XIII. En la campanilla del final de línea era donde la máquina de escribir (pobrecita, ¿la recuerdan?) quería ser instrumento musical.
XIV. El violonchelo es para mí el instrumento de cuerda más seductor, pero no le tengo tanta confianza como para llamarlo Chelo, como si fuese cualquier primita o novia provinciana.
XV. Un cuarto de hora de solos de acordeón o de harmónica o de órgano o de clavecín puede conducir al suicidio al hombre más auditivamente tolerante.
XVI. A partir más o menos del K 300, Wolfgang Gottliebe empieza a quitarse la peluca, a solatarse el pelo y a ser el libre, el grande, el inmarcesible Mozart.
XVII. El guitarrista de flamenco: siempre fascinado por el negro y vacío ojo de la guitarra, ese pozo del que espera algo así como que de él surjan sus antepsados (“mis muertos”, dice él).
XVIII. Mi ópera italiana ideal estaría cantada enteramente sottovoce (y, quizá mejor, en alfabeto de sordomudos).
XIX. ¿Contra quién suele boxear el beethoven sinfónico?
XX. Erik Satie, greguerista musical.
XXI. ¿Por qué el jazz, aun el inicial jazz, sigue pareciendo más adelantado, más vanguardista, más recién inventado que el rock, es decir el horrorrock?
XXII. El comienzo del himno patriótico cubano “Al combate corred, bayameses” es casi copia al carbón del “Non piu andrai, farfalone amoroso” de Las bodas de Fígaro.
XXIII. Cómo hay que esforzarse en no marcar el paso cuando uno pasa cerca de donde una banda militar toca alguna marcha.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.