Río: El infierno son los otros
Río de Janeiro, a cidade maravilhosa. Barrio de Sao Conrado, el más elegante. Atrás, en la ladera de la colina, cerca de cien mil personas sobreviven en Rocinha, una favela. Los acomodados no dejan de hablar de inseguridad. En efecto, el 50% de los robos declarados sucede en las zonas residenciales, aunque la mayoría de los asesinatos se produce en las favelas, que ya son casi setecientas y donde se hacinan unas 290 mil familias.
Las cifras se multiplican en el resto del país: 16.433 es la cantidad total de asentamientos, según el último informe del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, que data del primer año del nuevo milenio; el 70% son de origen urbano; el 60% de la población es pobre de toda pobreza.
Lula se ha propuesto dos grandes objetivos: “Hambre cero” y “Favelas cero”. Será difícil que los alcance, pero tiene la confianza de la mayoría de sus compatriotas. Juegan en su contra, además del narcotráfico, diversos núcleos enquistados en las corporaciones y redes políticas, empresarias, sindicales y mediáticas.
•••
Habla Ignacio Cano, especialista en materia de seguridad del Instituto de Investigaciones sobre las Religiones. “La desigualdad que impera desde hace siglos es una bomba de tiempo”, dice. A una edad promedio de catorce años, la escuela pública en quiebra expulsa a cientos de jóvenes. ¿Qué hacer? “Elegir entre una vida miserable de trabajador remunerado con salario mínimo (unos ochenta dólares) o el tráfico de drogas, con una ganancia neta semanal de unos 113 dólares. La mayoría elige la segunda opción, a sabiendas de que desde ese momento empieza la cuenta regresiva para sus vidas”.
En Brasil, el 20% de la población concentra el 62,5% del ingreso nacional, contra el 2,5% del 20% más pobre, según el Informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.
•••
Favela Doña Marta, 14 horas.
Mi interlocutor se presenta como Cazuza.
¿A qué te dedicás?
A las drogas, tráfico, ventas, eso… ¿Qué querés, coca, maconha, éxtasis?
¿Cómo empezó todo?
Bueno… Como cualquier cosa, de un día para el otro. Yo soy sucio, pero era más sucio; soy pobre, pero era más pobre, nadie me miraba. Así que algunos robos por acá, unos asaltos por allá… Tudo bem… En aquella época, el problema de la miseria parecía obvio: migración rural, desigualdad social. La solución no llegó nunca. ¿Cuándo el gobierno destinó fondos para nosotros? Nunca. Siempre fuimos invisibles. Titulares de diario cuando había un derrumbe en una favela, eso éramos. Ahora, en cambio, conseguimos trabajo rápido en alguna de las multinacionales de la coca. Y ahora son ustedes los que se están muriendo, de miedo, de sida, infartos, hipertensión, ataques de pánico, todo el repertorio. Somos pura conciencia de clase; mientras ustedes se envenenan, yo hasta puedo darme el lujo de leer. ¿O no hablo como un intelectual?
Patrulla rutinaria en Río, 23 horas.
Seis policías militares bajo las órdenes de un sargento; todos de uniforme azul grisáceo, armados con fusiles viejos, cada unocon dos pistolas y un cuchillo que cuelga sobre el muslo derecho. Están sentados, aburridos, dentro de un cuatro por cuatro, en las proximidades de la favela Rocinha. Ahora salen, avanzan. El sargento corre, se protege detrás de los muros y vuelve a correr, seguido por la tropa. Los peatones, escasos, se alejan con rapidez. Acá nadie quiere a la policía, y la policía no quiere a nadie, pero particularmente no quiere al “malviviente”. Al “malviviente” se lo reconoce fácil. ¿Cómo? “Intuición”, responde el sargento. De tanto insistir, construye un identikit demasiado parecido a cualquier pobre de la Rocinha: un pantalón flojo sobre un cuerpo flaco y una piel bronceada.
Nos acercamos a un punto de venta de droga. Quienes estaban ya fueron advertidos: no hay nadie. Sin embargo, se oye un tiro. Al suelo todos (y yo me pregunto qué estoy haciendo). En la oscuridad, es difícil decir quién tira y contra quién o qué, pero los macacos (así llaman a los policías) responden sin titubear. Más tiros. Alguien cae. Desarmado, con un gorro, muerto. Nadie sabe si antes o después del tiroteo, tampoco quién es, ni de qué arma salió la bala. Los policías lo arrastran al hospital. Ahora dicen algo como que el muerto les resulta conocido.
El 30 de agosto de 1993, un grupo de uniformados invadió la favela Vigario Geral masacrando a 21 personas, a modo de represalia por la muerte de uno de los suyos. Los habitantes de la ciudad reaccionaron. Pero en Brasil las lágrimas se secan rápido y los expedientes tramitan lento: basta con esperar. Al día de hoy, sólo dos de esos criminales fueron condenados; diez de sus colegas, a pesar de las pruebas y testigos, fueron absueltos de culpa y cargo, y falta juzgar todavía a 19. Los escasos procesos a policías conciernen a ejecuciones cometidas fuera de las favelas, o bien a exacciones mediáticas como la matanza de ocho chicos de la calle frente a la Iglesia de la Candelaria, en julio de 1993. Se denunció entonces la existencia de “escuadrones de la muerte”, policías pagados por los comerciantes de las zonas más exclusivas para “limpiar la ciudad”. Horas extras, suelen llamarse. Desde entonces, los mismos macacos se hicieron cargo de los “escuadrones”; oficialmente ya no existen, pero sus prácticas persisten.
Pagó cara la osadía Marcio Amaro dos Santos: narcotraficante, 33 años, preso, fue asesinado y sus partes (algunas) tiradas a un tacho de basura; el resto no se sabe. Se sabe, sí, que fue él quien negoció en 1996 con el cineasta norteamericano Spike Lee un videoclip donde Michael Jackson aparecía en la favela Doña Marta, entonces bajo su control, cantando y bailando. Luiz Fernando Da Costa, más conocido como Fernandinho Beira-Mar, el “hombre fuerte” de las drogas en Brasil, apresado en abril del 2001 en Colombia y extraditado de inmediato, jamás perdonó a su subordinado, miembro del buró del Comando Vermelho. Su destino se selló ese día. El periodista Caco Barcellos, autor del libro Abusados, cuenta que Marcinho “quería que las imágenes de la favela salieran en todo el mundo. Y el día de la grabación, Doña Marta fue una fiesta”. Pero la fiesta salió cara: el narco se cebó y, de cara a la cámaras de televisión, acusó a la policía de inescrupulosa y corrupta; fue a dar con sus huesos a la cárcel; en 1999 se escapó: terminó en Buenos Aires. Ahí conoció a Barcellos y del conjunto de entrevistas que registraron salió el libro, un éxito de ventas. Pero Beira-Mar no olvidaba, masticaba el momento de la venganza.
Barcellos: “A veces se creía un revolucionario. Pensaba que construiría un movimiento guerrillero y quería convencer a la cúpula del Comando Vermelho (¡y a Beira-Mar!) de abrazar esos ideales abandonando las drogas”. Abandonó este mundo, cortado al filete.
Beira-Mar es una suerte de Pablo Escobar carioca. A partir de los ochenta, Brasil se convirtió en punto de tránsito de la cocaína producida en los países andinos. El tiempo hizo crecer el poder de los traficantes, que empezaron a trocar droga por autos robados. Entretanto, se multiplicaban los laboratorios que producían la droga, en la Amazonia como en las zonas urbanas. Interpol calcula que sólo en Río de Janeiro se consumen unas tres toneladas de cocaína por año. El mercado interno y las exportaciones (a Europa, vía Galicia; el negocio clave de Beira-Mar) generan ganancias que son recicladas en otros nichos económicos. Al contribuir al desarrollo de la delincuencia en las favelas, la venta y el consumo cumplen un papel importante en los conflictos que oponen el Estado a las organizaciones criminales y a éstas entre sí.
Beira-Mar fue atrapado por los paramilitares colombianos y desde un principio se dijo que sus contactos con las farc eran óptimos. Sin embargo, nadie descarta un aviso anónimo. El episodio de su traslado, en marzo de 2003, de Río a una prisión nordestina, es más que sintomático. “[Beira-Mar] quiere saber si con su salida del estado la criminalidad se acabó”, increpó por intermedio de la prensa la abogada del capo a la gobernadora, Rosinha Garotinho. Días después, como dando por sentada la respuesta, apareció en su auto el cadáver acribillado de Antonio José Machado Dias, el juez que llevaba la causa. Y todavía, unos días más tarde, durante dos noches, Río resultó asolada por los “soldados” del Comando Vermelho, que atacaron omnibuses, negocios y supermercados en las zonas residenciales y el centro de la ciudad.
¿Querés un dato?, pregunta Cazuza (y apura un trago de pinga, la botella al lado del Kalashnikov): la policía sabe todo, pero nunca hace nada. Somos una empresa moderna. Si el empleado comete un error, es despedido por el “microondas”. Es cierto, recibimos por un corredor secreto armamento de la Argentina, granadas, cantidades, desde 1985. Estamos conectados con la tecnología, con Internet. Te digo más: si querés acabar con la burocracia, aunque sólo sea informatizar una comisaría, perdiste. ¿Sabés por qué? Porque la policía quiere el “atraso”, les da ganancia; la policía está hecha de feudos, corporaciones, comisarios que son dueños de un pedazo de la ciudad, y ninguno se quiere modernizar. Si profesionalizás, arruinás el negocio. Además, nosotros ahora somos stars de los medios. La prensa nos da ideas, sugiere, agranda. Sin darse cuenta, nos están dando una ideología. La guerra del Paraguay, la verdadera, ustedes la están perdiendo ahora, ¿entendés?
Entiendo. Y también entiendo que en una ciudad de casi seis millones de habitantes, en el lapso de tres años, hayan muerto más de cuatro mil menores de 18 años, una cantidad superior a la de los jóvenes caídos en los conflictos armados de Colombia, Sierra Leona, la ex Yugoslavia, Afganistán, Uganda, Israel y Palestina, y todo bajo el ritmo hipnótico del narco-funk: el cd de moda, Prohibido Parte II, tiene en la tapa una foto de Osama Bin Laden.
Buenos Aires: El infierno tan temido
En septiembre de 1994, un programa de televisión iba a mostrar la participación orgánica de las brigadas policiales en el comercio de drogas. El gobierno de Buenos Aires, entonces administrado por Eduardo Duhalde, consiguió que el canal, en el último momento, suspendiera la transmisión. En julio de 1996, el juez Juan José Galeano detuvo a un comisario y a una docena de policías bonaerenses, acusados de recibir la camioneta con la cual se habría volado la mutual judía, amia, en 1994. Tres días después, otros seis policías, de la división Narcotráfico, fueron arrestados mientras se repartían el botín de uno de sus allanamientos: todos respondían a un comisario de aceitados vínculos con el gobernador y con el presidente de la Cámara de Diputados.
Desde esa época, a la policía de la provincia se la conoce como “La Bonaerense”. El periodista que la bautizó, Carlos Dutil, falleció jugando al fútbol en Centroamérica; José Luis Cabezas, el fotógrafo que retrató a Pedro Klodczyk, por esos años titular de la fuerza, apareció a los pocos meses, su cuerpo acribillado y calcinado, en el interior de un auto. Se imponía una reforma policial. Los primeros descabezados fueron el secretario de Seguridad, Alberto Piotti, un ex juez que misteriosamente siempre declaraba menos droga que la secuestrada, y Klodczyk, a quien se le atribuía la propiedad de cinco casas, catorce dúplex en la costa atlántica, una fábrica de bulones, cinco vehículos de última generación y un avión Cessna con cabina modificada para transportar féretros.
“Yo me voy. Pero esto tiene vuelto” advirtió a sus amigos Mario Chorizo Rodríguez, comisario también caído en la volteada, en una quinta del Gran Buenos Aires donde un grupo de oficiales se reunió para despedirlo. Antes de irse, sellaron una especie de rito: cada uno de los comensales orinó sobre un enano de jardín, al que le adosaron en la cabeza la foto del nuevo secretario de Seguridad, León Arslanián.
Enero, 2004.
Dice Marcelo Sain (ex subsecretario de Seguridad de la provincia, expulsado del cargo por Felipe Solá, actual mandatario provincial): “El gobierno [provincial] estableció un vínculo explícito con ‘La Bonaerense’ que consistió en concederle gran cantidad de recursos, un amplio margen de maniobra y la garantía de no injerencia gubernamental frente a las actividades de autofinanciamiento, todo a cambio de conseguir niveles respetables de seguridad ciudadana. Es decir, desde el poder político se le garantizó a la policía la posibilidad de que se autogobierne sobre la base de la ‘mano dura’, el ‘gatillo fácil’ y el circuito financiero ilegal: la prostitución, el tráfico de estupefacientes y de armas y el robo calificado”.
“A mí me echan por gordo”, alcanzó a decir el comisario Mario Aragón.
Así las cosas, el mismo gobierno que había articulado el pacto de convivencia se atribuyó la responsabilidad de quebrarlo. En enero de 1998, Arslanián disolvió la policía, pero descubrió que los mayores focos de resistencia a la medida estaban en las intendencias. En un solo día, el nuevo secretario recibió 74 llamados de jueces e intendentes pidiendo por distintos policías (uno de los cuales tenía 18 causas por homicidio en riña, siete por torturas y dos por comercio de narcóticos). Era una prueba contundente: si la secta del “gatillo fácil” también es la secta de “la mano en la lata”, según la feliz definición del asesinado Rodolfo Walsh, los “punteros” (militantes de choque) del peronismo bonaerense no había duda de que financiaban su actividad con el tráfico, la venta de drogas y otros ilícitos, en complicidad objetiva con la policía. “Me tuve que aguantar presiones de intendentes cuando tocamos su sistema recaudatorio, pero no nos torcieron la mano”, dijo el secretario, días antes de que se la torcieran.
El ideólogo de esa torcedura fue Carlos Ruckauf, vicepresidente de Menem, más tarde gobernador de la provincia y luego canciller de Duhalde.
El estrepitoso final del gobierno de Fernando De la Rúa despejó otra vez la pista para la llegada al poder del peronismo y sus barones. Los informes de inteligencia indican que las provincias de Salta, Catamarca, Jujuy, La Rioja, San Luis y Santiago del Estero constituyen zonas de paso de narcotraficantes menores y mayores, y que parte de esa carga no sale sino que se distribuye y vende en el país. Históricamente, los distribuidores más eficientes han sido policías, pero una nueva generación de marginados (compuesta, además, por agentes exonerados) y excluidos de todo beneficio social, asentados en las gigantescas “villas miseria” que rodean a la capital, empiezan a disputar ese mercado tanto a “La Bonaerense” como a los “federicos” (la policía federal) mediante la formación de bandas, o “patotas”, alimentadas a pura injusticia, desprecio al vigilante, refractarias a cualquier tipo de “arreglo” a la vieja usanza.
Pero haber, hay de todo: bandas que trabajan solas, otras en conjunto, otras que se pelean entre sí y otras que “arreglan” con la policía un porcentaje de la venta de drogas a través de intermediarios que pasan por “villeros” pero que son “ratis” (así también se llama a los policías). No es lo único: las bandas han aprendido una suerte de “educación delictiva”, y aprovechan las drogas para canjearlas por armas, y a las armas para planear secuestros extorsivos. También es cierto que las bandas más sofisticadas hacen un culto del valor agregado, ya que entre sus integrantes se cuentan ex agentes de inteligencia estatales y miembros de agencias de seguridad privadas, algunas de las cuales cuentan entre sus responsables a ex comisarios de “La Bonaerense”.
Villa La Cava, San Isidro, 18 horas.
¡Este es el problema! ¡Éste! vocea un vecino, indignado. Acá no hay, como uno dice, que la ley está de un lado y los delincuentes del otro. No, acá hay que hacerse respetar uno. Tampoco hay que andar con el revolver en la cintura, hay que saber decirle a un delincuente “Buen día”, y hay que saber decirle a un policía “Buen día”, ¿viste? Hay que saber cómo es el movimiento. Vos no podés decirle a un policía dónde está un delincuente. Tratás de ayudarlo, no se meta por ahí, no se meta por allá. Porque un día, te explico, una señora se quejó, que estaban tirando piedras contra su casa. Bueno, vino la policía. Se los llevaron a todos, y a la media hora ¡estaban todos libres! Porque en la comisaría les dijeron “Bueno, pongan tanta plata entre todos, junten y se van”. Y a la media hora estaban reventándole el rancho a piedrazos de nuevo. Así que acá no hay ley. Si vos tenés un problema con un delincuente, es mejor que agarrés un fierro, y te lo encontrés solo en una calle, calladito la boca, solo, y bueno, le pegás un fierrazo y chau. Esta es mi idea. Pero no ir a la comisaría, la policía no es justicia.
En la provincia de Buenos Aires los niveles delictivos son altos. Durante 2002 se produjeron unos dos mil homicidios, 720 violaciones, 150 mil robos sin lesiones, doce mil robos seguidos de lesiones o muerte y ochenta mil hurtos. Todo esto, destaca Sain, “se produce en un escenario signado por el repliegue del Estado en vastas zonas del territorio urbano y en considerables sectores de su estructura social, haciendo que la efectividad de la ley se extienda irregularmente, y dando lugar a que en ciertos espacios favelizados la ausencia de regulación estatal sea reemplazada por extendidas redes delictivas”. Esos “espacios” tienen nombre: La Cava, Fuerte Apache y Villa Carlos Gardel.
En las “villas”, epicentro de distribución de drogas instaladas en la Argentina desde hace tiempo (marihuana, pastillas, cocaína), el consumo, sin embargo, no es el mismo para oferentes que para demandantes, consumidores generalmente de clase media o media alta. Las drogas de diseño como el éxtasis no recorren ese circuito sino el de las discotecas, restoranes, bares de moda y centros de veraneo.
Pero en los asentamientos es común ver a chicos de no más de once, doce años, inhalando poxirrán o pasta base, o bajo los efectos de diversos antipsicóticos o antidepresivos mezclados con cerveza. Entre los vendedores hay, igualmente, divisiones: los que revenden afuera, droga de cierta calidad; y los que revenden adentro, droga barata.
Fuerte Apache, 15 horas. 37 grados a la sombra.
Darío. Sobre el asesinato de dos chicos en la “villa”.
Es que eran dos “ratas”, y a nadie le interesan las “ratas”. Las madres me vinieron a hablar. ¿Qué iba a decir? Es decir, ¿que Pimentel [el asesino] hizo lo que todos querían hacer? Estos chicos volvían loco a todo el mundo. Para nosotros [Pimentel] no es un criminal, para la justicia sí pero para nosotros no, porque nos perjudicaban a todos. Y mirá que les fuimos a hablar, ¿eh? Porque acá no se trata de matar y chau. Muchos les fuimos a hablar. Pero nada, ni media onda. Así que fue. Y la policía no va a decir nada porque no le interesa, y además porque no puede contra todos los vecinos.
No sólo se incrementaron la “delincuencia común”, los robos con violencia o los hechos delictivos cometidos por marginales, sino que también creció la criminalidad protagonizada por “organizaciones”. Sus modalidades delictivas tienen un alto grado de complejidad organizacional, funcional, profesional y operativa. Entre las actividades desarrolladas por estos consorcios destacan, claramente, el tráfico y comercialización de drogas y armas, el robo, “doblaje” y desarme de automóviles, la venta ilegal de autopartes, y el secuestro. Lo dice Marcelo Sain, que quiso ordenar y se ganó una orden de retiro.
Detrás de cada hecho de envergadura siempre hay un jefe policial que llega de la mano de un dirigente político, y cuando ese jefe policial cae en desgracia, por supuesto el político nunca aparece.
“Ahora se puede contar con el gobierno nacional, anteshabía dudas… estaba Duhalde”. Palabra de ex funcionario.
El ministro de Justicia, Gustavo Beliz, dijo hace unos días ante un auditorio policial que durante la pasada década hubo funcionarios que “llegaron al poder con el afán de enriquecerse”, para lo cual fueron cómplices de “la corrupción y el narcotráfico”. La tormenta de respuestas indignadas lo invitó a presentar pruebas en la justicia. Pero las pruebas están en la justicia, que condenó por lavado de dinero proveniente del tráfico de drogas a Mario Caserta, vicepresidente de Duhalde en la conducción del peronismo bonaerense, y tesorero de la campaña que lanzó a Carlos Menem a la primera magistratura del país.
¿Es que le habrá llegado la hora a la narcodemocracia? ~