Apuntes sobre la memoria televisiva

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“La televisión es genealógica y no tiene memoria.”

La observación la hizo Umberto Eco hace más de veinte años en La Estrategia de la lusión, y la justificaba así: genealógica, porque toda nueva invención suya produce imitaciones en cadena; desmemoriada, porque una vez producida la cadena de imitaciones, nadie puede recordar quién la empezó. El programa fundador de la estirpe llega a confundirse con sus descendientes.

Además, la televisión no sólo es capaz de aprender sino que puede hacerlo muy rápidamente y, con frecuencia, el modelo parece imitación. La proliferación de los llamados reality shows ofrece un grosero ejemplo del fenómeno tan sucinta y elegantemente descrito por Eco y que, sin embargo, todavía espera una explicación satisfactoria.

El fenómeno se manifiesta de modo muy florido en las series que Hollywood ofrece a las grandes redes de televisión desde hace ya suficiente tiempo como para corroborar la “ley empírica de Eco”.

Quizás la manifestación más remota del fenómeno se deja ver en lo ocurrido con Yo Quiero a Lucy (I love Lucy, CBS, 1951), tenida hasta ahora como la primera sitcom de asunto conyugal producida alguna vez. Mucho antes de salir del aire en 1957, su dispositivo de comedia protagonizada por una “pareja dispareja” pero, en el fondo, bien avenida, había sido ya imitado, con buena o mala fortuna, por media docena de producciones.

El tiempo, desde luego, induce cambios: hablamos de un género que pronto cumplirá 60 años; tiempo sobrado para algunas metamorfosis felices. ¿Cuánto de Yo Quiero a Lucy no se revela (y rebela) en la estupenda Mad about you, que durante 161 episodios, entre 1992 y 1999, protagonizaron Helen Hunt y Paul Reiser? ¿Cuánto del doctor Doctor Kildare o del Ben Casey de los años 60 pervive en las innúmetas salas de emergencias que siguieron a la E.R. (Urgencias, se llamó en España) desarrollada para la televisión por Steven Spielberg?

Las llamadas “antesalas” de las transmisiones deportivas no podían sustraerse a la ley empírica formulada por Umberto Eco. En lo que atañe a lo genealógico, ¿podrá alguien recordar cuál fue el primer dúo o trío de comentaristas que vistió idéntico traje y corbata, atuendo que en ocasiones llegó a ostentar el logotipo de la cadena televisiva o del programa? Desde luego, tuvo que haber un prototipo que la desmemoria que señala Eco, tanto en la industria como en el auditorio, ha perdido para siempre.

Imitaciones en cadena – ya se trate de béisbol, baloncesto, boxeo, tennis y muy acusadamente en el caso del fútbol – cuyo primer eslabón nadie recuerda, es cierto, pero que atienden a leyes de composición insoslayables, como ese estar invariablemente tan gusto con los compañeros de transmisión.

La idea subyacente al segmento de los comentaristas es el de la erudición como espectáculo, aunque la erudición se limite a una memoria, en muchos casos asistida electrónicamente, merced una laptop que ostenta el mismo logo que el blazer de los comentaristas. Llegado aquí, séame lícita una digresión sobre el uso –mejor dicho, la presencia– del laptop en las mesas de los comentaristas.

El laptop en el mesa, ¿para qué rayos está ahí? Lo consultan sin embozo las lectoras de noticias tanto como los comentaristas deportivos, pero nunca nos es dado saber si lo que miran en la pantalla del mismo tiene algo que ver con el inminente encuentro entre Manchester United y el Barça. Desde la perspectiva del televidente, igual podrían estar mirando un clip porno que retozando en Facebook o rebotando nimiedades de 140 caracteres vía Twitter.

La respuesta, claramente, es que el laptop está allí para subrayar la noción de que quienes nos hablan son personas sumamente al corriente; individuos de talante online. Nada puede escaparse a sus panorámicos saberes porque, justamente, están online.

La concesión que de un tiempo a esta parte se hace a la igualdad “de género” acentúa el rasgo más totalitario del formato: el pensamiento único.

La inclusión de una bella y glamorosa comentarista no altera en nada el sentido de esta representación; tan sólo añade un matiz “tolerante”: ya hablar de fúbol no es excluyente cosa de varones porque “aceptamos a una chica entre nosotros”.

Pero lo que deberìa resultar sublevante –y, curiosamente, no lo es– de esta propensión televisiva, sin genealogía ni memoria, es la ecolalia: cada quien repite lo del compañero según un nada misterioso método de permutación semántica.

Si se sincerase tan siquiera un pelín el procedimiento, terminaríamos viendo remedos de Tweedledee y Tweedledum, el obeso duó unánime de Alicia en el País de las Maravillas.

– Ibsen Martínez

(Imagen)

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(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).


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