-Borges en la Biblioteca Nacional de Argentina
En 1936 Jorge Luis Borges incluyó en su libro de ensayos titulado Historia de la eternidad una reseña crítica de The approach to Al-Mu’tasim, una rara novela de un hasta entonces desconocido autor indobritánico. Las diez páginas de Borges daban las elementales indicaciones bibliográficas de una novela de un tal Mir Bahadur Alí publicada originalmente en 1932 en cuatro mil ejemplares (agotados a los cuatro meses), elogiada particularmente por los severos críticos Philip Guedalla y Cecil Roberts, republicada en 1934 con el sello de la prestigiada editorial londinense de Victor Gollancz y prefaciada por la célebre autora de novelas policiales Dorothy L. Sayers.
El acercamiento a Almotásim era simultáneamente una novela de aventuras, una novela policiaca y una novela fantástica. A lo largo de los veintiún capítulos de una febril trama (que, con el trasfondo de una vasta conspiración, abarcaba noches, plazas, azoteas, torres, jardines, pueblos, ciudades y multitudes de la India y se desplegaba a través de conflictos, de reyertas, de espionajes y crímenes entre musulmanes, hindúes, policías, criminales y mendigos), el protagonista, un estudiante de derecho, huía tanto del hampa como de la ley e iba conociendo personajes de la miseria y el hampa en los que ocasionalmente percibía gestos o tonos que sugerían una superior condición humana y no parecían propios de esos bajos seres, sino de alguien con un espíritu más complejo y refinado a quien el estudiante buscaba de aventura en aventura para ¿finalmente? llegar a una galería, a una cortina de cuentas, a un vasto resplandor, detrás del cual “la increíble voz de Almotásim” lo invitaba a pasar. Y así termina la novela: en pura expectativa o hitchcockiano suspense.
“Ya el argumento se entrevé” anotaba Borges, y el argumento quizá es la busca de un alma a través de los diversos seres por los que habría pasado. En las primeras páginas hay el tenue rastreo de una sonrisa o de una voz por entre agitadas muchedumbres; en las páginas finales el perseguido, ahora ya un solitario y pacífico perseguidor espiritual, llega ante un resplandor detrás del cual presiente a un ser único que acaso sea una divinidad y se llame Almotásim.
¿Quién es o sería Almotásim? Los lectores sólo intuimos que, a medida que miles de hombres han coincidido en un momento en el que Almotásim pasaba, la cuota espiritual y acaso divina de cada uno de ellos resultó acrecentada, y que tal vez todos esos individuos de algún modo son partículas de Almotásim, de la misma manera que en una fábula acaso refundida por el mismo Borges (en su Manual de zoología fantástica, de 1957) hay una innumerable bandada de pájaros que sobrevuela miles de paisajes buscando al mítico simurg y al final sólo algunos lo contemplan y sienten “que ellos son el simurg, y que el simurg es todos ellos”.
El fascinante asunto no podía menos que llamar la atención de los algunos buenos lectores e incitarlos a buscar el libro. Así, el narrador Adolfo Bioy Casares, que sería amigo y colaborador de Borges, escribió a la editorial londinense de Gollancz solicitando el envío de la novela, y el crítico literario Emir Rodríguez Monegal la registró en su fichero bibliográfico y la buscó en librerías y bibliotecas. Pero fue en vano, pues el libro era un fantasma literario suscitado por su “comentarista” Jorge Luis Borges.
Años después, cuando Borges incluyó la “nota crítica” en un libro de cuentos: El jardín de senderos que se bifurcan, los buscadores del libro fantasma quedarían más encantados que desengañados de la feliz artimaña borgesiana. Y finalmente en el Autobiographical essay de Borges, dictado a Norman Thomas di Giovanni, hallarían la explícita asunción de la vertiginosa novela como un libro fantasma:
“El acercamiento a Almotásim” escrito en 1935, es a la vez un invento y un seudoensayo. Fingía ser la reseña de un libro publicado por primera vez en Bombay, tres años antes. Doté a su segunda y apócrifa edición con un editor real, Victor Gollancz, y con un prefacio de una escritora real, Dorothy L. Sayers. Pero autor y libro son enteramente de mi invención. Aporté el argumento y ciertos detalles de algunos capítulos –pidiendo cosas prestadas a Kipling e introduciendo a un mítico persa del siglo XII, Farid ud-Din Attar– y luego puntualicé cuidadosamente sus limitaciones. […] Ahora me parece que [ese relato] pronostica y hasta fija la pauta de otros cuentos que de alguna manera me estaban esperando y en los que se basó mi reputación como cuentista.”
El gozable truco de Borges, muy adicto al género del cuento y muy poco al de la novela, consistía en “simular que un libro ya existe y ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartor resartus, así Butler en The fair haven…”. Y, hay que añadir, así hacía Lovecraft en sus cuentos de espanto, en los que inventó varios libros de erudición esotérica, y sobre todo el Necronomicon, del que existen fichas bibliográficas en serias bibliotecas y al que aún buscan algunos lectores no resignados a la incredulidad.
Hoy parece indudable que para Borges, incapaz, según él mismo, de leer por otra necesidad que la del placer, la literatura era ante todo un juego entre él y los lectores. Un juego fantasmagórico, pues ¿acaso autores y lectores no son fantasmas uno para el otro y situados enfrente y detrás de ese espejo de doble faz que es la página?
(Publicado anteriormente en Milenio Diario)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.