Beatriz Sarlo siempre se interesó por la política. Desde hace unos meses, una vez publicadoLa audacia y el cálculo. Kirchner 2003-2010en la editorial Sudamericana, y después de su demoledor paso por el programa de televisión 6-7-8, se transformó en una suerte de talismán para la inepcia opositora argentina y en una bestia negra para el oficialismo. Ese lugar no le interesa, ni le corresponde. En esta conversación recorre su itinerario intelectual y habla tanto de literatura, análisis cultural y las diversas políticas de la izquierda, como de sus tres pasiones: Jorge Luis Borges, Roland Barthes y Walter Benjamin.
Sarlo nació en Buenos Aires en 1942. Enseñó literatura argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ha dictado cursos en diversas universidades norteamericanas e inglesas. Fundó las revistasLos Libros y Punto de Vista. Ha publicado El imperio de los sentimientos, Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, Borges, un escritor en las orillas, Tiempo presente, La pasión y la excepción, Escenas de la vida posmoderna, Tiempo pasado, La ciudad vista y Escritos sobre literatura argentina, además de incontables ensayos en diarios y revistas. Esta conversación, a pocos días de su presentación en la televisión pública argentina, se hizo en su estudio, el mismo de siempre, en el centro de Buenos Aires.
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No sé muy bien cómo voy a dar a la Facultad de Filosofía y Letras. Como cualquier chica de clase media, en mi casa tenía libros y leía, pero no tengo una escena originaria. Sí tengo una escena: el momento en que un barco zarpa, el momento en que un barco se despega del muelle y ya está en el agua. Y empieza a navegar. Transcurre en el primero o segundo año, estoy estudiando letras, debo tener diecisiete, dieciocho años.
Mi profesor de literatura inglesa era Jaime Rest, de la cátedra de Borges, pero Borges no estaba. A mí no me preocupaba mucho… por ignorancia, y seguramente porque no lo habría entendido. Estaba Rest, que era un profesor extraordinario y un gran crítico, a la inglesa, un ensayista. Un día dio como asignación la lectura de “El tigre”, de William Blake. Yo fui al instituto de literatura inglesa, que funcionaba en un sótano, a la vuelta de la facultad, busqué el poema, lo leí, lo leí en inglés… y no entendí nada, literalmente. Es decir, entendía cada una de las palabras, pero no entendía, me parecía por un lado demasiado sencillo y, por el otro, completamente opaco, incomprensible. Rest estaba dando vueltas por ahí. Entonces fui y le dije “mire, profesor, usted pidió que leamos este poema, y yo no entiendo, no entiendo qué es esto, qué hay que hacer con esto”. Hoy hubiera dicho qué hay que hacer con este artefacto, pero en ese momento no podía decir eso. Así que dije no entiendo. Rest me dijo “siéntese”, y empezó una explicación que duró unos quince minutos. Yo comencé esa explicación siendo una persona y la terminé siendo otra. No recuerdo qué me dijo, no recuerdo su explicación. Yo creo que fue una clásica explicación de texto. Pero lo que recuerdo perfectamente fue sentir que, en algún momento de esos quince minutos, en mi cabeza se producía un ruido, un ruido físico, material. Y que de alguna manera yo decía “se trata de esto”; no el poema, o no solo el poema, sino la literatura entera.
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Si hay un vínculo que me ata a la literatura es esta escena originaria, no ninguna escena infantil, nadie que me leyera nada, nada de eso. Después me hice muy amiga de Rest. En la facultad hay gente que está recopilando sus textos. En los últimos años de su vida publicó mucho ensayo en el periodismo, eso hay que recopilarlo. Hay cosas de él en los primeros números de Punto de Vista. Hasta que murió. Era un hombre de intereses notablemente extensos. Es decir, iba desde el protestantismo a la filosofía, la literatura alta y las letras de las canciones de los Beatles, que podían estar en su biblioteca en 1963, 1964. Él me nombró por primera vez a Richard Hoggart. Vivía en un departamento muy chico, rodeado de libros y tres o cuatro gatos. Esa es mi escena originaria.
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Yo no soy precoz. Aunque por supuesto empiezo a leer de manera sistemática a determinados autores, por un lado porque estaba cursando la carrera de letras, de forma bastante irregular. La termino sin ser una alumna distinguida. Pero no hay una lista de lecturas. Sí recuerdo una lista no escrita que una vez otro profesor de la facultad enunció en un seminario. Dijo “a ustedes les falta leer a Joyce, Virginia Woolf, Faulkner…”, y creo que esa lista se me quedó en la cabeza. Había una biblioteca pública que dirigía Rodolfo Alonso, el poeta, donde uno podía retirar los libros. Leí a Joyce y a Faulkner en un solo verano. Me dirás que es imposible, pero fue así. No sé qué quedó, pero eso hice. Y algún autor más también. Después, con el tiempo, esos libros fueron retomados. Pero ese verano los leí todos.
Y claro, lo que tuvo un valor de iniciación estética sucedió en el Instituto Di Tella, que tenía un centro de experimentación musical, otro teatral, artístico, y también tuvo un programa de radio, que no se hacía en el instituto, pero el instituto contrataba el estudio. Se trataba de reflejar la actividad de los centros de experimentación, que eran el ápice de la vanguardia o de una de las zonas de la vanguardia argentina, sumada a la actividad de sus investigadores sociales. Yo hice los reportajes de ese programa. Para armar los programas tenía acceso libre a los centros de investigación. Ese acceso libre, combinado con mi invisibilidad, porque nadie me conocía, hizo que ese año, año y medio que trabajé para ese programa, fuera un curso acelerado de formación estética en las vanguardias, de las cuales además no entendía demasiado. Yo sé, por ejemplo, que estuve frente a John Cage. Pero nada más. Sé que entraba y salía del laboratorio de experimentación musical. Me intrigaba mucho la música electrónica, había ingenieros, estaba [Fernando] von Reichenbach, con el cual conversaba. Pero conversaba en el sentido de que le preguntaba, y miraba las máquinas. Recuerdo momentos. Pasar por el centro y escuchar los sonidos de un orgasmo femenino, por ejemplo. Bueno, se estaba trabajando música concreta. Y era una actriz del Di Tella que estaba grabando. Y hoy, eso que puede ser cosa de teatro de barrio, en 1966 era ponerte en el límite de lo estético. Es decir, lo estético tenía que transitar por ese borde. Porque si no transitaba por ese borde, no valía la pena. Estuve la noche que la policía cerró el instituto, por una instalación –el baño de Roberto Plate– donde los visitantes escribían contra el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía. El Di Tella fue un espacio que marcó mi gusto estético. Óscar Masotta siempre andaba por ahí, a la vuelta estaba la facultad. Pero no era que entrara al bar de enfrente de la facultad y me sentara en la mesa de Masotta. No se me hubiera ocurrido hacer eso. Porque Masotta era Masotta. Alguien de trato muy sencillo era David Viñas, muy horizontal. Podía destruirte en una discusión pero entraba en esa discusión. Y su hermano mayor, Ismael, que era un gran ideólogo político en ese momento. Pero no puedo imaginarme a Eliseo Verón dirigiéndome la palabra. Porque además, en el campo de las ciencias sociales, había una aristocracia intelectual de la modernización. Y quien no tuviera los papeles en regla no pertenecía a esa aristocracia. Y yo no tenía los papeles, ni en regla ni fuera de regla.
En la universidad, la renovación, sin duda, se produce en el post 55, y en el caso de las ciencias sociales y humanas, la clave es la presencia de Gino Germani, el modernizador por excelencia. Todavía sus libros son clásicos. Hasta el diario La Opinión, la cultura no tenía el lugar que tiene hoy en el periodismo gráfico. Y estamos hablando de 1970, 1971. La Opinióncambia eso. Porque no existía un periodismo que pusiera en circulación las cosas como ahora. Tampoco las visitas internacionales eran lo que son hoy. El mundo de la literatura, de las artes, no se había globalizado. Es decir, la Nouvelle Vague iba a capturar Cannes. Si lo lograban o no, era otra cosa. Pero llegaban a Cannes. El lugar que la cultura ocupa en el mundo contemporáneo no es comparable con el actual. Quizá la producción fuera más importante pero el lugar era más acotado.
En Buenos Aires estaba el cine Lorraine. Se podía ver a Ingmar Bergman, se podía ver cine japonés: no [Yasujiro] Ozu, que tampoco se veía en Europa, pero sí Akira Kurosawa, Kenzo Mizoguchi. Y aunque parezca mentira, la Nouvelle Vague se estrenaba en los cines. [Michelangelo] Antonioni se estrenaba en los cines. Pickpocket, la película de Robert Bresson, se estrenó en el cine. No sé si fue un éxito. Jacques Tati se estrenaba en la calle Corrientes. Hoy todo eso se estrena en museos, incluso Jean-Luc Godard, y no solo en la Argentina: en Nueva York también se estrena en museos. Y de ahí que uno pueda explicarse hoy cierta fidelidad que el público tiene por Claude Chabrol, que no era el más radical: un público que no sigue a Godard, el más grande del siglo xx, pero sí a Chabrol. La ruptura entre el cine de mercado, el cine de “calidad” y el cine arte no estaba tan claramente establecida como ahora.
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La nueva izquierda no consideraba al Di Tella un espacio amigo. El único caso es el del artista plástico Roberto Jacoby. Fernando Solanas no lo entendía. Basta ver La hora de los hornos, donde mezcla al Di Tella con Manuel Mujica Láinez, una combinación que entonces no existía, independientemente de los méritos de uno y otros. Había otros grandes vanguardistas que también se sustraían al Di Tella. Alberto Ure, por ejemplo, el vanguardista teatral, no participaba. Y sin dudas, Ure debe haber sido el más innovador de todos los directores de teatro argentinos. Cuando el golpe de Onganía, cierran el Di Tella. Dejan el instituto como centro de investigaciones. Pero algunos investigadores se van de la Argentina. Y la parte de teatro, música, artes plásticas, la clausuran.
Yo creo que este momento de la nueva izquierda argentina hay que pensarlo como en Francia, Italia, Alemania. Sus configuraciones no son de los setenta sino de comienzos de los sesenta. La Argentina no estaba fuera de las líneas teóricas que conducían esa nueva izquierda, que eran, básicamente, una crítica a lo que se llamaba el revisionismo soviético: la urss habría traicionado los principios del leninismo por adoptar una estrategia reformista, para una revolución mundial que no iba a suceder nunca. La nueva izquierda es violenta. A veces guerrillera, foquista, por guerra prolongada, o a veces no. Pero siempre la violencia armada es un dato, es la partida de la revolución. La crítica al autoritarismo soviético, que tiene una larguísima tradición, empezando por el trotskismo, se agudiza. Y la emergencia de las nuevas lecturas, el marxismo de Louis Althusser. El impacto de Althusser es enorme. Ya no era György Lukács, era Althusser.
A esos rasgos de la nueva izquierda se le une, en América Latina, lo que tradicionalmente se llamó el nacionalismo antiimperialista revolucionario, que en el caso argentino es encarnado por “el espíritu absoluto” del peronismo. Entonces, ahí el nacionalismo revolucionario y la nueva izquierda empiezan a disputar el campo político, en algunos momentos coexistiendo, incluso en sí mismos. Es el caso de Roberto Quieto. Sale del partido comunista para entrar en las far [Fuerzas Armadas Revolucionarias]. Ese es el clima ideológico. Había guevaristas, maoístas. Yo pertenecía a la zona maoísta. La revolución cultural china ofrece a los intelectuales la utopía de unir la diferencia entre trabajo intelectual y trabajo manual. Esa utopía, a mí me marcó a fondo.
Y creo que pude hacer Punto de Vistadurante la dictadura, en las peores condiciones (a pesar de no ser más maoísta, y estar criticando mi pasado marxista), gracias a los coletazos de esa utopía. Es más: creo que una de las condiciones de producción de Punto de Vistafue esa: estar movilizada por ese principio, que viene del Marx joven: unir las cosas que el capitalismo separó. Hay una tendencia a una formación letrada en esa militancia. El extraordinario diario de viaje a China que escribe Barthes cuando viaja con los Tel Queles un ejemplo. Él percibe todo y no se decide a construir un texto público sobre lo que percibe, sobre esa sociedad uniformizada.
Pero había una densidad de público que permitía esas aventuras intelectuales. Alberto Díaz me dijo una vez: cualquier libro que nos gustara, hablando de esta tradición, vendía tres mil ejemplares. Es decir, había una comunidad de público entre el editor y el lector. ¿Qué editor puede decir eso hoy? La apuesta, más bien, es la contraria: si un libro a mí me gusta, no va a vender tres mil ejemplares. En principio, porque ya no hay novelas que se vendan. O vendés literatura “de calidad”, tipo Claudia Piñeiro, o tenés el sello Entropía, excelente, que con suerte, en dos años, agota una edición… de quinientos ejemplares. Ese público del que habla Alberto Díaz creo que duró hasta comienzos de los ochenta. ¿Cuánto vende Borges ahora acá? ¿Cuánto vende Ficciones? No preguntes porque nadie dice nada.
Mis tres lecturas fundamentales son Roland Barthes, Benjamin y Borges. El libro que me parte la cabeza es Mitologías, que leo en 1977. El análisis de la cultura, de crítica de la cultura que yo escribo en los noventa, viene de ahí, de Barthes. Mitologíases de una actualidad sorprendente. Y creo que con Borges pasó exactamente lo mismo. Borges, para mí, se activa en los años de la dictadura, que es cuando hago mi vuelta de la política a la literatura. Soporté al peronismo gracias a [Rodolfo] Puiggrós, que era mi protector, y me explicaba cómo tragarse sapos. Me ayudó mucho, también a irme del peronismo. Puiggrós era un gran tipo. Y visité a [Arturo] Jauretche, [Juan José] Hernández Arregui, tipos de vidas muy austeras, era gente que no pensaba en un funcionariado político.
En mi caso, no hago política en la universidad, ando por otros lados, en la primera mitad de los sesenta, tengo una vida muy desarreglada. Vivo sola desde los diecisiete años. La política organiza la vida de una persona. Cuando soy marxista-leninista prochina, tengo una vida de monja marxista-leninista prochina. La dictadura me encuentra en buenas condiciones para sobrevivir. La extrema seguridad nos salvó a muchos. La clandestinidad promovida viene de la tradición de la Tercera Internacional. Y en efecto, la cúpula de Vanguardia Comunista (de donde viene Ricardo Piglia) nos da la plata para sacar Punto de Vista, cuyo primer número, que reparto yo, sale en marzo del 78. Sin esa plata no hubiéramos podido sacar la revista.
La cúpula de Vanguardia Comunista fue asesinada entera. Vivíamos medio encerrados, estudiando, escribiendo. En ese momento, con [Carlos] Altamirano hacemos una relectura de la tradición marxista, de Marx a Gramsci. Y después “importamos” a [Pierre] Bourdieu y a Raymond Williams. Así vuelvo a la literatura. Yo soñaba con tomar el Palacio de Invierno, pero vuelvo a la literatura, que nunca dejó de estar. Y finalmente llego a Benjamin, por la vía de [Juan José] Saer. Primero paso por [Mijaíl] Bajtín, los formalistas rusos. Saer insiste mucho. Entro tarde a Benjamin. Y finalmente, en el 83, todos nosotros somos profesores titulares de la facultad. Era inexplicable. Ese giro solo lo explica la cronología de los golpes de Estado, y otras cuestiones muy dolorosas. ~