Aparición de Alberto Rubio

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Regresé hace tiempo de un viaje y me enteré de la muerte de Alberto Rubio. No pude ni quise escribir una prosa rápida, a "bote pronto", como he visto que dicen en Madrid. Ahora, de vuelta de un par de semanas en la costa, he subido por escaleras peligrosas y he encontrado un par de ediciones de poemas suyos: La greda vasija, editado por Cuadernos Atenea, de Concepción, y muy bien prologado por María Nieves Alonso, y Trances, colección de poemas tardíos, publicados por la Editorial Universitaria en 1987. Alberto Rubio fue una de las figuras más interesantes de mi generación literaria; publicaba mucho y se hablaba mucho de él en la década de los cincuenta y hasta comienzos de los sesenta. Después desapareció en los laberintos del poder judicial: fue juez rural en diversos lugares y el primer juez nombrado en la Isla de Pascua, hasta que volvió a publicar después de la trágica muerte de su hijo Armando, quien era también un poeta interesante de la generación que asomaba, en las condiciones difíciles que sabemos, en tiempos de censura, a mediados de la década de los ochenta. Ya no me acuerdo con claridad del momento en que conocí a Alberto. Sé que esto ocurrió en los patios de la Escuela de Derecho de la calle Pío Nono y en una época de intensa pasión literaria, de lecturas incesantes, que a veces duraban toda una noche, de discusiones que podían comenzar en el casino de la Escuela y prolongarse en caminatas que nos llevaban hasta los accesos más bien polvorientos, corroídos, pero atravesados por musas delicadas, que parecían caminar a unos cuantos centímetros del suelo, de la Escuela de Bellas Artes. Alberto Rubio era huesudo, delgado, más bien silencioso, y por eso digo que apareció en los patios de la Escuela, ya que lo hizo con cierto carácter fantasmal. No sé si el presentador fue Gilberto Llanos, Jorge Sanhueza o Eduardo Yánez. Sanhueza deambulaba por todos lados, en un caminar entre esquivo y errático, y era experto en relacionar a una gente con otra. Sabía bien dónde había fiestas los fines de semana y dónde podía uno llegar a bailar y a beber vinos de lija o rones con Coca-Cola. Los que sobrevivimos a todo aquello debemos de haber tenido hígados fuertes, además de metabolismos agradecidos.
     Para mí, que ya había descubierto a César Vallejo en los tiempos del San Ignacio, en números de la revista Pro Arte que compraba a la salida de clases, Alberto Rubio tenía un curioso parecido con el poeta de Trilce y de Poemas humanos. Me daba la impresión de que el parecido físico, el perfil huesudo, la boca de candado, habían llevado a Rubio a ingresar en la atmósfera poética de su maestro peruano, como si en la poesía de Vallejo se hubiera encontrado con un destino. Los poemas que nos leía en los bancos de la Escuela o del Parque Forestal tenían un ritmo áspero, pétreo, extrañamente clásico, evocador de un Antonio Machado criollo e incluso de un Quevedo, y estaban a la vez llenos de sorpresas gramaticales, de algo que Pedro Lastra y Enrique Lihn definieron en una conversación como "impertinencias sintácticas". Eran siempre poemas de las cosas humildes, de paisajes urbanos modestos, de plantas, frutas, animales, pero mi constante impresión era la de cosas inmovilizadas en el tiempo, inmortalizadas, o alteradas por la temporalidad. Es decir, Rubio era un poeta del tiempo, de las cosas y de su memoria. Era un poeta que comprendía en profundidad la magia del instante y trataba de eternizarla. No soy partidario de los textos salpicados de citas. Si hablo de un escritor, trato de provocar un poco de curiosidad en los lectores. Pero en el caso de Rubio, siento la tentación de citar poemas enteros. Lo que ocurre es que escribió poco y lo hizo con un lenguaje de enorme concisión y de constante invención, difícil de explicar con palabras diferentes. Escojo, pues, un poema breve, "La ventana", donde se respira un instante de alegría, una epifanía, para emplear un término que en aquellos años, como lectores de James Joyce, usábamos mucho: "De pronto he abierto la ventana./ El mediodía entero entró por ella./ Entróse el canto de los pájaros:/ me cantaron las venas pajareando./ Entróse el cielo azul, entróse el cielo/ y los aires que en vuelo lo traían./ Entróse el mundo entero."
     Hay una segunda estrofa que también me voy a permitir citar. Dice así: "El azul irrumpió entre mi cabeza/ y los aires a mí aún me volaban;/ yo comencé a cantar pájaramente./ También me hice ventana./ Y entrándome este cielo hasta la puerta,/ me salía volándome a los cielos./ Pajareando me fui, cantando aéreo."
     En los años de la Escuela de Derecho leíamos con singular intensidad a Vallejo, Neruda, Huidobro y Gabriela Mistral, a T. S. Eliot, Rainer Maria Rilke, Arthur Rimbaud y Charles Baudelaire. También leíamos a Sartre, a Proust, a Faulkner y a Jorge Luis Borges. Por el Parque Forestal pasaba todas las mañanas un señor de caminar difícil, pálido, envuelto siempre en un abrigo negro algo raído, y decíamos que era Baudelaire reencarnado. En algún momento empezamos a leer los antipoemas de Nicanor Parra y algunas cosas de Rosamel del Valle. Alberto Rubio había vivido algún tiempo en España y era un gran conocedor de los poetas españoles de todos los tiempos. Ese conocimiento suyo se notaba en su lenguaje; incluso en las libertades que se tomaba con el lenguaje. "Entro mosco a la pieza de mi hermana…/ Mi hermana es una mosca grandecita,/ y cosiendo volando sigue máquinas rutas…/ Y comienzo a entrar yo. ¡Mi sangre mosca/ grandota por las venas se me enrosca!"
     La greda vasija, impresa en cuatrocientos ejemplares en la imprenta de Carmelo Soria, una máquina casi humana, que crujía, tosía y echaba humo y aceite por todos sus intersticios, salió en Santiago hacia el final de 1952. Neruda, ya de regreso en Chile después de su conflicto con el gobierno de González Videla, se interesó mucho por esa escritura de un nuevo poeta muy joven. Me observaba, por ejemplo, que "todos querían escribir" sobre ese libro, fenómeno que asociaba de alguna manera con los comienzos literarios suyos. Pero Neruda era el poeta de la abundancia, del exceso, de la retórica caudalosa, y Alberto Rubio era el poeta de la concisión, de la estricta economía verbal, del humor socarrón e indirecto. Neruda no entendía bien que un escritor no publicara a razón de un libro por año. Rubio, en cambio, pertenecía a la especie de los poetas que publican dos o tres libros en toda la vida, arrancados a la fuerza por los editores, por los amigos, por la familia. La muerte de su hijo Armando, que se cayó de una ventana en una noche de fiesta, movió a Alberto a regañadientes, con visible dolor, a publicar Trances. El poema sobre la muerte del hijo, que se titula precisamente "Padre", es uno de los más conmovedores de la poesía chilena. No sé si está en los programas escolares, donde abundan los textos mediocres y fugaces, pero ahí debería estar. "Tan joven padre —en todo apresurado—, / creabas prematuro abuelo un día…" Más adelante dice: "¿Se cumplió un vaticinio de gitana, / todo el caer cada segundo, cierto, / blando el cuerpo, el apoyo, hijo de lana?"
     Pertenecía sin duda Alberto a un Chile desaparecido o que tiende a desaparecer. Era un amante de los pequeños pedazos de tierra, de los rincones rurales, de los perros y los otros animales domésticos. Así lo veo, por lo menos. Era capaz de pasar a pie por una calle tranquila, de divisar a través de un balcón a un grupo de "señoriales señoras" y de tomar los primeros apuntes para un poema: "¡Alto departamento que brilla allá en los cielos!" Lo que no se podía era empujarlo a escribir y publicar. Era de esos poetas que trabajan 24 horas al día y que dan la impresión de no trabajar nunca. Como su compañero de generación Jorge Teillier, menos innovador en lo verbal, pero creador también de un mundo poético propio y donde lo rural, la poesía de las cosas y de los pequeños seres, la memoria, son esenciales. Se podría escribir un ensayo acerca de todo ese momento generacional y reflexionar quizá sobre los puntos de contacto de los diversos autores, incluyendo a prosistas y poetas. La idea de "generación del cincuenta" era un tanto artificiosa, más periodística que literaria, pero había una atmósfera particular, un conjunto de lecturas y pasiones literarias comunes, un estado de ánimo que se compartía. Alberto Rubio salía de su actitud más bien silenciosa y entraba en euforias, en entusiasmos extraordinarios. Los vinos de ese tiempo eran mejores que las drogas o los vinos de alto precio de ahora. En el sentido de la inspiración, del estímulo, de la energía. Conocíamos muchos fragmentos de la poesía universal de memoria y los recitábamos con gran exaltación, en momentos culminantes de la noche o de los amaneceres. En la casa de Neruda del barrio de Los Guindos, en una fiesta donde había invitados internacionales como Jorge Amado y Nicolás Guillén, nos propasamos y fuimos severamente censurados por algunos de los acompañantes del dueño de casa. Después supe que el poeta nos había defendido con notable elocuencia, alegando que él y sus amigos hacían las mismas cosas en sus años juveniles. Eran, en realidad, expresiones del rigor y del dogmatismo de los momentos finales de José Stalin. La larga sombra del estalinismo llegaba hasta nuestros rincones y se manifestaba de las maneras más diversas, sobre todo en la vida del arte y de la literatura. Neruda escribiría sus odas a Stalin muy poco después. Pero a nosotros nos defendía en nombre de la libertad y de la alegría juvenil, y eso es interesante reconocerlo ahora. Me acuerdo de Alberto Rubio y de Ángel Cruchaga Santa María, dos generaciones separadas por un buen medio siglo, brindando en "potrillos" de color verde oscuro. De repente, ante el asombro nuestro, Ángel Cruchaga estalló en improperios iracundos y confusos. No se sabía si eran exactamente contra el dueño de casa, pero daban esa impresión. Eran años de confusión, desde luego, y la alegría solía volverse difícil. –

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


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