El alcance de un texto literario trasciende su propia época, y a veces, en el mejor de los casos, al autor mismo; el juicio más acertado de su valor proviene justamente de la sanción que le infligen los años. Los textos polémicos, aquellos cuya violencia determinan los debates de una época, están todavía mucho más expuestos y son más vulnerables a esa prueba. En ese sentido la obra de Aimé Césaire es un modelo. Este escritor francés del Caribe denunció la condición inaceptable del hombre negro explotado y humillado durante siglos. Pero también, a través de esos ataques virulentos, desarrolló un discurso que es un llamado a la dignidad y la justicia para todos, con una sorprendente actualidad. Como si precisamente el tiempo tuviera la virtud de recuperar el vigor del grito para darle mayor resonancia a las palabras del poeta.
Al momento de su publicación, los textos de Aimé Césaire suscitaron tanto entusiasmo como rechazo. A menudo marginado, el escritor no participó en polémicas inútiles ni en discusiones mundanas. Confiado en lo justo de su causa y en el alcance de su palabra, no eludió los debates más intensos del momento. Hoy es necesario reconocer que sus textos no han perdido vitalidad y que muchos de los problemas del siglo que se inicia ya están presentes en su obra, lograda, como lo confesó él mismo, a fuerza de observar el mañana.
La célebre anécdota que marcó el comienzo de Aimé Césaire como personaje público fue la siguiente. André Breton llegó a la Martinica en abril de 1941, huyendo de la Francia ocupada por los alemanes (vía Marsella, como muchos otros) con destino a Nueva York, donde permaneció refugiado hasta el final de la guerra. Su barco, El Capitán Paul Lemerle, acogió a otros prestigiosos refugiados: Victor Serge, Wilfredo Lam, Claude Levi-Strauss. Un día, con el fin de encontrar un moño para su hija Aube, Breton entró en una tienda en la que encontró junto a la caja una revista literaria: Tropiques. De esta manera descubrió las reflexiones de los intelectuales antillanos y, sobre todo, los textos poéticos del director de la publicación: Aimé Césaire. No dudó en calificar su obra literaria como “el mayor monumento lírico de la época”. Para ambos hombres el encuentro resultó trascendental, pero además fue el primer reconocimiento a una obra hasta entonces confidencial. Breton escribió su famoso texto “Un gran poeta negro”, que luego retomó en su libro Martinique charmeuse de serpent. En él hace un elogio al poeta y a su poema largo Cahier d’un retour au pays natal. Tal como escribió Breton acerca del profesor antillano: “la palabra de Aimé Césaire, hermosa como el oxígeno naciente”. Ese poema largo, agitado, torturado, violento y gracioso, cínico y agresivo, tierno y amenazador, se publicó en Francia en 1939 pero sin lograr mayor resonancia; por una parte, la revista que lo publicó, Volontés, tenía una circulación restringida y, por otra, el inicio de la Segunda Guerra Mundial naturalmente acaparó la atención de las personas. Sin embargo, ese texto fundamental es la manifestación poética de las angustias y de las reflexiones del joven intelectual martiniqués, quien muestra con orgullo al lector su revuelta y una nueva forma de ser al mundo: la negritud.
Aimé Césaire nació en Basse-Pointe, Martinica, el 26 de junio de 1913. Es el segundo de una familia de siete hijos. Su padre, un pequeño funcionario, los mantiene en un ambiente en el que las lecturas de Voltaire, Hugo o Bossuet se alternan con los relatos y las leyendas de África contadas por la abuela, Mamá Nini.
En efecto, esa isla fue uno de los numerosos lugares de destino de los esclavos negros llevados a las colonias de los países occidentales por medio del comercio triangular. Ese sistema consistía en paliar la falta de mano de obra local con la importación de los esclavos de África. Junto con los seres humanos llegaron los cantos y las maneras de cocinar, la ropa y los imaginarios, las culturas que sobreviven y se adaptan hasta el día de hoy. Cristóbal Colón descubrió la Martinica en 1502. La isla abarca un territorio de apenas 85 por treinta kilómetros cuadrados y, aunque no representa una enorme apuesta económica, constituye un importante centro de desarrollo del cultivo de la caña de azúcar y juega un papel estratégico evidente, en el corazón de ese Mare Nostrum creciente. En nombre de la corona francesa, el francés Belin d’Esmanbuc tomó posesión de la isla en 1635. Siguieron dos siglos de explotación por parte del poder colonial. Para tener una idea de la amplitud de los movimientos de población, podemos señalar por ejemplo que, en el transcurso del siglo XVIII, un millón trescientos mil esclavos negros fueron llevados por la fuerza a las Antillas y Luisiana. De ello se desprende una estructura social que proviene de una división racial: una ínfima minoría de blancos dirigía el destino de una gran mayoría de negros, con muy pocos mestizos entre los dos grupos. Actualmente, esa estructura prevalece. Hasta la abolición de la esclavitud en 1848, gracias sobre todo a los esfuerzos de Schoelcher, las revueltas fueron numerosas y violentamente reprimidas. De ahí proviene la figura del negro, del mulato que ha escapado y vive como hombre libre: imagen de la libertad conquistada, tan querida por Aimé Césaire.
Cuando nació Aimé Césaire, la Martinica era un territorio miserable y sus pobladores, sumidos en la ignorancia, tenían un acceso limitado a la cultura y a la enseñanza. Aimé pronto destacó por sus cualidades de buen alumno. Taciturno y curioso, era un lector excelente. Todas estas virtudes hicieron de él un candidato ideal para obtener una beca y seguir sus estudios: resulta electo para ir a Francia. El 24 de septiembre de 1931, con apenas 18 años, Aimé Césaire se embarcó en El Perú con destino a un mundo que apenas adivinaba: el París de los treinta. Entró al liceo Louis le Grand para preparar el difícil examen de admisión a la Escuela Normal Superior. Según la costumbre, un alumno mayor se encargaba de apadrinarlo, y uno de los pocos estudiantes negros aceptó el papel: el senegalés Léopold Sedar Senghor. Césaire, una vez más, fue un estudiante ejemplar y logró pasar el examen de admisión. En esos años adquirió una cultura muy sólida, y su estancia en París también fue significativa por sus descubrimientos intelectuales y literarios. Ese París de los treinta era esplendoroso, cosmopolita, lleno de furor y de vida, de angustia frente a una guerra inminente y de luchas ideológicas inevitables. Para Césaire, significó el tiempo de aprendizaje de la cultura negra, del África que cuenta Senghor, de los poetas negros americanos (Langston Hugues o Claude Mac Kay, a quienes dedicó un estudio) y de los movimientos estéticos atraídos por nuevas formas. Esta cultura ya no se encuentra a sí misma en el desprecio sufrido: ha llegado el momento de reconocer una cultura negra que rebasa las fronteras. Los primeros en reconocerla con respeto y pasión fueron poetas como Cendrars y Apollinaire, o pintores como Picasso y Braque. Más tarde llegó el jazz, con los soldados americanos en 1917, y Francia festejó los años veinte bajo el sonido nuevo de las trompetas. Gracias al premio Goncourt otorgado a René Maran por su novela Batouala en 1921, la denuncia de los abusos del colonialismo por Gide en 1927 en su Viaje al Congo, la literatura se acerca a un mundo olvidado hasta entonces. La ciencia también lo ve bajo un nuevo aspecto. Las expediciones a África (como la famosa misión Dakar-Djibouti de 1933, en la que participan Marcel Griaule y Michel Leiris) y los textos fundadores de la etnología moderna brindan al mundo occidental las nuevas herramientas para apreciar culturas desconocidas. La Historia de la civilización africana de Frobenius es traducida en 1936, y marca profundamente a esta generación. Tres jóvenes intelectuales y poetas negros de diferentes horizontes están por formular sus sentimientos y sus reflexiones acerca de este patrimonio común, pero sobre todo van a dar forma a su revuelta contra este estado de las cosas: el martiniqués Aimé Césaire, el senegalés Léopold Sedar Senghor y el guyanés Léon Damas reconocen como causa común la negritud. Obviamente, se trata de celebrar y de valorar unas raíces culturales comunes y de reconocer su vitalidad. No intentan elaborar una doctrina o un manifiesto, sino que pretenden abarcar lo que significa ser del Caribe, de África del Sur, de Estados Unidos, de cualquier lugar en donde un hombre sufre. Para Césaire esto motiva la redacción de su largo texto poético Cuaderno de un regreso al país natal. El autor, armado de un espléndido lenguaje lírico, denuncia la escandalosa situación de las poblaciones sometidas al sistema colonialista y canta la dignidad de un mundo africano oculto en la memoria colectiva. Su postura es radical: “Confórmense conmigo. No me conformo con ustedes.” Habla de su relación con su tierra, del furor de las revueltas pasadas, del sueño que guarda y que lo representa de regreso a su isla, lejos de París. La riqueza de la lengua acompaña la descripción suntuosa de una naturaleza que adivinamos exuberante. Al publicar su primera obra, el poeta apenas tiene 26 años y seguramente no se da cuenta de que ha escrito un texto que dejará una profunda huella.
Césaire se casó en París y regresó a la Martinica en 1939. A pesar de la guerra, publicó junto con su esposa Suzanne y algunos amigos, como René Ménil y Georges Gratiant, la revista Tropiques. Gracias a la vasta cultura adquirida durante sus años en París, edita textos de autores desconocidos para los lectores de la isla. Después de su encuentro con Breton, Tropiques adquiere un tono más surrealista. Se publicaron catorce números y la revista dejó de circular en 1945. La lucha de Césaire pronto tomó otra forma. Además, durante estos años de guerra, dio clases de Literatura a una generación de jóvenes martiniqueses como Edouard Glissant y Frantz Fanon.
En 1945, la palabra de Césaire adquiere una nueva dimensión. Ingresa en política, representa el Partido Comunista y es electo alcalde de Fort de France y diputado de la Martinica. Lo reeligen una y otra vez, hasta su renuncia voluntaria. La relación de Césaire con la política es la de un intelectual de su época. Al momento de la liberación, el Partido Comunista es el más importante de Francia, y goza de un gran prestigio en las elites intelectuales. Por otra parte, es el único partido que cuestiona la legitimidad del poder colonial francés; sin embargo, las independencias africanas aún no se vislumbran. La huella de Césaire se manifiesta en estas dos actividades, mientras en sus textos poéticos grita la revuelta del mundo negro en una lengua que toma las formas del francés más clásico y más lírico; en política, se afilia a un partido para tener una tribuna desde la cual interrogar y reflexionar acerca de la relación entre la metrópoli y sus colonias, en particular la Martinica. No cree en la independencia inmediata, ni en la capacidad de la población para manejar una situación tan radicalmente diferente, pero nunca cesará de buscar un estatuto particular para estos territorios con un pasado tan turbulento, siempre dentro del marco legal de la república. Ésta es la manera de evolucionar de Césaire, una capacidad para tomar lo mejor del Otro y utilizarlo a su favor. Ante los diputados conservadores que lo atacan con violencia debido a “lo que Francia le permitió aprender” y la deuda que tiene un hombre como él (es decir, negro) hacia su patria, Césaire explica sin rabia que en nombre de los valores mismos de ese país no puede aceptar esos ataques. Conoce las contradicciones del humanismo francés, esos postulados bien intencionados en los que no se cuestionó la peor humillación de una población: la esclavitud.
Obviamente Césaire fue miembro del Partido Comunista porque era un hombre de izquierda, pero sobre todo por la oposición aparente del pc hacia el sistema colonial; de la misma manera que Camus perteneció al partido en Argelia, antes de la guerra, por motivos similares. Pero también fue uno de los primeros en renunciar, el 24 de octubre de 1956, cuando se reveló el carácter dictatorial y represivo del poder estalinista en la Unión Soviética. En su famosa “Carta a Maurice Thorez”, el diputado de la Martinica y el poeta fueron uno solo; más allá de las circunstancias que afectaban la imagen del comunismo, Césaire establece las cuestiones fundamentales acerca de las relaciones entre los países del Tercer Mundo y la doctrina marxista. Escribe con fervor y justeza que no habrá nunca un comunismo africano o antillano “porque el comunismo francés se encuentra más cómodo imponiéndonos el suyo”. Pronuncia dos frases fundamentales para entenderlo: “Ya llegó nuestra hora. Y lo que acabo de decir de los negros no sólo es válido para los negros.” En otras palabras, Aimé Césaire reclama el derecho de todos los pueblos humillados al respeto y a la dignidad, es decir, a la autodeterminación. Esa famosa carta completa el otro gran texto de reflexión política del poeta: Discurso sobre el colonialismo. Escrito en 1955, ese texto es el ataque más feroz de Césaire en contra del repugnante estado de cosas instalado por el poder colonial y, en consecuencia, sobre las nuevas relaciones norte-sur; así comienza: “Una civilización incapaz de resolver los problemas que suscita su funcionamiento es una civilización decadente […] Una civilización que engaña con sus principios es una civilización moribunda.” En varias páginas inspiradas, coloca al mundo occidental frente a sus contradicciones, utilizando sus propias armas y palabras.
En 1958 Césaire funda su propio partido político, el Partido Progresista de Martinica. De esta manera, sigue representando a los habitantes de la isla sin estar sometido a ninguna maquinaria exterior. Muchas veces sus dones de orador le permiten prestar sus palabras a los “condenados de la tierra”, encarnados en los lectores de la Martinica. La palabra se encuentra en el eje de las preocupaciones de Aimé el poeta y de Césaire el político. Para retomar su manera de decirlo, él es, ante todo, un “manipulador de palabras”.
Luego de Cuaderno de un regreso al país natal, de los elogios de Breton y de la publicación del texto como libro (y de la traducción al español de Lidia Cabrera a Cuba, con un prefacio de Benjamin Péret), Césaire se convierte en un escritor reconocido cuya obra acompaña el crecimiento de la joven literatura negra. Jean-Paul Sartre fue el segundo padrino de su obra gracias a “Orfeo negro”, prefacio a la Antología de la nueva poesía negra y malgache de lengua francesa (1948) organizada por Senghor. En esa época, Sartre es el escritor más escuchado y más influyente de Francia, y pone su inmenso talento al servicio de otras plumas; así, celebra a autores como Genet, Fanon y Césaire. En 1945, durante un viaje a Estados Unidos, Sartre tomó conciencia del problema negro; más tarde, en su ensayo introductorio, coloca a Césaire en el centro de la poesía negra de lengua francesa.
En ese momento de su vida, el escritor de la Martinica gozaba de una gran productividad: publicó los libros Las armas milagrosas (1946) y Sol cortado (1948). La influencia surrealista siguió presente, pero el poeta era más conciso y preciso. Siguieron Ferrements (1960), Catastro (1961) y Yo, Laminaria (1982), obra por la cual recibió el Gran Premio Internacional de Poesía. Gracias a la publicación de su poesía completa en 1994, se descubrió un libro inédito: Como un saludo mal entendido. Lo declaró varias veces: su poesía, ante todo, está cerca de Rimbaud y de Lautréamont, de Mallarmé y de los negros americanos. Son referencias finalmente previsibles para un autor que mezcla modernidad y revuelta, el trabajo de la forma y los sonidos. Césaire pensaba, al igual que Tzara, que la poesía se hace en la boca. Los escritos de Tropiques revelan sus gustos y sus referencias. Por otra parte, sorprenden las pasiones que le despiertan Claudel y Péguy, autores poco valorados por los escritores cercanos a él. He aquí una afición exacerbada por la lengua francesa más clásica y no una comunión de pensamiento con esos poetas. De la misma manera, la crítica literaria cercana al Partido Comunista hará siempre notar, antes y después de su retiro, que su estética se opone totalmente al realismo socialista.
Si Césaire ha estado tan marginado como poeta, ha sido ante todo porque la originalidad de su tono y el lirismo exuberante de su pluma no permiten colocarlo en ninguna corriente de la poesía francesa de su época. Sorprenden la popularidad y el respeto que inspira en otros países. Si su reconocimiento es reciente en Francia, las tesis sobre su obra literaria abundan en África y Estados Unidos. La otra característica notable de su obra poética es el predominio de la imagen sobre la idea. Este fundamento de su poesía pesa indudablemente sobre la marginalización de su obra en el universo poético francés, más preocupado entonces por las teorías y la escritura intimista. Lo afirma René Ménil de manera más general: históricamente, la poesía negra surge antes de la filosofía llamada comúnmente negritud. Césaire ve en la naturaleza cercana los símbolos de un pensamiento; prefiere enseñar una imagen impactante (como el volcán o la isla, por ejemplo) a desarrollar una temática abstracta y sin impulso. Su universo es del orden de lo visual, sabe que una imagen conmueve más que una idea y que un discurso nos atrapa sólo si está suficientemente ilustrado.
Asimismo, el deseo de producir palabras condujo a Césaire al teatro, como un dramaturgo inspirado que exploró y utilizó este género por una exigencia de claridad, porque el teatro es hablar claro. Césaire expuso sus ideas y sus interrogaciones en cuatro obras: acerca de las Antillas, en Y los perros se callaban; sobre los conflictos que lleva la descolonización, en Una temporada en el Congo; sobre la instalación del poder negro, en La tragedia del rey Christophe, y finalmente sobre el problema de los negros en Estados Unidos en Una tempestad, obra directamente inspirada en Shakespeare. Puestas en escena por prestigiosos directores como Jean-Marie Serreau, fueron montadas en diversos festivales teatrales, como el de Aviñon, e incluso en la Comédie-Française.
Este año Aimé Césaire cumplió los noventa. Su pensamiento y sus escritos siguen siendo guías tanto para la reflexión del hombre occidental como para el habitante de un país del sur. Los países llamados desarrollados, colonizadores ayer o dominantes hoy, seguros de sí mismos, a veces hasta la arrogancia, establecen esquemas que los coronan siempre vencedores. Los pueblos dominados, también por amos locales, vacilan entre la tentación de imitarlos y el deseo de no renunciar a su identidad. Como dijo Senghor: “Lo importante no es ser asimilado sino asimilar.” El grito de Césaire se eleva contra este estado de las cosas y contra la peor de las causas: la indiferencia. Ya lo escribía en el Cuaderno de un regreso al país natal:
Ustedes
Oh Ustedes que se tapan los oídos
Les hablo a ustedes, hablo para Ustedes, para Ustedes
quienes
Descuartizarán mañana, hasta las lágrimas, la paz
apacentada de sus sonrisas
Para Ustedes quienes una mañana amontonarán mis
palabras en su bolsa y tomarán a la hora en la que los
hijos del miedo sueñan,
El camino oblicuo de las huidas y de los monstruos.
A todos, cómplices o enemigos, él repite sin fin el último gesto del poeta: ofrecer sus palabras para invocar la lucidez y oponerse sin descanso a un mundo inaceptable. ~