Banderas detrás de la niebla

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De entre la treintena de libros que llega semanalmente a la redacción de Letras Libres en Madrid, desbordándolo todo, muchos son de poesía. Por no hablar mal de tantos de ellos, desperdiciando en amargura los primeros días del año, prefiero hablar bien de uno solo. Se llama Banderas detrás de la niebla (Pre-Textos, 2006), del peruano José Watanabe, y probablemente lo peor o menos bueno del libro sea ese título: anuncia un lirismo inexistente en su interior. La imagen de unos descontextualizados estandartes tremolando entre la bruma es, digámoslo así, poco watanabesca. Si nos remitimos al poema del mismo nombre, ya vamos entendiendo: el personaje recuerda un paseo nocturno por un viejo muelle, óxido y cangrejos, botes pesqueros, un perro. De repente ve a lo lejos que alguien, detrás de la niebla, agita banderas. Se sabe incapaz (¿quién no lo es?) de reproducir todo lo que esa imagen le dice, y cierra el poema con la confesión de esa incapacidad, produciendo un efecto retórico de gran eficacia (ejemplificado en el cliché “no tengo palabras…”):

[…] Ninguna apostilla

sobre la belleza hablará realmente de aquellas banderas.

Nótese la extensión del último verso, menos preocupado por la canción que por la escritura. En tanto que ritmo y eufonía, el final es atenuante, se difumina hasta desaparecer (¿como banderas en la niebla?). Pero ya me fui por las ramas.

Es un libro extraordinario, con quince (de treinta) excelentes poemas: todo un lujo. Y es una cátedra de dominio de la pluma, que con una prosodia transparente, sin mayores aspavientos, nos lleva de la mano a la otra orilla. He aquí un poema que viene al caso en estos días madrileños de “rebajas”:

EN LA CALLE DE LAS COMPRAS

En la calle de las compras

es admirable ver cómo las gentes van funcionando tan bien.

Caminan articulando tobillos, rodillas,

la cadenciosa coxofemoral

y cuantos goznes nos mantienen verticales y arrogantes.

(Tonterías que pienso

mientras mi mujer, algo abochornada,

compra la lencería que luce la maniquí, tan fija

en el estereotipo de hembra deseable.)

Mi mujer es bella, para decirlo sencillamente y mirándola

de frente: no río o fuente como se decía antes

sino carne esbelta

sostenida y elevada por sus huesos

que a veces, secreto y morboso, toco como si buscara

las formas que la van a sobrevivir.

Todos pasan, ya lo dije, perfectamente vertebrados,

pero el deseo que llevan, si lo llevan, no tiene huesos

(la razón está llena de esqueletos). El deseo no tiene nada

pero quema todos los cuerpos.

La que viene, la que se alza allá, es mi mujer.

Ay amor, el deseo de nuestros cuerpos

jugará esta noche, como el de todos los amantes,

con la muerte y la disolución, y tanto

que después nos parecerá increíble tener todavía pies

para seguir caminando.

– Julio Trujillo

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