Aquellas rosas del pecado/1

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La mujer del puerto

Cuando don Federico Gamboa, señor de bigote de manubrio y de almidonado cuello, tituló Santa a su novela mexicana con prostituta homónima, quizá se apoyaba en una subconsciente y seudobaudelairiana sacralización de la pecadora mercenaria, haciendo de la “falta original”, reiterada como oficio, una forma de, digamos, otra santidad, y del burdel un templo de lo profano secretamente sagrado.

Desde sus comienzos el cine mexicano se apropió del personaje para atraer los “bajos instintos” del espectador y, por el precio de un solo boleto, tranquilizarle la buena conciencia a la hora de arrodillarse ante el confesonario. Si la carrera de Santa daba la oportunidad de asomarse a un fascinante cielo prostibulario, al final venía el Destino en forma de castigador cáncer y se llevaba de la pantalla a la mujer multipecadora para que aprendiera a comportarse.

No hemos visto la primera y muda Santa fílmica, interpretada por Elena Sánchez Valenzuela y dirigida en 1918 por Luis G. Peredo; la imaginamos cargada de trances, desmelenamientos y acongojantes sentencias en letreros, pero Santa volvió en 1931 con voces y música, con Lupita Tovar y Antonio Moreno, actriz y director importados de Hollywood exprofeso. En una sucesión de cuadros dramáticamente inertes la campirana muchacha era deshonrada por un apuesto oficial, salía maldecida del nido familiar, se iniciaba sin placer en el negocio del placer y era idolatrada por el pianoplayer ciego Hipólito, que no veía el cuerpo de ella pero intuía su alma y, auxiliado por la musa de Agustín Lara, le cantaba en arrobo místico: “Santaaa, Saaanta mía…”

Hallado el astuto modo de ofrecer simultáneamente al espectador la seducción y la moralina, de ahí en adelante la puta sería una diosa de la “pantalla de plata” siempre que aceptara emitir el fulgor del vicio a cambio de un final amargo y amonestador. Si en Santa la última puerta del burdel se abría a una sórdida sala de hospital en una de cuyas camas sólo había tiempo de practicar los rezos sollozantes, en La mujer del puerto la puerta del burdel se abría hacia el colérico mar al que se arrojaba Rosario, la protagonista de un bellamente frenético melodrama realizado en 1933 por Arcady Boytler a partir de un cuento de Maupassant. Una Andrea Palma de desgarrador hechizo, muy al modo de la Marlene Dietrich sternbergiana, cruzaba con gesto amargo el humoso cabaret seguida por la cámara expresionista de Alex Philips y por la canción entonada lánguidamente por Lina Boytler: “Vendo placer/ a los hombres que vienen del mar/ y se marchan al amanecer…”. Por supuesto, Rosario también había sido seducida en un paisaje campestre (¡la inocente Naturaleza funcionaba de alcahueta del pecado!), y, como a Santita, ese abandono de ingenua pueblerina, la había destinado al “oficio más antiguo del mundo”. En el final de terrible anagnórisis la ya pecadora descubría que había copulado con su propio hermano, cometiendo así un pecado suplementario: el incesto. Y en dura autocrítica se suicidaba.

Aparte esos dos títulos de aroma cabaretero, y algunos más, la mayor parte del cine mexicano de los años treinta fue vigilada por una moralidad de clase media a cargo de una tribu de actores: los hermanos Soler, y de la actriz desde siempre destinada a la ancianidad: Sara García. A las putas únicamente solía concedérseles el ser desdibujadas figuras de cuadro, turbias figuras premonitarias al fondo del encuadre, degenerados reflejos de la mujercita hogareña o la madre abnegada o la casta muchachita sólo abordable y cantable desde el otro lado del florido balcón de calle provinciana.

A la censura oficial del cine se le llamó en México “supervisión”. Este cortés eufemismo quizá era ya usado desde antes de 1937 para que el cine nacional no se desenfrenara con imágenes proclamadoras de la inmoralidad, y, desde luego, la sexualidad era considerada inmoral en sí. De ahí que La mancha de sangre, obra innovadora y valiente del pintor Adolfo Best Maugard, filmada en ese año con una intensa Stella Inda en el papel principal, con un realista ambiente burdelero y con final trágico (aunque sin moraleja condenatoria o perdonatoria), fuese prohibida y quedara enlatada por décadas. A Rimbaud le bastaba un mero título de cartel de feria, de vodevil o de grand guignol, para desatarle la imaginación lírica; a Salvador Elizondo, en el artículo “Moral sexual y moraleja en el cine mexicano”, del primer número (de abril de 1961) de la revista Nuevo Cine, el título de la película maldita y por entonces aún invisible le causaba exaltantes delirios de tono proustiano:

“¡La mancha de sangre!, la mera enunciación de ese título evocaba en nuestras mentes, todavía adormiladas por la ‘houka’ de la primera comunión, imágenes de cabaret, donde hombres y mujeres bailaban desnudos ‘cheek to cheek’ y esbozaban en la penumbra, sobre bruñidas camas de latón, tenaces y provocativas calistenias. ¿Idealización del recuerdo? ¿Espectro borroso de nuestro despertar a la vida? ¿Ilusión de la óptica de la memoria? ¿Quién lo sabrá? Lo cierto es que desde entonces escrutamos afanosamente los pequeños insertos de las carteleras del ‘circuito’ y en los desgarrados tapiales de Guerrero y Santa María la Redonda buscamos el indicio de esa presencia, de ese ‘bizcocho mojado en té’. Inútilmente: La mancha de sangre se ha borrado por completo.”

(Continuará)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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