankenstein, Aicuña era como cualquier otro pueblo recóndito en el mundo, inconsciente de su peculiaridad, hasta que una mirada ajena la puso en evidencia. Al igual que con el personaje de Mary Shelley, fueron los demás quienes los señalaron con el dedo y los trataron como gente rara, diferente, poseedora de una insólita cualidad que los volvía grotescos y atrayentes a la vez.
Entonces algunos habitantes de Aicuña recuerdan que si descubrían a un curioso merodeando por ahí, o peor, a un sospechoso de ser un curioso profesional (léase un periodista), cerraban las puertas de sus casas y no salían hasta que el intruso se hubiese marchado.
–Un día vino un fotógrafo a querer tomarnos fotos –me contaría un par de días después Lucio Ormeño, uno de los tres albinos que todavía viven en Aicuña.
Cuando habla, Lucio Ormeño no lo hace en primera persona, así se refiera sólo a él. En vez de ello prefiere emplear el plural nosotros para hablar de sí mismo, aun en cuestiones tan simples como nos despertamos a tal hora o teníamos un negocio o nos compramos una motocicleta. Es una extraña forma de hablar que en ningún sentido es compartida por los habitantes de Aicuña. Es él, exclusivamente él. Como si un exceso de modestia –o de algo– le impidiera expresar su individualidad.
–No le hicimos caso –prosiguió Lucio Ormeño con su plural tan singular–. Nos hacía preguntas, nos pedía, nos rogaba.
Estaba desesperado, pero se fue por donde vino, sin ninguna foto. Ni ofreciéndonos dinero íbamos a posar para su cámara.
Lucio Ormeño habría de ser la primera persona con esa infrecuente condición genética llamada hipomelanismo con quien conversaría en Aicuña. Pero eso sucedería unos días después. Ahora, junto a Benedict Mander y a la fotógrafa, nos preguntamos si habremos actuado correctamente al venir aquí. Al supuesto pueblo de los albinos.
Luego de su primer encuentro con Mander, doña Josefa ha vuelto a ser la dulce y encantadora anfitriona que hemos venido disfrutando –y disfrutaremos– durante nuestra estadía en Aicuña. La señora nos ofrece más café, pregunta si necesitamos algo y anuncia lo que preparará de almuerzo esta tarde: bifes a la milanesa. También dice que cuando vuelva su hijo Dante, con quien comparte la administración de La Casa, de seguro él hallará una manera de ayudarnos. Ya debe estar de regreso, añade, pues sólo ha ido a revisar el riego de su huerto de nogales.
Dante Ormeño es un hombre en sus cuarenta, muy robusto, de no más de un metro setenta de estatura, pero con una espalda y unos brazos de leñador que lo hacen parecer más grande. En temporadas de verano, como ahora, tiene la cara enrojecida por el sol, que cubre con una barba fecunda y un cerquillo rebelde que trata de peinar hacia un costado, aunque siempre se le está cayendo sobre la frente. Un gesto típico de Dante Ormeño, que no tiene nada de vanidoso, es intentar mantener sus cabellos en su sitio. Lo hace a menudo, usando sus dedos como un peine, pero es inútil.
Es también un hombre callado. A diferencia del estereotipo que uno suele tener del argentino como un conversador innato y a veces un parlanchín que habla de todo porque parece saber de todo, Dante Ormeño es más bien lo contrario. Es muy difícil, a menos que seas su amigo o te hayas ganado su estima, que sea él quien inicie una conversación. Con alguien como Dante Ormeño tienes que tomar la iniciativa o, si te atreves, pedirle las cosas directamente. Aunque no lo parezca, él siempre dirá que sí.
Benedict Mander le resume su historia, le dice que esta tarde un taxi volverá a recogerlo, que tiene poco tiempo, y le pide que lo acompañe a recorrer el pueblo.
Dante Ormeño acepta.
El acuerdo tomado en esta sobremesa de desayuno en La Casa es que Mander conocerá Aicuña dando un largo paseo con Dante Ormeño. Pasado el mediodía, volveremos a reunirnos aquí para almorzar. Benedict Mander se marchará de Aicuña, como diría Lucio Ormeño, “por donde vino”.
En Aicuña parece que todos se apellidaran Ormeño.
El jefe de la oficina de Registro Civil, aquél que se encarga de llevar la cuenta de los nacimientos, matrimonios, divorcios y defunciones, y que nos dio las primeras cifras sobre la población de Aicuña, se llama Julio César Ormeño. El presidente del Centro Vecinal a cargo, entre otras labores, de repartir la escasa agua que hay para los cultivos, se llama Marino Ormeño. El ministro pastoral laico que cumple la función de sacerdote –porque la única iglesia de Aicuña no tiene uno– y celebra las misas los domingos, da la comunión, y bautiza y confiesa a los devotos en casos de peligro de muerte, es don Alberto Ormeño. La enfermera que dirige y suele hace las veces de doctora en el Centro Primario de Salud –una impecable posta de primeros auxilios que se transforma en hospital cuando hace falta– es la señora Irma Oliva de Ormeño. Los dueños del hostal La Casa son doña Josefa viuda de Ormeño y sus cuatro hijos, entre ellos el administrador Dante Ormeño. El mejor alumno de la única escuela del pueblo es Julián Ormeño. El único taxista, Juan Edgar Ormeño. Y los cuatro albinos nacidos en Aicuña que viven hasta hoy son, igualmente, todos Ormeño: los hermanos Lucio y Elio Ormeño, y los también hermanos –pero no parientes directos entre sí– Toto y Lucas Emilio Ormeño.
Lucio Ormeño es el encargado de la cabina telefónica de Aicuña. Tiene una voz privilegiada para eso.
Cada vez que timbra el telefax que tiene en el escritorio de su pequeña oficina, él levanta el auricular, espera unos segundos hasta que la llamada se haya hecho efectiva y, sentándose con la espalda muy recta, con los ojos clavados en un punto impreciso a través de sus gafas oscuras y con un vozarrón de locutor de radio, dice:
–¡Cabinaaa!
Casi siempre es alguien a quien él conoce. Un pueblo de trescientos habitantes no es que tenga demasiados misterios, así que Lucio Ormeño también puede ufanarse de haber memorizado unas cuantas decenas de números telefónicos. Incluso a veces, como su telefax tiene una pantallita en la que aparecen los números, se da el gusto de sorprender a sus interlocutores llamándolos directamente por sus apellidos.
–Diga, Carrizo –saluda ahora, por ejemplo, a un señor Carrizo que telefonea de un pueblo cercano.
Ahora van a ser las siete de la tarde, pero en la calle hay un sol de mediodía.
La cabina telefónica de Lucio Ormeño, es decir su oficina completa, debe tener unos seis metros cuadrados. Allí, aparte de un cubículo para que los clientes puedan conversar en privado, tiene un escritorio de madera y una estantería en la que sólo hay guías telefónicas y cuadernos en los que él ha anotado ciertos teléfonos y direcciones de emergencia. Sus dos únicos adornos de pared son un enorme reloj dorado y unas lucecitas de colores a las que él ha dado forma de árbol de navidad.
Lucio Ormeño trabaja de ocho y media a doce del día, y de seis y media de la tarde a nueve de la noche. Siempre y cuando no haya alguna interferencia en la línea, dice, pues en ese caso su oficina permanecerá cerrada hasta que el problema se haya solucionado. Él sólo se encarga de resolver las averías más sencillas, como reponer los cables y las conexiones desgastadas por el uso. Por ese trabajo a tiempo completo no recibe un sueldo, sino un veinte por ciento del precio de cada llamada que se hace desde Aicuña. Las llamadas que responde para sus vecinos son gratis.
Al igual que su hermano Elio, Lucio Ormeño es albino, pero evita a toda costa hablar de ello. Cuenta que estudió hasta séptimo grado, cuando la escuela del pueblo no tenía secundaria. Ahora tiene treinta y nueve años y se siente un tanto mayor como para volver a sentarse al lado de chicos más jóvenes.
A pesar de su edad, Lucio Ormeño tiene la apariencia y la sonrisa de un niño. Tiene la cara muy redonda y roja, con minúsculas erupciones causadas por el sol, que en esta parte de la sierra desértica de Argentina suele quemar como si uno estuviera permanentemente cerca de un horno de carbón. Eso en verano, porque también, como en cualquier desierto, la piel tiende a quemarse en invierno por esa mezcla feroz de aire reseco, vientos implacables y temperaturas bajo cero.
Para protegerse de ese clima violento, Lucio Ormeño siempre viste una camisa de manga larga, de preferencia a cuadros, y debajo, una camiseta de algodón de un color que le haga juego al sobresalir a través de sus botones abiertos hasta el pecho. Es casi imposible que uno lo vea sin sus gafas de sol, ni tampoco sin una gorra de béisbol que usa sobre sus cabellos blancos teñidos de rubio.
Cuando termina de hablar con el señor Carrizo, toma un trozo de papel y anota el mensaje que éste ha dejado para alguno de sus vecinos de Aicuña.
Así lo hace siempre, con todas las llamadas que recibe. Si el mensaje es muy urgente, Lucio Ormeño saldrá a la calle a buscar a algún niño que esté jugando por ahí para que lo haga llegar de inmediato. Si no, lo guardará hasta la hora en que cierra la cabina y, ya de camino a casa, irá entregando a sus destinatarios todos los mensajes acumulados durante el día.
Los niños lo adoran. Es raro que un pequeño pase cerca de su cabina y no entre a saludarlo o a decirle cualquier cosa. Él explica por qué:
–Antes de la cabina teníamos otro negocio –dice, empleando como siempre el nosotros para referirse a sí mismo–: una despensa de alimentos. Allí iban los niños y les dábamos caramelos, chocolates, cositas, tonterías.
Él mismo sonríe como si fuese un niño.
–Luego, cuando abrimos la cabina, también traíamos golosinas. Ahora menos. Tuvimos que cerrar la despensa porque mamá se enfermó.
Le pregunto si para trabajar en la cabina telefónica tuvo que estudiar algo.
–Nos dieron una capacitación –dice, aunque ya no sonríe.
Luego se queda pensando, como si hubiese recordado algo, y agrega:
–Para quedarnos con la cabina organizaron un concurso. Nosotros lo ganamos.
A Lucio Ormeño también le atrae la fotografía. Alguna vez fue su pasatiempo, después de llevar un curso por correspondencia que no pudo terminar porque por ese tiempo, inicios de los años ochenta, el correo postal en Aicuña era –vuelve a sonreír– peor que ahora. Todavía conserva su cámara por si acaso, aunque le han dicho que el tipo de película que necesita ha dejado de fabricarse.
Para explicarse mejor, dibuja en el aire algo que parece un par de binoculares.
–Sí, eran los carretes de ciento diez milímetros, con esas fotos que salían muy pequeñitas, ¿verdad? ¡Lindas!
Una de las palabras que más repite Lucio Ormeño es lindo, o linda, y todas sus variantes.
Al recordar sus épocas de niño, cuando junto a su hermano Elio acompañaba a su padre a los altísimos cerros donde éste debía reparar la antena del único canal de televisión que se veía en Aicuña, Lucio Ormeño dirá “lindas épocas”. Al comentar la vegetación de la zona, esencialmente desértica, llena de algarrobos, nogales, álamos inmensos y cactus de decenas de tamaños y colores, y formas caprichosas, y flores diminutas, dirá “lindo paisaje”. Y llamará “lindos” también a la noche, a la luna, al camino y las montañas, una madrugada en que salimos de excursión con la fotógrafa y Dante Ormeño para hacer fotos nocturnas por los alrededores del pueblo.
Al cabo de unos días de conversar con él, uno consigue descubrir que aquello que no le merece ese adjetivo tan elogioso –lindo–, en verdad tampoco le merece nada. Lo que no puede ser lindo sólo obtendrá su silencio. Una evasiva. Una respuesta anodina que significa simplemente que ya no quiere hablar más de ello.
–No tenemos por qué cuidarnos –contestó por ejemplo, muy secamente, un día en que le pregunté si por ser albino debía recibir algún tipo de tratamiento médico.
De inmediato, como calibrando mejor el sentido de sus palabras, admitió:
–Solamente vemos a un oculista de vez en cuando. Por los ojos, ¿ve?
Durante unos segundos inclinó sus gafas oscuras. No se las quitó. Sólo las bajó hasta la punta de su nariz. Tenía las pupilas de color rosado, como todos aquellos que tienen ese tipo de albinismo llamado oculocutáneo que afecta íntegramente el cuerpo: los ojos, la piel, el cabello.
Las pupilas, además, le vibraban de un lado a otro, con ese movimiento involuntario conocido como nistagmus.
Luego sería imposible volver a tocar ese tema con Lucio Ormeño.
El tabú que existe sobre el albinismo en Aicuña no parece limitarse sólo a esta falta de pigmentación en la piel que vuelve a las personas simplemente más notorias.
La enfermera que dirige el Centro Primario de Salud, Irma Oliva de Ormeño, es también la madre del otro par de hermanos albinos, Toto y Lucas Emilio Ormeño. La primera vez que la fotógrafa y yo la vimos, encabezaba una procesión en honor de la Virgen del Rosario, la patrona del pueblo.
Aquel día era domingo y las campanas sonaban llamando a los devotos a unirse a rezar el rosario y luego a una procesión. A las once de la mañana, la hora del rezo, había unas veinte personas en el interior de la iglesia, la mayoría mujeres y niños. A las dos de la tarde, cuando la romería ya había recorrido la única calle de Aicuña de un extremo a otro, se habían sumado unas cuarenta personas, incluyendo a algunos hombres que acompañaban el rito desde las puertas de sus casas, ya que adentro, en las pantallas de sus televisores, estaba por comenzar un partido importante de la liga de fútbol argentino.
La señora Irma también guiaba las oraciones. Una de esas oraciones decía: “Yo pongo mi esperanza en ti, Señor,/ yconfío en tu palabra”.
Casi todos se sabían las letanías de memoria.
Además de enfermera, Irma Oliva de Ormeño es la mayordoma de la iglesia, lo cual quiere decir que es la encargada de que la capilla esté siempre bonita y adornada con flores frescas, que sus altares y santos estén siempre limpios, y que los habitantes de Aicuña no pierdan el fervor religioso entusiasta que los ha identificado en sus casi trescientos cincuenta años de existencia. Para cumplir con esa tarea, siempre organiza sesiones de oración para enseñar a los niños los misterios del rosario, y trata de que el párroco asignado al pueblo, el padre Enrique Martínez, venga a celebrar la eucaristía al menos dos veces al año, aparte de ciertas ocasiones especiales como cuando muere alguien o hay una boda inminente.
La rutina diaria de Irma Oliva de Ormeño se reparte, así, entre las diez horas que trabaja en el Centro Primario de Salud y el no poco tiempo que dedica a la iglesia.
–A veces también tengo que hacer de psicóloga y consejera espiritual –dice una mañana en que hemos venido a buscarla a lo que algunos vecinos llaman todavía la posta médica o la enfermería.
Aquí trabaja desde hace dieciocho años, y es evidente que una gran parte de su personalidad la ha trasladado al Centro Primario de Salud: el local luce tan impecable, con un orden y una pulcritud y un olor de que todo está recién desinfectado, que sólo pueden ser atribuibles a una persona como ella. Se nota que el piso de cemento rojo es encerado y pulido cada día. Las paredes blancas no tienen una mancha ni rajadura. Las sillas de la sala de espera, también blancas, son todas idénticas. En cada ambiente hay carteles que recuerdan las metas que ha tenido que cumplir en todos estos años: difundir la lactancia materna, prevenir el cáncer de útero, recalcar que la crianza de los hijos es un deber también de papá. Al lado de estos carteles casi siempre hay una imagen religiosa. Una cruz, un Cristo, la Virgen del Rosario.
Delgada y de baja estatura, vestida siempre de traje, se nota que ella cuida cada detalle, incluso cuando habla de sus emociones más intensas.
Por ejemplo, cuando habla de sus hijos.
Tiene siete hijos. Los casados se han mudado a ciudades cercanas: lugares más grandes, más modernos que Aicuña. Con ella y su marido se han quedado una niña de ocho años; Toto, el mayor de los siete, y Lucas Emilio, quien después de haber pasado por varios cambios curriculares en la escuela, al fin acaba de terminar la secundaria.
–Toto –dice– es el más introvertido, aunque quizá también el más orgulloso. Su hermano [Lucas Emilio] se ha teñido el pelo de rubio, se cuida un poco más: por él, se iría ahora mismo a recorrer el mundo. Toto no. Él me dice: déjeme así, mamá. Así nací, así soy. De lo que se hereda hay que agradecer a Dios.
De pronto, sin perder la serenidad, se le ha ensombrecido la mirada. Irma Oliva de Ormeño también recuerda ese reportaje de la revista 7 Días que, por lo visto, significó una línea divisoria en la historia de Aicuña. La mirada –perpleja, fascinada, quizá torpe– de los otros que puso en evidencia que Aicuña no era un pueblo como los demás.
–Nos causaron mucho dolor –dice con ese resentimiento lejano de los que han sido educados para perdonar las ofensas–. Dijeron muchas mentiras: que los albinos no veían bien y por eso no podían trabajar. Que muchachos como mis hijos eran una carga para sus padres. Que Aicuña era un pueblo raro donde todos éramos albinos. La gente empezó a sentir vergüenza, ¡como si no hubiera otros albinos en el mundo!
Se interrumpe de golpe y suspira, como si ahora sí necesitara hacer un pequeño esfuerzo para retomar el control de sus emociones.
–La voluntad de Dios es así –dice, y en cierta forma da por terminada nuestra conversación–. Aquí no hay nada raro. Nada que no pase también en otros lugares.
Sin decirlo, ella confirma aquello que uno puede intuir sobre la idea que se tiene acerca del albinismo en Aicuña: que más que una condición de naturaleza genética, la mayoría cree que es un capricho del azar, así como cuando uno nace zurdo, miope o con los pies planos y puede encontrar en sus ancestros cierta predisposición para haber heredado esas características, pero sabe que, en última instancia, es el destino, la suerte o Dios quien lo ha decidido así.
Y que así como a unos les toca, a otros no.
Ni siquiera Irma Oliva, que es enfermera y se considera una persona abierta a hablar sobre cualquier tema, admite la posibilidad de que el alto índice de personas albinas en este pueblo tenga que ver con que la mayoría se apellide Ormeño.
Unas semanas después, el sacerdote Enrique Martínez lo explicará de esta manera:
–Es muy probable que sea justamente por eso, porque casi todos se apellidan Ormeño, que nadie quiera hablar de ese asunto en Aicuña.
Sentado en su despacho de la iglesia de Villa Unión –el pueblo con aspecto de ciudad más cercano a Aicuña–,
el padre Martínez contará que conoce el caserío desde hace veinticinco años y que es el sacerdote asignado allí desde hace una década. Dirá también que ha escuchado repetir a sus fieles un terrible rumor que al parecer empezó a circular en la región a partir del artículo publicado en la revista 7 Días: que la gran cantidad de albinos nacidos en Aicuña es una especie de castigo divino por el incesto que durante siglos han practicado sus habitantes.
Esa palabra –incesto– la habríamos de escuchar la fotógrafa y yo varias veces, pero siempre lejos de Aicuña.
Desde una cierta ignorancia, no deja de tener lógica: si, en promedio, ocho de cada diez habitantes del pueblo se apellidan Ormeño, vistos desde fuera daría la impresión de que en algún momento debieron tener hijos entre familiares directos. Es más, en Argentina no se usa el apellido materno, lo cual deja la opción de que más de un Ormeño lo sea doblemente, tanto por parte del padre como de la madre. De ahí a la idea del incesto no parece haber más que la especulación maliciosa y, en el fondo, la herencia bíblica del castigo divino.
–Eso no es verdad –dirá el padre Martínez–. Pero es difícil explicarle a la gente la diferencia entre una comunidad endogámica, cerrada, aislada y emparentada entre sí por equis razones históricas, y una comunidad incestuosa.
La endogamia no es lo mismo que el incesto, eso se puede advertir en cualquier diccionario de bolsillo.
La endogamia es el matrimonio –o cruzamiento, según la biología– entre personas de ancestros comunes o nacidas dentro de una pequeña aldea o comunidad aislada genéticamente. El incesto, en cambio, implica un grado directo de parentesco: es decir, cuando hay relaciones sexuales entre hermanos, o entre padres e hijos.
Pero la imaginación popular suele ser muy poderosa, y cruel.
Al igual que Macondo, de Cien años de soledad, hubo una vez en el noroeste de Argentina un caserío donde progresó una estirpe de agricultores de viñedos y nogales y criadores de cabras. Este lugar llamado Aicuña, o también “el pago de los Ormeño”, o más tarde “el misterioso pueblo de los albinos”, permaneció aislado durante más de tres siglos, doscientos cincuenta años más que en la novela de García Márquez. Y si en Macondo la endogamia fue castigada según la clásica leyenda del niño que un día habría de nacer con cola de cerdo, en Aicuña, según alguna gente de los pueblos cercanos, el castigo fueron muchos niños sin coloración en el cuerpo. Exactamente, cuarenta y seis albinos en poco más de un siglo.
Sin embargo, parece que el aislamiento de Aicuña tiene que ver con esos mismos pueblos cercanos que ahora difunden su rareza. Algunos dicen que todo empezó con un lío por la propiedad de las tierras. Quiénes eran dueños de qué. O quiénes querían adueñarse de qué. Pero ésta es otra historia –otro tabú– de la que casi nadie habla por aquí.
Aicuña es un pueblo de una sola calle.
No tiene una plaza central, como la mayoría de los pueblos.
Es una calle larga, curva y empinada, bordeada por cerros pequeños, que empieza en unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar y acaba por encima de los mil ochocientos. De un extremo a otro hay unos dos kilómetros de camino de tierra que la gente suele recorrer a pie, aunque los muchachos prefieren hacerlo a caballo y los niños en burro, acomodados hasta en grupos de cinco sobre el lomo del animal.
Las casas raramente están una frente a otra, sino en forma intercalada, como en zigzag: una casa al lado izquierdo, al costado un huerto, y frente a ese huerto la casa de la acera derecha, que al lado también tiene un huerto, y así. Para saludarse de una ventana a otra, los vecinos no pueden hacerlo en línea recta, sino en diagonal.
Además, algunas casas antiguas tampoco tienen puertas que dan a la calle. Para entrar en ellas hay que hacerlo dando una vuelta por el huerto del costado, a través de una reja de madera o de alambre. La verdadera puerta de entrada –lo que uno llamaría simplemente la entrada– está del otro lado, de cara a los cerros.
Es como si al llegar a Aicuña una parte del pueblo te recibiera de espaldas.
Es difícil olvidar lo que uno siente al recorrer por primera vez esta única calle. Entre las dos y las cinco de la tarde, por ejemplo, que es la hora de la siesta, parece que aquí no viviera nadie. Pero conforme vas caminando cuesta arriba, por momentos tendrás la impresión de que alguien te observa a tus espaldas.
Es una impresión rara.
Básicamente porque de pronto volteas, tratando de sorprender al fisgón que de seguro se oculta tras una cortina, y no ves a nadie.
Una tarde, después del almuerzo, estamos descansando en la espléndida terraza que tiene el hostal de doña Josefa y Dante Ormeño. La terraza se eleva más o menos un metro sobre el camino de tierra. Desde esta altura, en unos sillones fabricados con varas de hierro y con los asientos forrados con pieles de vaca, el pueblo parece el escenario de una vieja película del Lejano Oeste.
Como es la hora de la siesta, el escenario luce vacío.
–Fíjense –advierte Dante Ormeño–: no se oye nada. Por eso la gente es capaz de sentir hasta el menor ruido y puede distinguir, por cómo suena un motor, si el auto que viene es o no de algún conocido.
Dante Ormeño dice que no está exagerando. Cuando era niño, su padre le enseñó a reconocer la camioneta de un vendedor que venía una vez por semana trayendo alimentos que no eran fáciles de conseguir en Aicuña. Recuerda que aprendió a detectar el motor a varios kilómetros de distancia. “Allí viene Don Lulo”, se decía a sí mismo, y acertaba. Y así como él, muchos otros podían hacerlo.
–Salvo una época en que entró una línea de colectivos, Aicuña ha vivido en un estado de aislamiento casi total –continúa Dante Ormeño–. Ahora las cosas han cambiado un poco. Algunos quisieran que venga más gente, que el pueblo se abra, que los jóvenes sepan que hay otro mundo fuera de aquí, pero no es fácil.
Él no lo dice, aunque de seguro lo piensa: entre la gente que está empeñada en que las cosas cambien en Aicuña está él mismo. No solamente ha abierto con su madre y sus hermanos el hostal La Casa, sino que ha convencido a los agricultores de nueces de mejorar sus cultivos para poder acceder a nuevos mercados. También, cada sábado, es uno de los jugadores más entusiastas en un torneo de fútbol en el que participan unos cincuenta vecinos (las mujeres van sólo a mirar, por ahora), y ha comprado para el hostal una mesa de ping pong, una red de voleibol, una computadora conectada a un equipo de música y un enorme televisor que capta canales por satélite, todo de uso gratuito para la gente del pueblo.
Desde la aparición de La Casa en Aicuña, es obvio que los domingos por la tarde son más animados. Más familiares, grupales, más extrovertidos.
Los sábados por la noche también suelen llegar a La Casa algunos muchachos a tocar la guitarra, jugar a las cartas o beber una cerveza. La cerveza casi siempre es la variedad negra, ésa que tiene un sabor dulzón, y que aquí toman en botellas de un litro, para compartir.
Julián Ormeño, un chico de diecisiete años considerado por sus profesores como el alumno más aplicado de la escuela, cree que las cosas empezaron a cambiar realmente desde que hace unos años Dante Ormeño regresó a vivir al pueblo. Fue él, dice, quien entre otras cosas lo animó y le enseñó a tocar la guitarra.
Dante Ormeño tal vez sea uno de los pocos de su generación que se marchó de Aicuña en busca de mejores opciones de trabajo, tuvo varios empleos, llegó a administrar una bodega de vinos, y regresó. Esta tarde en que estamos descansando en la terraza le pregunto por qué lo hizo:
–Mi padre se murió sin poder construir este hostal. Era su sueño.
A su padre, don Ambrosio Ormeño, muchos lo recuerdan como el último patriarca del pueblo. Fue director de la escuela, organizó la cooperativa de productores de nueces, consiguió préstamos para fabricar casas de material noble y creyó siempre que si abría un negocio de hospedaje empezarían a llegar ese tipo de turistas que buscan lugares tranquilos para pasar los fines de semana. Y que ese contacto con gente de fuera sería bueno para todos en Aicuña, y no sólo económicamente.
–Aquí –prosigue Dante Ormeño, que ahora ha encendido un cigarrillo y fuma con parsimonia– somos como una familia gigantesca. Lo que les duele a unos nos duele a todos. Y tú no puedes cerrar los ojos cuando algo le duele a tu familia.
Dante Ormeño debe sentir en el fondo que ha heredado las convicciones de su padre. En dos sentidos: está consiguiendo que La Casa empiece a ser conocida en la zona como una posada de descanso, y también está empeñado en ayudar a sus vecinos, aunque para ello tenga que cambiar esa actitud arisca que tienen algunos frente a los extraños. Como su padre, debe creer que una cosa lleva a la otra.
Esa introversión, y su cara más visible, el aislamiento, podría parecer que está ligada a la cantidad de albinos que han nacido en Aicuña desde fines del siglo XIX, o más exactamente, a la difusión que tuvo esta peculiaridad en el resto de la provincia de La Rioja. Al saberse distintos, objeto de la más impertinente curiosidad ajena, se volvieron huraños, hoscos, huidizos, y se cerraron sobre sí mismos.
Pero no es así.
El alto índice de albinismo se debe más bien a su larga historia de retraimiento. El aislamiento dio origen al albinismo, y no al revés.
Si Aicuña no hubiese pasado trescientos cincuenta años sin mezclarse con la gente de otros lugares, quizá no habrían nacido cuarenta y seis albinos en poco más de un siglo. Para que alguien nazca albino, tanto su madre como su padre deben ser portadores de ese gen, y la Johns Hopkins University sostiene que esa probabilidad sólo se cumple en uno de cada diecisiete mil nacimientos. Sin embargo, en un pueblo donde ocho de cada diez personas se apellidan Ormeño, es más probable que ambos padres porten el gen. No tienen por qué ser familiares directos: basta que –así sea lejanamente– ambos desciendan de la misma rama.
Si hay algo que de verdad sorprende en este pueblo es el registro minucioso de su historia. Es una historia básicamente genealógica, que no sólo se conserva en los archivos de la oficina de Registro Civil de Julio César Ormeño o en los armarios de la iglesia, sino que está viva en la memoria de sus habitantes. Muchos –y no sólo los ancianos– podrían relatar esta historia como si fuese una sucesión de matrimonios y descendencias de por lo menos quince generaciones desde que en 1663 Aicuña naciera sin figurar en los mapas. Por ejemplo, quién se casó con quién y cuántos hijos tuvieron, y esos hijos, a su vez, con quiénes se casaron, y después los nietos y los bisnietos, y así, hasta ahora.
Es una historia básicamente genealógica, pero no deja de ser también una historia económica, ligada a la propiedad de la tierra.
Resulta que el pueblo fue en un principio un terreno de poco valor comprado por el general español Pedro Nicolás de Brizuela para que uno de sus hijos, nacido fuera del matrimonio –ilegítimo, tal como se decía por entonces–, tuviese una propiedad que nadie pudiera quitarle.
Hay que ubicarse en la época.
Durante la colonia española en América, las tierras sólo podían heredarse a los hijos llamados “legítimos”. Sabiendo eso, el general De Brizuela compró la estancia de Aicuña para evadir esas leyes de herencia y escribió en su testamento que lo hacía con el fin de “que este pobre [el hijo ilegítimo], por serlo, goce un pedazo de tierra con el que pueda sustentarse, y si algún hijo mío intentase quitárselo, incurra en mi maldición como quien va contra la voluntad de Dios y de su padre”. Aun así, sus otros hijos, los oficiales, que fueron ocho, trataron varias veces de apropiarse de la estancia de su hermano.
La última vez que alguien intentó adueñarse de Aicuña fue en 1955. Así que no es inaudito que sus pobladores hayan optado durante más de tres siglos por el aislamiento.
Pero el general De Brizuela no sólo habría de dejar una extensión de terreno y un conflicto legal sobre su propiedad a los futuros habitantes de Aicuña, sino también el gen recesivo del albinismo. El doctor Eduardo Castilla descubrió en su estudio genético que dos de los ocho hijos oficiales del general fueron albinos, de modo que es casi seguro que él haya sido el portador genético del hipomelanismo.
Y aquí la historia se divide en dos. Mientras los descendientes oficiales del general De Brizuela se emparentaban sin problemas con personas de otros lugares, los primeros pobladores de Aicuña se casaban y tenían hijos con sus vecinos de calle. Dicho de otro modo, dieron inicio a su historia de endogamia, esencialmente porque era la forma más segura de mantener la propiedad del territorio que ocupaban.
–Años más tarde –dirá el padre Enrique Martínez en su despacho parroquial–, los que se apellidaban Ormeño debieron crecer a mayor velocidad que los que tenían otros apellidos, y de pronto pareció que todos eran familiares directos, aunque no lo fueran.
La explicación de por qué los Ormeño pudieron multiplicarse a mayor velocidad que la gente con otros apellidos es sencilla: el primer Ormeño fue un inmigrante llegado del Perú que tuvo ocho hijos con una mujer cuya única hermana sólo tuvo uno. De nueve niños, entonces, ocho fueron Ormeño, que curiosamente es la misma proporción que se ha mantenido hasta hoy.
Ahora, en promedio, de cada diez personas en Aicuña, ocho se apellidan Ormeño. Y aunque no dejan de ser una “familia gigantesca”, como la llama Dante Ormeño, donde todos son vecinos y parientes a la vez, el lazo sanguíneo no necesariamente es directo.
O como dijo Julián Ormeño, una tarde al salir de la escuela:
–Yo a todos los Ormeño los llamo tíos, pero a veces no sé ni qué vienen a ser de mí.
Éste es el origen del albinismo en Aicuña, de sus más de tres siglos de aislamiento, y también de esa extraordinaria vocación memorística que parecen tener sus habitantes.
Para proteger los derechos de propiedad de sus tierras debieron, primero, volverse una comunidad endogámica, dándoles la espalda a otros pueblos cercanos, descendientes también del general De Brizuela, que no dejaban de ser sospechosos de querer apropiarse de su estancia.
Ese comportamiento endogámico elevó a niveles altísimos la probabilidad de que se formaran parejas en las que ambos fuesen portadores del gen y tuvieran un hijo albino (esto es, que la herencia genética de De Brizuela empezara a manifestarse). Y por último, para poder enfrentar colectivamente los juicios de propiedad de las tierras, tuvieron que actualizar permanentemente su árbol genealógico. Era la forma de probar que todos los habitantes del pueblo descendían directamente del hijo ilegítimo del general De Brizuela.
El rumor de que el albinismo en Aicuña fue un castigo divino a las costumbres incestuosas de sus habitantes empezó a extenderse en esos mismos pueblos cercanos que ahora difunden la historia del “misterioso pueblo de los albinos” como un atractivo para turistas. Quizá no haya sido una mera casualidad. Tal vez –aunque nadie quiera hablar de ello– haya sido la manera más mundana de castigar a una estirpe que progresó, aislada y recelosa, a partir de una herencia ilegítima. ~
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