Situar a Edipo

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1. Hamlet y Edipo
Todo actor joven, con ambiciones, como debe ser, sueña con encarnar algún día en escena a Hamlet. Parte de las obligaciones del dramaturgo es crear personajes complejos que los actores ambicionen encarnar, y un modelo es el deambulante príncipe danés, “todo de negro hasta los pies vestido”. El personaje Edipo no despierta, en cambio, los mismos anhelos. ¿Por qué? Por muchas razones. Una de ellas es la inaudita dificultad de montar con mínimo acierto y decoro un espectáculo tan complejo como la tragedia griega. Otra, la que aquí nos interesa, es que Edipo, en tanto personaje, es muy extraño, peculiar, inasible en cierto modo a la mente moderna. Vamos a exponer aquí en qué consiste su rareza, y esa operación equivaldrá, como veremos, a situar a Edipo.
      
2. El problema
Edipo, como se sabe, está destinado a matar a su padre y casar con su madre. Sin darse cuenta, hace las dos cosas. Tiresias, el adivino ciego, figura monumental del drama ático, le revela su doble condición de incestuoso y parricida. Y Edipo, ¿qué hace o qué dice? Aquí es donde aparece la rareza, porque Edipo no dice nada, no se defiende, no alega, acepta todo, se saca los ojos y se va a expiar su vergüenza y su culpa vagando por los caminos.
     ¿No adviertes nada raro en esto? Porque, a ver, ¿qué habría hecho un personaje de nuestros días?, ¿qué habrías dicho tú, por ejemplo? Sí, claro, te habrías defendido diciendo algo como:
      
No lo hice adrede, no sabía nada. Maté a un hombre en un desfiladero, pero no sabía que era mi padre. Si lo hubiera sabido, por supuesto que no lo mato. E igual con mi madre: de haber sabido quién era, no me caso con ella. Pero no lo supe, y como estaba engañado, no sólo no soy culpable de lo que se me acusa, sino soy víctima inocente.
      
El argumento es claro. Y aquí se abren dos problemas diferentes. El primero es histórico y de crítica literaria, y dice ¿por qué Edipo no formula ni usa este argumento?, ¿por qué guarda silencio, no dice nada y asume la culpa? El segundo problema no es histórico, sino moral, y puede plantearse sencillamente preguntando ¿es culpable Edipo?
     Los problemas están entrelazados, pero, por mor de claridad, hay que separarlos. Despachemos primero el segundo problema. Para que un acto humano pueda ser calificado moral o aun legalmente debe ser un acto completo. Un acto completo incluye advertencia y deliberación del agente que lo realiza. Los actos de Edipo no cumplen ninguna de las dos cosas, dado que ignoraba la identidad de sus padres, luego su acto no fue ni con advertencia ni con intención. No podemos decir “mató a su padre“, sería injusto y falso, sino que “mató a un señor que lo injuriaba” (ése fue su acto) y sucedió que ese señor, por accidente, resultó ser su padre (se le puede imputar el asesinato de un hombre, no, en propiedad, el de su padre). Ergo, el juicio moral no puede establecerse y Edipo no es culpable de ninguno de los dos crímenes que se le imputan. Está, creo, claro. Pasemos, pues, al otro problema, es más interesante y complicado.
      
3. El silencio de Edipo
Este silencio muestra que, como dice Finley, la tragedia griega nos es “desesperadamente ajena”. Porque, veamos: Edipo, en efecto, mató a su padre y casó con su madre. Estaba destinado a hacerlo, el oráculo lo había profetizado. Estos crímenes, sin embargo, están en las acciones del personaje, pero no en su carácter: Edipo es inteligente, seguro de sí mismo, colérico, decidido, pero nada en su estructura psicológica indica que sea incestuoso o parricida. No es sensual, ni siquiera demasiado ambicioso. Sófocles es muy listo al establecer con gran cuidado y nitidez que Edipo no recibe algo así como “su merecido por sus maldades y defectos”. Hizo lo que hizo con toda inocencia y es un inocente salvajemente castigado. Pero no dice nada, calla, no alega, no se defiende, asume los hechos en silencio y hasta el fondo sacándose los ojos “con sus propias manos”, como dice.
     Es horrendo, la verdad, pero ¿es por completo incomprensible? Intentemos un diálogo con él.
     —Edipo, lo que hiciste fue sin querer, sin intención —le decimos.
     —Ya lo sé —nos responde—, pero qué importa, eso que dices se mueve en el plano moral y jurídico, pero hay otro plano.
     —¿Cuál?
     —Que eso que sucedió lo hice yo. Y es, de algún modo, lo que he sido y soy. Mira, el bronce pulido es el espejo que me dice quién soy físicamente; pero hay otros espejos. Los hechos de mi destino son otro espejo y reflejan otra imagen y también me dicen quién soy. Mi destino me dice cuál ha sido mi papel en la trama y orden del mundo. No lo elegí yo, pero es la voluntad de lo alto y tengo que aceptarla, porque así como cuando veo mi cuerpo en el espejo no puedo decir “ése no soy yo”, cuando veo lo que hice, tampoco puedo desconocerme negándome. Olvídate del derecho y la moral y piensa en eso.
      
4. La autoidentificación trágica
Edipo, por tanto, no se defiende porque su desgracia no se mueve en el plano psicológico de la culpa moral. ¿Dónde queda entonces la desgracia del personaje? No, no hay culpa moral, en su lugar hay algo tal vez más horrible: la autoidentificación trágica. Pero ¿qué es eso? Por rara que suene a primera vista, la autoidentificación es una tarea que nos es familiar. Consiste en la respuesta a dos preguntas ligadas: ¿quién soy yo? y ¿para qué nací? Pongamos un ejemplo: Tú eres escritor y escribes una novela que sale regular tirando a mal, no te das por vencido y escribes otra confiado en que pueda quedarte mejor que la primera.
     En este caso, tan familiar, tu identificación funciona así: “yo soy alguien que puede escribir mejores novelas que la que hice, tengo esa capacidad”. Esto último, “tengo esa capacidad”, puede leerse como diciendo “tengo ese don”, lo que equivale casi a afirmar “nací para eso”. Como ves, la autoidentificación, positiva en este caso, es un presupuesto fuerte, pero poco visible, de tu empeño como artista.
     Quieres saber quién eres tú, por eso escribes; la pregunta “¿quién eres?” se transforma en la pregunta “¿hasta dónde puedes llegar en calidad y mérito como escritor?”
     Ahora supongamos que de pronto tienes una revelación contundente. Un ángel, por ejemplo, baja hasta ti y te dice:
     —Tu novela es pésima. La próxima será todavía peor. No has podido ni podrás escribir nunca nada que valga la pena. No naciste para eso, acéptalo, tu destino es otro, no el de artista.
     Si el ángel no deja lugar a dudas, ¿qué sentirías? Imagínate tu desolación, tu ira. Ahí tienes una probadita de los dramas de autoidentificación, son como brutales golpes de conejo: tú creías ser X (promesa de las letras) y ahora sabes que eres Y (fracaso definitivo). Ahora, lo que le sucede a Edipo es semejante, pero en grande, desmesurado, omniabarcante. Porque tú como escritor, después de tu revelación puedes dedicarte a otra cosa y ya, pero Edipo después de su revelación no puede dedicarse a nada ni hacer nada, la revelación se ha filtrado a todo su ser y lo ha contaminado: está maldito. Imagínalo, pasó bruscamente, sin transición, de rey venerado y esposo feliz a paria execrado y horror de la gente. ¿Y qué siente Edipo? Una especie de vergüenza delirante. Yo soy ése. Y disgusto insoportable de sí mismo. Y hay una especie de desamparo total y de furia (sin ella no se explica la violencia con que actúa contra sí mismo). Imagínate: has estado (sin saberlo), estás y estarás maldito, y ni siquiera sabes por qué. El asunto se ha zanjado: no hay nada que decir, la culpa moral nada tiene que ver con esto, y Edipo guarda silencio.
      
5. San Edipo
Pero falta algo todavía, y en eso que falta está la grandeza moral de la tragedia. Edipo no sólo calla, sino también asume su responsabilidad en los hechos: no elude ni malversa nada. No se hace, por ejemplo (y habría sido tan fácil), víctima. Sino dice “es cierto y, sea como sea, yo lo hice”. Y hay extraordinaria nitidez moral en su actitud; hay valentía, mérito, grandeza en la catástrofe.
     Por eso, con el tiempo, las cosas se confundieron. En la Leyenda áurea de Santiago de la Vorágine, Edipo es elevado a la santidad y su vida entra a la hagiografía. El héroe que se transforma en rey y se transforma en criminal, tiene una última metamorfosis y se transfigura en santo.
      
6. El fetiche
Una reflexión final. Lo que nos dificultaba situar a Edipo es que hemos hecho de la pareja inocencia-culpa el único esquema utilizable de apreciación ética, es decir, hemos hecho con ella un fetiche moral. En vez de detenernos a apreciar las cosas en la complejidad en que se dan, de inmediato sacamos el fetiche y buscamos culpables. “Cabezas, cabezas, que rueden cabezas”, ruge la multitud. Y si no hay culpas, no entendemos, y entonces las inventamos, en nosotros y en los demás, para creer así que estamos entendiendo algo. Tenemos ansiedad y prisa en vestir la toga, erigirnos en jueces y dictar sentencia. “¿Quién tuvo la culpa?”, preguntamos, y si nos responden “nadie”, quedamos mudos y desconcertados.
      Pero en las tragedias verdaderas nadie tiene la culpa, y justamente por eso son tragedias y no meros dramas psicológicos, porque el gastado y elemental fetiche inocencia-culpa no puede aplicarse. El drama psicológico, podríamos decir, es para niños (porque la presencia de culpables tranquiliza), la tragedia es para adultos capaces (porque la ausencia de culpables inquieta y desorienta).
     Pero salta a la vista que la tragedia, definida como “catástrofe humana y moral sin culpables”, nos deja desamparados y sin asideros mentales, tan mudos como Edipo, y en esa medida nos sigue asustando.-

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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