En México hay algunos, quizás demasiados, intelectuales y políticos que están convencidos de que el surgimiento de movimientos agresivos como la APPO en Oaxaca y los atentados terroristas a los ductos de Pemex del EPR ocurren a causa de que el Estado ha taponado las salidas políticas a muchos grupos sociales.
Según ellos, cuando surgen grupos violentos, los gobernantes reaccionan y entonces realizan los cambios necesarios para satisfacer las demandas. De acuerdo con estas ideas, la violencia sería la partera de la historia. Así, las reformas electorales de los años setenta habrían sido una respuesta a la agresiva y violenta actividad de grupos armados (durante la llamada guerra sucia). La reforma electoral de los años noventa también habría sido una reacción al levantamiento armado de los neozapatistas en 1994. La moraleja que quieren extraer de esto es la siguiente: en el antiguo régimen autoritario los gobiernos tenían sensibilidad y respondían a la violencia armada abriendo las instituciones. En cambio, ahora tenemos una democracia tan inútil y miserable que ni siquiera es capaz de despedir al execrado gobernador de Oaxaca ni de abrir cauce a reformas estructurales que eliminen las supuestas causas socioeconómicas de la violencia.
Esta añoranza del pasado autoritario se basa en muchos equívocos. Las reformas de los años setenta fueron una respuesta al movimiento estudiantil pacífico de 1968 y no una reacción ante la violencia de grupos radicales. Las reformas que en los años noventa abrieron paso a la transición democrática fueron una consecuencia de la división del PRI y de la configuración de una gran alternativa electoral de izquierda en 1988, y no una respuesta a las amenazas del EZLN en 1994.
No obstante, hay políticos e intelectuales que confían en que se agudizarán las presiones y las agresiones, y que por tanto el gobierno de Felipe Calderón se verá confrontado a la necesidad de realizar cambios que abran las puertas a una nueva época. Y como prevén que será incapaz de hacerlo, se abriría una crisis política que le daría acceso al poder a nuevas fuerzas. En otras palabras: el gobierno panista tendría que negociar con la oposición y ceder a sus demandas, o bien perder toda legitimidad y precipitarse en convulsiones terminales.
Podemos observar esta lógica política añorante en amplios sectores del PRI y del PRD, que intentan aprovechar los conflictos de Oaxaca y los actos terroristas para traer agua a su molino (o, más bien, leña seca a sus peligrosos hornos políticos).
Yo creo, sin embargo, que ya estamos viviendo en una nueva época, y que ya hemos avanzado por el camino de la democracia, y que podemos prever que esta lógica fracasará. Por el contrario, si como algunos lo creen, vivimos sumergidos en un régimen de derecha corrupta, autoritaria, atrasada y represiva, la lógica de la confrontación debería dar frutos a la oposición. La izquierda, en este caso, avanzaría electoralmente y se fortalecería. Hay hechos que permiten dudar de este futuro y prometedor avance electoral. En las elecciones recientes en varios estados, el PRD se desplomó y todo indica que este partido está perdiendo tan rápidamente fuerza que llegará muy debilitado a las elecciones federales del 2009.
El PRD acaba de iniciar un congreso nacional. ¿Logrará aquí abandonar la vieja lógica política? Tengo mis dudas. Hace poco un periodista le preguntó a Martí Batres, poderoso funcionario del partido, si creía que la fuerza de López Obrador y del PRD es la intransigencia. “De alguna manera sí –contestó–. Lo que está haciendo la derecha es verdaderamente depredador. No tiene un gran programa que ayude a resolver los problemas” (Emeequis, 13 de agosto, 2007). Por su lado, otro importante dirigente del PRD, Jesús Zambrano, sostuvo que en México estamos “ante el escenario de una crisis político-institucional de enormes proporciones” (Coyuntura, mayo/junio 2007).
La izquierda, en buena medida, sigue creyendo que el país navega en aguas pre-democráticas. No ha logrado desarrollar una visión y un lenguaje adaptados a la nueva condición democrática que vive México. Mucho menos es capaz de percibir las nuevas amenazas post-democráticas. Ello le da a su discurso un aire anacrónico y desfasado. Se había acostumbrado a generar un discurso democrático fácil contra el contexto despótico del antiguo régimen. Ahora la izquierda debe aprender a comportarse democráticamente en un espacio democrático, es decir, a ser moderna. He afirmado en otro lado que la izquierda está en peligro de extinción si persiste en la paranoia de creer que vive en un país donde no ha habido transición a la democracia y donde –supuestamente– los auténticos revolucionarios son las víctimas de un perverso y renovado autoritarismo de derecha.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.